lunes, 22 de junio de 2020

254. FUNDACIÓN DEL MONASTERIO DE SAN MARTÍN DE CERCITO


254. FUNDACIÓN DEL MONASTERIO DE SAN MARTÍN DE CERCITO
(SIGLO IX. ACUMUER)

254. FUNDACIÓN DEL MONASTERIO DE SAN MARTÍN DE CERCITO  (SIGLO IX. ACUMUER)


Cuando falleció el conde don Aznar, el mítico héroe de los jacetanos, le sucedió en el gobierno del condado de Aragón su hijo Galindo, quien dedicó su vida entera a la reconquista frente a los moros y a la repoblación del pequeño territorio aragonés. Para llevar a cabo esta segunda e importante tarea, se apoyó en los pequeños y dispersos monasterios existentes que le sirvieron de base y ayuda para la reorganización de la vida en los pequeños valles en los que se asentaban.

Hombre de profundo sentido religioso, es sabido la constante atención que don Galindo dedicó al ya célebre monasterio de San Pedro de Siresa
—ubicado en el valle de Echo y de reconocida fama por su importante biblioteca incluso en al-Andalus—, pero él levantaría su propia obra, que no fue otra que la del monasterio ubicado en Cercito, a orillas del río Aurín, que puso bajo la advocación de san Martín.

Muy aficionado a la caza como era, el conde don Galindo recorría con los suyos una mañana las frondosas riberas del río Aurín tras un escurridizo y atemorizado jabalí, animal dueño y señor de estas tierras quebradas. Para poder andar, tenía que ir cortando con su propia espada el ramaje que casi le impedía el paso y no le dejaba ver. De pronto, con gran sorpresa y admiración suya y de quienes le acompañaban, encontró, oculta entre aquellas espesuras, una pequeña capilla dedicada a san Martín, el gran santo francés, al que tanto habían admirado sus antepasados.

Ante aquel inesperado hallazgo, don Galindo se olvidó por completo del animal al que iba persiguiendo y decidió recorrer con detenimiento todo el valle, acampando incluso en él varios días. Quería estudiar bien el terreno y ver la posibilidad de convertir aquella pequeña capilla en un monasterio capaz de albergar a una comunidad numerosa de frailes, pensando en edificar para ello unas nuevas y más amplias dependencias.

Satisfecho de las observaciones realizadas y viendo viable el proyecto, decidió consultar con el rey en la primera ocasión que se le presentó, de manera que recibió la autorización real para fundar el cenobio, que muy pronto sería habitado por monjes benedictinos.

[Martínez y Herrero, B., Sobrarbe y Aragón..., I, pág. 183.]



253. GARCÍA JIMÉNEZ FUNDA SAN JUAN DE LA PEÑA


253. GARCÍA JIMÉNEZ FUNDA SAN JUAN DE LA PEÑA
(SIGLO VIII. SAN JUAN DE LA PEÑA)

253. GARCÍA JIMÉNEZ FUNDA SAN JUAN DE LA PEÑA  (SIGLO VIII. SAN JUAN DE LA PEÑA)


Un buen día, tras la debacle de la derrota ante los musulmanes, entre los años 716 y 724, unos trescientos guerreros cristianos, mal pertrechados y agotados por la fatiga, se guarecieron en la cueva donde moraban los cenobitas Voto, Félix, Benedicto y Marcelo para ponerse a su amparo y descansar, pues iban huyendo de una nueva incursión bélica de los musulmanes.

Durante un cierto tiempo, mientras reponían sus fuerzas y curaban sus heridas, imploraron la ayuda del cielo, celebrando ayunos, oraciones, vigilias y penitencias. Luego, transcurridos unos días de meditación, siguiendo el sabio consejo de los santos eremitas que les habían acogido y dado cobijo, acordaron hacer frente a los enemigos de los cristianos, a la vez que decidieron organizarse como una auténtica monarquía, tal como era costumbre en la Hispania goda antes de la llegada de los musulmanes y como sabían ocurría al otro lado de los montes Pirineos.

