195. LA CONSTRUCCIÓN DEL CASTILLO DE TRASMOZ
(SIGLO XI. BORJA/TRASMOZ)
Paseaba un día el walí moro de Borjapor sus territorios cuando llegó cerca de la pequeña aldea de Trasmoz. Admirado por el paisaje que se divisaba desde el montículo en el que estaba extasiado, con el Moncayo al fondo, exclamó ante quienes le acompañaban cuánto le gustaría tener una fortaleza allí.
Por casualidad, como suelen suceder estas cosas, pasaba cerca del walí y de los suyos en aquel momento un viejo hombre mal vestido y desaseado, con aspecto de vagabundo y tan extraño que casi rayaba en lo ridículo. Al oír las palabras del mandatario moro, el anciano, dirigiéndose a él, le dijo que sería capaz de construir un sólido e inexpugnable castillo en una sola noche si, a cambio de ello, el walí le nombraba alcaideperpetuo.
Tales palabras provocaron la risa de todos, que tomaron al vagabundo por loco. Incluso el walí, al que aquellas palabras le habían divertido y causado regocijo, le dio al buen hombre una moneda de plata y, por no desairarlo, le prometió la alcaldía en caso de que cumpliera su palabra.
Se despidió el viejo y siguió adelante, hasta llegar a la orilla de un riachuelo donde descansaban del trabajo de la jornada unos pastores. Entabló conversación con ellos y les propuso que fueran sus servidores y guardas en el castillo que pronto iba a construirse sobre el montículo cercano a Trasmoz. Los pastores, naturalmente, tomaron aquello a broma y sólo pudieron burlarse del anciano y de su locura.
Pero el extraño hombre no parecía inmutarse por tanta chanza y, erguido sobre una voluminosa roca, tomando un viejo libro en su mano derecha y una vela verde encendida en la izquierda, leyó una serie de conjuros ininteligibles y misteriosos: en ese preciso instante se desató una violentísima tormenta, con grandes truenos y rayos y un fortísimo huracán. Cuando terminó, la noche cubría ya los campos y el monte.
Al día siguiente, con la luz tenue del amanecer, los habitantes de la zona, entre ellos los pastores, pudieron observar una colosal fortaleza con cinco esbeltas torres que desafiaban al cielo. Ante la puerta, un hombrecillo de aspecto ridículo se declaraba su alcaide.
[Beltrán Martínez, Antonio, Leyendas aragonesas, pág. 155.]