domingo, 21 de junio de 2020

218. LOS MOZÁRABES DE PERALTA DE LA SAL


6. RELACIONES ENTRE CRISTIANOS Y MUSULMANES

6.1. RELACIONES AMISTOSAS

218. LOS MOZÁRABES DE PERALTA DE LA SAL (SIGLO VIII. PERALTA DE LA SAL).

218. LOS MOZÁRABES DE PERALTA DE LA SAL (SIGLO VIII. PERALTA DE LA SAL).


La conquista musulmana del siglo VIII, que fue muy rápida, no sólo tuvo lugar en la parte llana del valle que riega el Ebro, sino que se extendió por todo el Somontano y por buena parte de los profundos y estrechos valles pirenaicos. El pueblo de Peralta de la Sal no fue, por lo tanto, una excepción y cayó pronto en manos agarenas. La nueva administración de los moros borró a la anterior, y quienes permanecieron fieles a la religión cristiana pasaron a estar en una situación de inferioridad, aunque muchos de ellos permanecieron en sus pueblos, como también ocurrió en Peralta: eran los mozárabes.

Cuando los moros ocuparon Peralta de la Sal, el nuevo alcaide —quizás sin tener conocimiento de ello sus superiores— permitió que los mozárabes de la población siguieran venerando a una imagen de la Virgen por la que, desde antiguo, éstos sentían una especial predilección, aunque de todos es sabido que la religión islámica contempla la devoción mariana como un culto idolátrico y rechazable. Pero era tanta y tan extendida la fama que aquella imagen de Nuestra Señora tenía en la comarca de ayudar a los desamparados y de obrar milagros con los enfermos que el alcaide, sin duda un hombre con fina sensibilidad, sintió respeto y consintió que se conservara.

En lugar, pues, de hacer quemar la imagen que era de madera como ocurriera en tantos otros lugares, permitió que siguiera en su ermita, situada en las afueras del pueblo, y que los cristianos rezaran libremente ante ella. Pero no es sólo eso, con ser mucho, sino que era por todos conocido que cada vez que su esposa caía enferma hacía llevar la imagen a la fortaleza, pues solía servirle de consuelo, como si de una cristiana más se tratara. Se dice que incluso el alcaide acudía en alguna ocasión ante la imagen para pedir por la salud de su mujer. Esta es, sin duda, la razón por la que hoy se le conoce con el nombre de Nuestra Señora de la Mora.

No cabe duda de que los mozárabes de Peralta de la Sal, gracias a la sensibilidad del alcaide moro, vieron mitigado así el dolor que sentían en esos primeros momentos al verse sometidos al invasor.

[Moner, Joaquín M., Historia de Ribagorza, II, págs. 177-178. Sánchez Pérez, José A., El culto mariano en España, pág. 282.]


217. LA CONVERSIÓN DEL JUDÍO DORMIDO


217. LA CONVERSIÓN DEL JUDÍO DORMIDO (SIGLO XV. ZARAGOZA)

Estaba el famoso fraile valenciano Vicente Ferrer predicando un día de tantos —parece ser que en Zaragoza, ante una gran multitud, pues su palabra y su figura siempre atraían a gran cantidad de gentes llegadas de todos los confines— cuando un rabino quiso oírle para estudiar sus argumentos con el fin de poderlos rebatir si llegaba el momento. Eran días aquellos en los que los monarcas cristianos, incluido naturalmente el de Aragón, estaban haciendo esfuerzos para lograr la conversión de los judíos, tarea a la que se entregó en cuerpo y alma el dominico valenciano.

Tratando de no ser visto ni advertida su presencia, el rabino buscó y halló la casa de unos amigos que, situada a espaldas del estrado elevado que se había preparado al efecto en un lado de la plaza, permaneciendo oculto en una de sus habitaciones, de modo que nadie pudo verle ni saber que estaba allí oculto. Al poco rato de haber comenzado la plática, el rabino sintió un profundo sopor y se quedó dormido.

La verdad es que no se sabe cómo, pero Vicente Ferrer, dotado al parecer de una fuerza y una luz interiores que sólo algunos elegidos poseen, supo lo que estaba ocurriendo detrás de él aunque era imposible que lo hubiera visto. Así es que —ante la total incomprensión de todos los asistentes a la plática— levantó todavía más la voz y dijo: «¡Oh, tú, judío que a mis espaldas duermes, despierta y oye estos testimonios de la Sagrada Escritura, que convencen haber ya venido el Mesías, Dios y Hombre verdadero...!».

Ante aquel vozarrón que se alzó de pronto desde la plaza, despertó el rabino totalmente sobresaltado. El fraile continuó abajo con su plática y el rabino, sin escuchar lo que aquél continuaba diciendo, se puso a meditar acerca de lo sucedido. Así permaneció durante mucho tiempo sin dar crédito a lo sucedido, porque más que por la convicción de las palabras quedó asombrado por lo extraordinario del caso, de manera que, pasados unos días, decidió convertirse a la fe de aquel predicador. Con él lo hicieron también otros muchos judíos.

[Vidal y Micó, Francisco, Historia de la portentosa vida..., pág. 315.]

216. LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS DAROCENSES (SIGLO XV. DAROCA)


216. LA CONVERSIÓN DE LOS JUDÍOS DAROCENSES (SIGLO XV. DAROCA)

Discurría un día del mes de junio de 1444. La fama de los Corporales era ya tal que el Papa había concedido un jubileo, que fue pregonado a los cuatro vientos, tanto que a Daroca llegaron gentes de todo el mundo. Había cristianos, moros y judíos; gentes sencillas y guerreros; reyes, prelados, caballeros...
Las calles eran un auténtico hervidero, un constante ir y venir.

Aquel día llegó también un enigmático peregrino, que logró hospedaje en la casa de una linajuda familia darocense, la del barón Francisco de Ezpeleta. En sus estancias, reinaba la alegría, pero la dueña de la casa, al ver al joven romero, que estaba totalmente callado, quedó entristecida dado el parecido que el muchacho tenía con su hijo desaparecido. Notaron sus huéspedes el cambio de humor de la dueña de la casa e inquirieron el porqué. Contó la dueña cómo su hijo —enamorado de la hija de un potentado judío, llamado Manasés y no pudiendo soportar el confinamiento y la muerte de ésta por su padre— mató al joven hebreo que deseaba casarse con ella, por lo que tuvo que huir. Ahora, el joven romero que se hospedaba en su casa, que permanecía en silencio, le recordaba a su hijo Alvarado. Todos volvieron los ojos hacia él, pero el peregrino siguió callado.
Francisco de Ezpeleta, para romper la tensión creada, invitó a todos a salir a la calle y escuchar la palabra del fraile Vicente Ferrer, en una de sus múltiples intervenciones para tratar de atraer a los judíos al cristianismo. En la plaza, la voz majestuosa y los argumentos del dominico valenciano lograron que ciento diez judíos solicitaran la conversión, destacando entre ellos Manasés.

Naturalmente, cuando regresaron todos a casa, todo lo visto y oído fue objeto de nueva y animada conversación. Más que nunca la anciana y el barón estaban pendientes del peregrino, cada vez más triste, tanto que no pasó desapercibido para todos los demás. Le invitaron a hablar, y el joven, entre lloroso y emocionado, se confesó ser un gran pecador. Poco a poco fue contando la historia de la bella hebrea muerta por su padre, el asesinato de su rival y su huida y peregrinar como romero.

Alvarado se abrazó a su madre y todos celebraron el reencuentro.

[Beltrán, José, «Los cien mil peregrinos», en Tradiciones y leyendas..., págs. 105-113.]