Reunidos todos los hombres y tras celebrar una a modo de asamblea general al amparo de aquella inmensa gruta, decidieron elegir y proclamar como primer rey de Sobrarbe a don García Jiménez, señor de Amezcoa y Abárzuza, quien, una vez investido de la dignidad real, cabalgando al mando de sus trescientos guerreros y cuantos hombres pudo reclutar a lo largo del camino, conquistó por las armas la lejana población de Aínsa, convertida desde entonces en capital del nuevo reino sobrarbense.

Cuando aquella importante gesta acabó, en pleno año del Señor de 732, en agradecimiento a los eremitas que les habían acogido y dado ánimos en momentos tan difíciles, el rey García Jiménez mandó construir en la enorme cueva un monasterio para monjes, al que dotó con la regla cenobítica de san Benito, el monje italiano. Acababa de morir así el anacoretismo y nacer la vida eremítica en común. Había nacido el que pronto se llamaría monasterio de San Juan de la Peña, en cuya abadía, convertida en panteón real, se guardaron los restos mortales de san Juan de Atarés, san Voto, san Félix y san Indalecio, y donde en adelante serían enterrados la mayoría de los reyes de Sobrarbe y luego de Aragón, además de muchos nobles y caballeros del viejo reino.

[La Ripa, Domingo, Defensa histórica..., pág. 59.]

252. VOTO Y FÉLIX, EN SAN JUAN DE LA PEÑA


252. VOTO Y FÉLIX, EN SAN JUAN DE LA PEÑA
(SIGLO VIII. SAN JUAN DE LA PEÑA)

252. VOTO Y FÉLIX, EN SAN JUAN DE LA PEÑA


Los hermanos Voto y Félix provenían de una noble familia hispanogoda y vivían con su padre en la fortaleza construida en uno de los montes pirenaicos donde se congregaron buena parte de los cristianos huidos de Zaragoza tras la invasión árabe. Un buen día el anciano padre los alertó acerca de un grito o quejido que había oído en la Peña Maladeta y de una densa nube negra que rodeaba la cumbre del monte Cóculo, ambos hechos indicadores, según la tradición, de que iba a suceder una gran desgracia.

No tardó mucho tiempo en concretarse aquel augurio porque, en efecto, desde la torre de la fortaleza vislumbraron junto al río Aragón un numeroso ejército de musulmanes, que no tardó en penetrar en las primeras casas. Pronto se trabó una verdadera batalla, de la que salieron victoriosos los árabes, que regresaron con un respetable botín de guerra. Voto y Félix, que resultaron heridos en la refriega, hallaron al pie de la torre el cadáver de su padre.

Poco más o menos un año después, en una tarde de otoño de los primeros años del siglo VIII, Voto salió de caza por los montes. Divisó un ciervo y corrió tras él; éste, en su huida, cayó a un abismo. Voto, con el caballo desenfrenado y creyendo que iba a correr la misma suerte, se encomendó a san Juan Bautista, como le enseñara su padre, y el animal se paró en seco en el mismo borde del precipicio. Después de dar gracias a Dios por haberlo salvado, descendió por la pendiente y halló abajo una cueva, en la que encontró el cadáver de un viejo ermitaño, Juan de Atarés, a quien dio sepultura.

Conmovido su hermano Félix por el relato que le hizo Voto de lo ocurrido, ambos decidieron ceder a los pobres sus cuantiosos bienes y retirarse a la cueva para consagrarse a la oración y la penitencia. Pocos años después se les agregaron, según la tradición, otros dos anacoretas de Zaragoza, Benedicto o Benito y Marcelo. Había nacido la primera comunidad del monasterio de San Juan de la Peña.

[Sánchez Pérez, José A., El Reino de Aragón, págs. 120-122.]