martes, 23 de junio de 2020

311. LOS CORPORALES DE FRAGA


311. LOS CORPORALES DE FRAGA (SIGLO XV. FRAGA)

Nos hallamos en un día del año 1460. En Fraga, los frailes predicadores de San Agustín tienen abierta casa. Están llevando allí a cabo una importante tarea evangelizadora, sobre todo entre la población judía, aunque bien es verdad que muchas de las conversiones que se producen lo son un tanto forzadas por las circunstancias extra religiosas, pues la monarquía de Alfonso V el Magnánimo y de la reina María favorecía esta política.

En ese día, en la iglesia conventual de los Agustinos se ha declarado un voraz incendio y, aunque las llamas no la han destruido por completo, sí ha ardido totalmente el hermoso retablo mayor, incluido el Sagrario que lo presidía.

En pocas horas, todo es ceniza: las maderas y los ropajes, los cantorales y los lienzos. Sin embargo, las propias llamas transportan por el aire, cercana al techo, la hostia consagrada que ocultaba el Sagrario en el momento del incendio: la depositan bajo un candelabro donde al cabo del rato volvió a su estado natural. También vuelan los corporales, completamente intactos, como llevados por ángeles, yendo a pegarse en las piedras de la crucería de la capilla mayor. De allí los recogerán con artificio unos frailes. También ha quedado milagrosamente indemne una imagen de Nuestra Señora.

El prodigioso hecho fue conocido rápidamente en todos los rincones del Reino y, desde luego, no había podido suceder en un momento más oportuno, cuando los herejes e infieles dudaban más que nunca. La palabra ilustrada de los frailes predicadores hizo el resto y les convenció no sólo a quienes negaban la veneración a las sagradas imágenes, sino también la real presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento del altar. Allí mismo, aquel día aciago, acababa de darse una prueba palpable de ello.

Ferrer de Lanuza, el que fuera Justicia de Aragón, gobernador por aquel entonces de Fraga, por orden de la reina María mandó rehacer el retablo para reponerlo en su sitio y dar a conocer al mundo pruebas testimoniales de la verdadera fe.

[Blasco de Lanuza, V., Historias eclesiásticas y seculares de Aragón, I, lib. 5, cap. 30. Faci, Roque A., Aragón..., I, págs. 14-15.]

310. LA ABSOLUCIÓN DE LOPE FERNÁNDEZ DE LUNA


310. LA ABSOLUCIÓN DE LOPE FERNÁNDEZ DE LUNA (SIGLO XIV. VILLARROYA DE LA SIERRA)

Don Lope Fernández de Luna, nombrado arzobispo de Zaragoza en 1352, era un genuino representante de la casa de los Luna, influyente familia dentro del contexto del reino de Aragón e incluso fuera de él.

Al nuevo arzobispo zaragozano le vemos interviniendo, en un momento u otro, en los principales asuntos públicos: trata sobre la paz y la guerra, sobre leyes y sobre embajadas...

Con motivo de la cruel «guerra de los dos Pedros» —el de Aragón y el de Castilla—, de tan nefastos resultados para los aragoneses, a Lope Fernández de Luna se le encomendó, en calidad de capitán general, la defensa de las fronteras comunes entre Castilla y Aragón, para lo cual dividió y distribuyó las fuerzas y fortificó la ciudad de Calatayud, así como varias plazas ubicadas en estos confines.

En medio de tales afanes, se le ocurrió visitar la imagen de Nuestra Señora de Villarroya. Despachó por delante a sus criados, mientras él cabalgaba detrás junto con un capellán amigo. Iban ambos hablando y rezando cuando, desde un pinar cercano, les llegó una voz lastimera y quejumbrosa. Desmontaron de sus cabalgaduras, las ataron y se internaron entre los pinos en dirección a los lamentos.

Sorprendidos, en un claro del pinar, vieron la cabeza de un hombre que estaba separada de su cuerpo. La cabeza, volviendo los ojos hacia don Lope, le dijo a éste: «Arzobispo, confesión». Aunque un tanto confundido, el religioso confesó a aquel penitente, y, cuando hubo acabado, continuó diciendo que «la causa de haberle favorecido el cielo con el confesor que pedía había sido por la devoción que siempre tuvo a san Miguel, al cual se había encomendado cuando una cuadrilla de castellanos le habían herido de tal suerte, conservando milagrosamente la vida en la cabeza, y que el santo le había ofrecido su asistencia hasta que se confesase». Dicho esto, expiró.

El arzobispo, confundido por el prodigio que acababa de vivir, mandó sepultar el cadáver y, años después, cuando la guerra llegó a su fin, comenzó a edificar la capilla que lo conmemoraría para siempre.

[García Ciprés, G., «Ricos hombres de Aragón. Los Luna», Linajes de Aragón, II
(1911), 245-246.]

309. EL AGUA TRANSFORMADA EN SANGRE


309. EL AGUA TRANSFORMADA EN SANGRE (SIGLO XIV. CIMBALLA)

En el reino de Aragón, como ocurriera en el resto de los territorios peninsulares, se estaba debatiendo la supremacía de las tres religiones que convivían en su solar: la cristiana (amparada en el dominio militar y político de los estados cristianos), la judaica (minoritaria, pero muy cohesionada) y la islámica (en franco retroceso, a tenor de los fracasos militares cosechados a partir del siglo XIII).

En el último tercio del siglo XIV, asistimos a un proceso de evangelización masiva por parte de los frailes dominicos y franciscanos fundamentalmente —basta recordar a Vicente Ferrer, por ejemplo—, tratando de convertir al cristianismo a musulmanes y judíos. Es la época de los grandes portentos —milagros para otros—, la de los Corporales de Aguaviva, Montearagón, Andorra, Fraga, etc., que son utilizados como signos de propaganda.

En este clima de religiosidad exacerbada, tuvo lugar en el pueblecito de Cimballa, sito en la Comunidad de Calatayud, un hecho portentoso, que fue aprovechado convenientemente por las autoridades laicas y religiosas para tratar de vencer la obstinación de los herejes.

Una mañana, tras clarear el día, un clérigo de Cimballa estaba celebrando misa. Era una jornada de labor y los asistentes no eran muchos, pues el campo requería brazos. La iglesia estaba envuelta en la penumbra, apenas rota por dos velas encendidas. El ambiente era de recogimiento. Al acabar de consagrar, dudó el sacerdote si estaba allí real y verdaderamente Cristo. Al instante, el agua que contenía el cáliz se convirtió en auténtica sangre.

Los asistentes a tan prodigioso hecho hicieron correr a los cuatro vientos la voz de lo acontecido, y Cimballa se convirtió rápidamente en lugar de peregrinación. El clamor fue tanto que llegó hasta la Corte misma, y el rey Martín, benefactor del monasterio de Piedra, ordenó, en 1398, que se trasladara allí la sangre del milagro, no sólo para que pudiera ser mejor custodiada, sino también para fortalecer la creciente fama del cenobio.

[Blasco de Lanuza, V., Historias eclesiásticas y seculares de Aragón, I, lib. 4, cap. 20. Faci, Roque A., Aragón..., I, págs. 11-12.]