(SIGLO XIV. FAYÓN)
Hacía un frío helador, cortante, y era de noche. Nadie salía de su casa y las calles de Fayón estaban totalmente desiertas. No obstante, quienes vivían en los aledaños de una de las entradas al pueblo pudieron oír acercarse, andando muy lentamente, una vieja y achacosa cabalgadura sobre la que destacaba la silueta encorvada de un jinete.
La mula camina cansinamente y, de cuando en cuando, se para. Se encuentra al límite de sus fuerzas. Al pasar por la calle del Arrabal, el animal resbala, se golpea la testa contra una roca y muere en el acto. Entre el ruido de la caída y los gritos del jinete, los vecinos cercanos se despiertan y salen a la calle.
Una de las familias, la del tío Quelo, movida por la caridad, recoge al lacerado viajero y lo lleva a su domicilio. Lo conducen a la cama de la alcoba del fondo y, entre los lamentos del herido, le quitan la capa que cubre su cuerpo. Cuando queda en mangas de camisa, descubren con auténtico horror que el forastero tiene lepra.
La familia entera discute qué hacer. Sus componentes pugnan entre entregarlo a las autoridades o callar. Si no lo entregan, temen ser causantes de la propagación de la enfermedad en el pueblo; si lo entregan, el enfermo morirá casi seguro.
Deciden al fin callar y, confiados en la fe que le profesan, se encomiendan a san Sebastián, patrono del pueblo. Le prometen que, si no se contagian, todos los años para su festividad amasarán tortas y, tras bendecirlas, serán repartidas entre sus convecinos.
El milagro se hizo, pues, pasado un cierto tiempo, el jinete no sólo se repuso de las heridas que la caída le había producido, sino que la terrible lepra desapareció de su cuerpo.
Naturalmente la familia del tío Quelocumplió su promesa.
[Aldea Gimeno, Santiago, «Cuentos...», CEC, VII (1982), 62-63.]
[Es cierto que todos los años, para la festividad de san Sebastián, es costumbre amasar tortas, bendecirlas y repartirlas en la plaza.]
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