martes, 23 de junio de 2020

305. LAS AVENIDAS DEL EBRO Y DE LA HUERVA


305. LAS AVENIDAS DEL EBRO Y DE LA HUERVA
(SIGLO XIV. MONZALBARBA)

El año 1397 fue un año de muchas nieves y de lluvias abundantes, tanto que las tumultuosas aguas de la Huerva —aparte de anegar las huertas que daban vida a Zaragoza y de derribar un número importante de torres y pequeñas edificaciones— lograron socavar también por los cimientos una buena parte de las sólidas murallas de la ciudad, incluida la puerta llamada Quemada. A causa de estas enormes riadas originadas por río tan pequeño murieron, asimismo, varias personas y animales y buena parte de las cosechas de matar el hambre quedaron arruinadas.

No menos dramáticos y devastadores fueron los efectos del ancho Ebro varias veces desbordado, que se llevó aguas abajo no sólo el puente de barcas de la ciudad, sino también una sólida torre de piedra construida en medio del río, arrasando no sólo huertas y campos, sino también algunos lugares y edificaciones que estaban cercanos a su orilla.

Aguas arriba de Zaragoza, aledaña a la población de Monzalbarba, en la vera misma del Ebro, la piedad de los hombres había levantado una capaz y hermosa ermita en época anterior a la llegada de los moros —la Nuestra Señora de la Antigua, hoy llamada Nuestra Señora de la Sagrada—, que fue un lugar importante de referencia y de encuentro piadoso de los mozárabes zaragozanos durante los muchos siglos que duró la dominación de los musulmanes.

En esta ocasión, la crecida del Ebrofue de tal envergadura que llegó a sobrepasar la altura de la puerta de la ermita de Nuestra Señora de la Antigua, que estaba abierta de par en par, pero sin que ni una sola gota de agua penetrara en su interior. Sin que nadie pudiera explicarse cómo pudo ocurrir, el propio río se constituyó en auténtica muralla, como si se tratara de un sólido dique de contención invisible. Desde ese instante, como empujadas por una enorme fuerza sobrenatural, las aguas comenzaron a descender. Lo que en la ciudad de Zaragoza había sido destrucción y desolación por los efectos devastadores del Ebro y de la Huerva desbordados fue mimo y prodigio en la ermita de la Antigua de Monzalbarba.

[Faci, Roque A., Aragón..., I, págs. 21-22.]

304. LA PALIDEZ DE LA VIRGEN DE SALAS


304. LA PALIDEZ DE LA VIRGEN DE SALAS (SIGLOS XIII-XIV. HUESCA)

En muy contadas ocasiones se tiene la oportunidad de ver reunidas y presidiendo un mismo santuario dos imágenes de la Virgen, cual es el caso de la ermita que acoge a la virgen de Salas y a Nuestra Señora de la Huerta, en las afueras de Huesca. Las dos tallas son hermosas, pero de una de ellas llama poderosamente la atención el color lívido de su rostro, o «la baja color de la tez» de la de Salas, circunstancia sobre la que existen varias interpretaciones, cual es el caso de la siguiente.

En cierta ocasión, la que comenzó siendo una simple y tonta discusión entre dos vecinos de Huesca finalizó en reyerta enconada. Uno de los litigantes, por razones que no vienen al caso, decidió rehuir la pelea, tratando de esconderse en los campos del Almériz, en cuyo término se halla el santuario, hasta que se calmaran los ánimos. No obstante, su contrincante, enterado de dónde estaba salió en su busca.

El joven perseguido —devoto de santa María y ante el temor de ser alcanzado— se refugió en la ermita, pensando que, como lugar sagrado que era, estaría a salvo. Pero el perseguidor, arrogante y preciado de sí mismo, no sólo no respetó el inviolable derecho de asilo, sino que entró en el templo a caballo dispuesto a matar allí mismo a su enemigo.

La virgen de Salas —ante un acto no sólo tan vandálico sino perpetrado además en su presencia— dio un tremendo grito de espanto, apartó de sí al Niño como para salvarle y se quedó completamente lívida, descolorida. Ante aquellos signos de desaprobación por parte de Nuestra Señora, el perseguidor se percató de la infamia que estaba cometiendo y, arrepentido y pesaroso por ello, se lanzó al suelo e hincándose de rodillas pidió perdón a la Virgen por haber perturbado la paz de su santuario.
Pasó el tiempo, y el perseguidor demostró su arrepentimiento de manera sobrada imponiéndose duras penitencias, todo lo cual convenció a la virgen de Salas de su sinceridad, lo que le llevó a atraer de nuevo al Niño hacia sí, aunque jamás recuperó el color sonrosado de su piel, que siguió lívido.

[Datos proporcionados por Teresa Laliena, de Huesca.]

303. UN EPISODIO DE LA GUERRA ALBIGENSE


303. UN EPISODIO DE LA GUERRA ALBIGENSE (SIGLO XIII. AÍNSA)

Pedro II de Aragón acudió al sur de Francia para apoyar a sus súbditos albigenses, oponiéndosele Simón de Monfort, como es bien conocido. La guerra causó abundantes bajas entre los contendientes de uno y otro lado. En las filas aragonesasse contaba el hijo del barón Artal de Mur y Puymorca, que esperaba temeroso por la suerte que pudiera correr su primogénito.

Mientras esto sucedía, salió un día don Artal de caza para distraer su espera angustiada, cuando descubrió una jabalina a la que acorraló en una oquedad. La muerte del animal era segura. Pero cuando estaba a punto de disparar, el cazador oyó con sorpresa cómo se le dirigía la fiera, diciéndole:
«Si no me matas, te recompensaré». Ante hecho tan sorprendente, el barón abandonó la pieza y, sin poder disimular su asombro, decidió regresar a su casa, donde narró lo ocurrido.

Aquella noche, después de cenar, adormilado don Artal junto al hogar, vio atónito cómo de uno de los troncos surgía y tomaba cuerpo una figura humana. Se trataba de Satanás que acudía a cumplir la palabra dada por la mañana, pues la jabalina indultada no era otra que el propio diablo. Así fue cómo le contó que su hijo estaba a salvo y que no temiera por su vida, puesto que lo había tomado bajo su protección. Además, cogiendo un tizón con sus manos lo convirtió en un lingote de oro y se lo ofreció al barón. Luego desapareció.
A la mañana siguiente, la baronesa contó a su marido que había soñado que se le apareció la Virgen, quien le manifestó su deseo de que se le erigiera allí una ermita. Por su parte, don Artal refirió a su esposa lo sucedido junto al hogar.

El barón, hombre práctico y agradecido, propuso a su mujer la construcción de la capilla que pagarían con el dinero que les proporcionaría el lingote de oro, pero con la condición de que un día al año se oficiara en la nueva capilla una misa por el diablo.

El viejo sacerdote de Aínsa puso el grito en el cielo ante propuesta tan descabellada, pero accedió al final cuando el barón le dijo que la misa se ofrecería por la conversión del diablo. Desde entonces, pues, una vez al año es costumbre celebrar en Aínsa una misa por el diablo.

[Domínguez, Juan, «La misa por el diablo», en Aragón Legendario, II, págs.17-18.]