domingo, 28 de junio de 2020

351. EL CAUTIVO DE LOS GRIEGOS


351. EL CAUTIVO DE LOS GRIEGOS (SIGLO XIII. ZARAGOZA)

En los primeros años del siglo XIII, se hallaba cautivo en Constantinopla un aragonés, natural de Zaragoza, cuya única esperanza de liberación era la virgen María, a la que imploraba constantemente. Todos los días oraba en los fosos de las murallas de la ciudad, para acabar llorando siempre su desventura. 

Una mañana, durante su paseo, vio en el suelo una tablasemioculta. Picado por la curiosidad, removió la tierra y vio que era la cubierta de una arqueta. Asegurándose de que no era observado por nadie, la extrajo del hoyo y levantó la tapa. En su interior, perfectamente conservada, halló una preciosa talla de la Virgen, quizás escondida en el siglo VIII, en tiempos de León Isaurio, el emperador iconoclasta.

Tras pensar qué hacer con el hallazgo y mientras buscaba una solución definitiva, decidió dejar la arqueta con la imagen en el mismo lugar donde la encontrara, procurando que no se viera absolutamente nada.

Pasados unos días, se decidió a hablar con un mercader latino que negociaba en la ciudad, rogándole que fuera depositario de la imagen hasta que él lograra la libertady pudiera llevarla a Zaragoza. Así se hizo, pero al poco tiempo el mercader —fiel devoto de María y enamorado de la imagen— le comunicó que le había sido robada, cosa que, aun siendo mentira, creyó el cautivo, que se sintió desdichado por lo sucedido.

Sin embargo, era tal el fervor del cautivo que una noche, tras orar a la Virgen y quedarse dormido, despertó plácidamente. A su lado estaba la imagen, era de día y realmente estaba libre en el puerto de Ragusa, donde buscó y halló una nave que le llevara a Barcelona, desde donde partió hacia Montserrat. En este santuario, su adorada imagen desapareció de la arqueta, pero, como le dijo el monje que le consolara, se trataba sin duda de algo pasajero: la imagen volvería con él cuando saliera de aquel convento, como así fue, pues al llegar a Igualada la arqueta comenzó a adquirir más peso y la Virgen retornó a su lecho.

Llegó por fin a Zaragoza el ex-cautivo y, tras narrar las peripecias de su cautiverio y de cuanto le aconteciera en torno a la imagen, la entregó a los religiosos de San Francisco, en cuyo convento fue adorada bajo el nombre de Nuestra Señora de los Ángeles.

[Faci, Roque A., Aragón..., I, págs. 26-28.]

350. SANTA ISABEL HIZO DE MONEDAS ROSAS


350. SANTA ISABEL HIZO DE MONEDAS ROSAS (SIGLO XIII. BELEM)

De todos es conocido cómo salió del zaragozano y hermoso palacio de la Aljafería la infanta aragonesa doña Isabel para convertirse en reina de Portugal, pues allí se casó con el monarca luso don Dionis. También es sobradamente sabido por todos cómo soportó con resignación los numerosos deslices de su esposo y, asimismo, es proverbial su entrega a los menesterosos y a los enfermos. Su edificante vida acabó llevándola a los altares, y hoy se le reconoce entre los demás santos por unas rosas que esconde en su halda. La siguiente es la historia legendaria de esas rosas.

La reina Isabel de Portugal, hija de Pedro III de Aragón, dedicó parte de su actividad a la atención del prójimo, dando a los pobres y desamparados cuanto de valor podía convertirse en ayuda, lo cual solía disgustar al rey don Dionis, su marido. Así es que se veía obligada a disimular sus actividades caritativas hasta donde le era posible.

Un día de pleno invierno, cuando salía doña Isabel de palacio para intentar socorrer unas necesidades de las que tuvo conocimiento, se tropezó con don Dionis, que receloso estaba al acecho. En lugar de llevar en un monedero las monedas que intentaba repartir entre los pobres, lo cual hubiera sido muy ostensible, las llevaba escondidas la reina en su halda. El monarca le preguntó adónde iba y qué escondía en el halda, contestando Isabel que eran flores y que las llevaba al altar del oratorio para adornarlo. No creyó don Dionis en la contestación recibida, máxime cuando era invierno y en los jardines de palacio no habían nacido todavía las flores. Así es que dudó de ella y le afeó su conducta por tratar de mentirle.

Doña Isabel, muy dolorida por las palabras y la actitud del rey, mantuvo con firmeza que eran flores, confiando en que sería creída. Pero don Dionis, lleno de ira por el engaño que estimaba le estaba haciendo objeto su mujer, le dio un manotazo al halda y el suelo de la estancia se cubrió de enormes rosas fragantes, como si estuvieran recién cortadas. El rey le pidió perdón, pero en su interior siguió germinando la duda.

[Azagra, Víctor, Cosas nuevas de la Zaragoza vieja, I, págs. 40-41.]

349. EMBAJADA DE PEDRO MARTÍNEZ DE BOLEA A CASTILLA


8.4. ARAGONESES ALLENDE LAS FRONTERAS

349. EMBAJADA DE PEDRO MARTÍNEZ DE BOLEA A CASTILLA
(SIGLO XIII. CALATAYUD)

Los reyes de Francia y Nápoles habían convencido a Sancho IV, rey de Castilla, para que atacara Aragón. Advertido don Pedro Martínez de Bolea, camarero real aragonés, de las intenciones de los castellanos, y viendo que un ejército como el que se estaba armando bien podía arrasar el reino de Aragón, se decidió a actuar por su cuenta para tratar de impedir la guerra.

Tras convencerle de que se debían hacer gestiones para intentar persuadir al rey castellano, embajadapara la que él se prestaba, solicitó a su rey, Pedro III de Aragón, un salvoconducto para ir a Castilla a entrevistarse con Sancho IV. Lo que no le dijo fue la trama que urdía.

Partió Pedro Martínez de Bolea hacia tierras enemigas, sorteando cuantos problemas le fueron surgiendo, hasta llegar ante Sancho IV.
Consiguió 
que éste le recibiera en audiencia cuando a punto estaba de dar la orden de invadir Aragón. El rey castellano se asombró de la embajada y, quizás por la misma sorpresa que le causaba, escuchó atentamente la propuesta del embajador aragonés. Pedro Martínez de Bolea, en nombre de su rey, ofreció al castellano la ciudad de Calatayud si la guerra no daba comienzo, y logró convencerle argumentando que el derramamiento de sangre que se preveía era inútil y cruel. Lo cierto es que no hubo guerra.

De regreso a Aragón, pensaba don Pedro cómo explicaría a su rey el trato imposible que había cerrado sin su conocimiento ni consentimiento. Pedro III se alegró de ver a su vasallo y mayor fue su satisfacción al saber que había librado a su pueblo de una derrota segura. Pero al conocer en detalle el trato acordado temió realmente por la vida de su camarero real y se sumió en una profunda tristeza.

En efecto, la vida de Pedro Martínez de Bolea se puso en juego cuando regresó de nuevo a Castilla dispuesto a pagar con su vida la deuda que había contraído, puesto que le había ofrecido la ciudad de Calatayud sin que su propio rey lo supiera ni autorizara. Pero, viendo el rey Sancho IV cuánto era el valor y cuánta la sabiduría de aquel hombre, que había evitado el derramamiento de sangre, en lugar de darle muerte, lo alabó por tan loable y noble comportamiento, dejándole volver libremente a Aragón.

[Gella, José, Romancero Aragonés, págs. 114-115.]