domingo, 28 de junio de 2020

332. EL MIEDO A LA PESTE, Adahuesca


8.2. PLAGAS Y EPIDEMIAS

332. EL MIEDO A LA PESTE (SIGLO XIV. ADAHUESCA)

En tiempos remotos, en la sierra de Sevil, se levantaban las viviendas de adobe y piedra de un pequeño núcleo de población, cuyos escasos habitantes vivían de la agricultura, de la explotación del monte y de la ganadería. Se le conocía como Lascasas de Sevil.

Un mal día del siglo XIV, llegó un hombre guiando un viejo jumento cargado con cuatro grandes espuertas repletas de cacharrería, telas y objetos de vidrio, pero apenas pudo descargar la mercancía, puesto que cayó como fulminado al suelo, entre contorsiones de inmenso dolor. Llevado a la casucha que hacía las funciones de hospital y descubrirle el cuerpo para indagar cuál pudiera ser la causa de su padecimiento, vieron que estaba afectado de peste bubónica.

La alarma por lo sucedido cundió con celeridad, pero casi más veloz que la noticia fue la enfermedad misma en su propagación, de modo que el pueblo entero fue apestado en poco tiempo, falleciendo todos sus habitantes con la excepción de dos mujeres.

Aquel núcleo de población quedó despoblado y borrado del mapa para siempre, y las dos mujeres, en su huida precipitada, fueron buscando ayuda por todas las aldeas del contorno, pero en ninguna de ellas la hallaron, siendo tratadas por dondequiera que fueran como auténticas apestadas. Por fin, acabaron hallando auxilio y comprensión en Adahuesca.

Ambas mujeres, únicas supervivientes de Lascasas de Sevil, agradecidas a los vecinos de Adahuesca, les donaron toda la Sierra de Sevil, aunque con la condición de que, cuando murieran, fueran enterradas en la encrucijada de caminos de los pueblos de Adahuesca, Abiego y Alberuela de Laliena, lugar que recibe el nombre de «Crucelos».

[Datos proporcionados por Marcos Altemir. Colegio «Sancho Ramírez». Huesca.]
[Cada 20 de mayo, se acude a la tumba de ambas mujeres y se levanta una pequeña torre de piedras, adornándola con flores. Tras el responso, el sacerdote echa una piedrecilla al montón y, tras él, todos los asistentes hacen lo mismo. También es costumbre repartir unas pequeñas tortas de maízentre los asistentes.]

martes, 23 de junio de 2020

331. EL ESCUDO DE ARMAS DEL JUSTICIA DE ARAGÓN


331. EL ESCUDO DE ARMAS DEL JUSTICIA DE ARAGÓN
(SIGLO XV. ZARAGOZA)

A finales de septiembre del año 1394, después de fallecer el papa Clemente, los cardenales reunidos en la ciudad de Avignon eligieron como sucesor de san Pedro al aragonés don Pedro Martínez de Luna, un miembro destacado de la familia Luna, que se hizo llamar Benedicto XIII.

De todos son conocidos los problemas que este nombramiento acarreó en toda la Europa occidental, lo que motivó que —ante la oposición enérgica y violenta del rey de Francia que apoyaba a otro candidato— don Pedro comenzara una dolorosa peregrinación que le condujo a Génova (donde estuvo acompañado por su confesor, el fraile valenciano Vicente Ferrer), a Saona, a Perpignan y, por último, a Zaragoza, donde llegaba con toda su corte en 1411 y era recibido con el mayor regocijo y enormes muestras de cariño.

Coincidió su presencia en Zaragoza con la conmemoración de la Navidad y asistió aquella noche Benedicto XIII a los maitines, que se celebraron de manera solemne en una basílica llena de fieles. Llegado el momento preciso, dirigiéndose al Justicia de Aragón —en aquel momento lo era don Juan Ximénez Cerdán, que estaba presente en la ceremonia religiosa— le invitó a que cantara la lección quinta, la llamada imperial, rogándole que lo hiciera manteniendo su espada desnuda, con la mano derecha, y levantadas ambas hacia el techo.

Mientras el justicia de Aragón, todavía sorprendido por lo que estaba sucediendo ante tan gran concurrencia, cantaba y mantenía la espada tal como le dijera Benedicto XIII. En aquel momento, éste se dirigió hacia los fieles allí congregados y les dijo que lo mandaba hacer así «por ser este magistrado fénix del mundo, a quien era debido el mayor honor y respeto».
Desde aquel señalado día, por deseo del controvertido papa aragonés Benedicto XIII, el brazo armado con la espada desnuda y levantados ambos hacia el cielo serían los símbolos representativos del justicia de Aragón.

[García Ciprés, G., «Ricos hombres de Aragón. D. Pedro Martínez de Luna (el “antipapa”)», en Linajes de Aragón, II (1911), 184-185.]

330. ALFONSO V INTERVIENE EN LA LUCHA DE LOS MARCILLA Y LOS MUÑOZ

330. ALFONSO V INTERVIENE EN LA LUCHA DE LOS MARCILLA Y LOS MUÑOZ (SIGLO XV. TERUEL)

Desde que el Jueves Santo de 1325 saltara la primera chispa entre las familias Marcilla y Muñoz, Teruel no conoció tregua, pues la ciudad estaba en realidad dividida entre los partidarios de una u otra, lo cual afectó a la vida diaria de los turolenses. En muchas ocasiones, se vio obligada a intervenir no sólo la justicia local, sino también la real y, a lo largo del tiempo, muchas fueron las vidas que acabaron segadas como consecuencia de la aplicación de una u otra justicia.

Un siglo más tarde, en 1427, el rey de Aragón Alfonso V había convocado Cortes en Teruel, de modo que la ciudad se aprestó a recibir a todos los representantes de los distintos brazos. Ni siquiera entonces hubo calma entre las familias Muñoz y Marcilla, que protagonizaron un grave incidente en Cella, cuando el propio rey estaba ya en Teruel.

El día 5 de diciembre, Alfonso V se personó en la sala donde se celebraba el juicio dispuesto a imponer su autoridad, pero el juez turolense, Francisco de Villanueva, suspendió el juicio, considerando que la presencia del monarca era un auténtico contrafuero. Todo fue en vano. Alfonso V se encolerizó y, ante el asombro de todos, mandó decapitar al juez.

El pavor se enseñoreó de la ciudad de Teruel, pero el rey parecía estar dispuesto absolutamente a terminar con tan peculiar y estéril lucha familiar. De modo que, además, sin tener en cuenta lo que el fuero disponía a este respecto, nombró a Martín de Orihuela para lo que restaba de año, aunque, en realidad, en adelante siguió nombrando a la máxima autoridad turolense, interrumpiéndose así la secular manera de elegir juez por los propios turolenses, según su propio fuero.

Inevitablemente, el cargo tenía que recaer en un turolense que, cómo no, estaría más o menos vinculado a alguna de las dos familias en pugna. Así sucedió, siendo nombrados sucesivamente varios jueces de entre la familia de los Marcilla. La realidad es que Teruel pagó con el recorte de sus libertades y con la intervención real su secular encono.

[Atrián, Miguel, «La mancha de sangre», en Revista del Turia, 30 (1882), 381.]