domingo, 28 de junio de 2020

357. EL ENVENENAMIENTO DE BENEDICTO XIII


357. EL ENVENENAMIENTO DE BENEDICTO XIII (SIGLO XV. PEÑÍSCOLA)

Nos hallamos en pleno Cisma de Occidente, cuando los distintos Estados europeos toman partido por uno u otro de los papas existentes, entre ellos el aragonés don Pedro de Luna, conocido como Benedicto XIII. El problema no sólo afectaba a la Iglesia como institución o a las distintas cancillerías, sino que estaba entre la gente sencilla, que discutía, apoyando o vilipendiando a su favorito o su antipapa, según los casos.

Dentro de este clima de crispación generalizada, nos adentramos en una calle de la Florencia medieval, donde se levanta una sórdida y lóbrega cárcel, abarrotada de rufianes y desheredados, entre los que se encuentra una mujer acusada de bruja, hechicera y vidente.

La bruja llevaba varios días pegada a la ventana que daba a la calle intentando divisar a algún clérigo que fuera de la obediencia de Benedicto XIII, pero su espera se había prolongado en demasía para la urgencia del caso, puesto que deseaba transmitirles un importante mensaje.

Por fin, una mañana, por las voces que le llegaban de la calle, supuso que quienes pasaban eran aragoneses, y les llamó la atención con sus gritos. Cuando se aproximaron, agarrada a los barrotes de la mazmorra y con la cabeza metida entre ellos para procurar que no pudiera ser oída desde dentro, les dijo: «Daos prisa, corred a Peñíscola y avisad a Benedicto que por muchas precauciones que tome será envenenado por un servidor íntimo natural de su nación». Los asustados y asombrados viandantes que, en efecto, eran aragoneses, creyeron hallarse ante a los delirios de una loca, e hicieron caso omiso de su vaticinio, aunque eran ciertamente partidarios del papa aragonés.

Lo que si es rigurosamente cierto es que al Papa Luna —en una calurosa tarde del mes de julio de 1418, en su retiro del castillo-fortaleza de Peñíscola— le fueron ofrecidos unos deliciosos dulces de mermelada y miel, acompañados de vino. Comió algunos y pronto se sintió gravemente indispuesto, con continuos vómitos que, en definitiva, le salvaron la vida, pues le permitieron expulsar el arsénico que, en forma de polvos, alguien había mezclado con las golosinas.

[Simó Castillo, Juan B., Pedro de Luna, el papa de Peñíscola, págs. 163-164.]

356. LA TOZUDEZ DE BENEDICTO XIII


356. LA TOZUDEZ DE BENEDICTO XIII (SIGLO XV. PEÑÍSCOLA)

Discurría el año 1415 y el aragonés don Pedro Martínez de Luna, es decir, el papa Benedicto XIII se hallaba en la ciudad de Perpignan donde fueron a reunirse con él el rey Fernando I de Aragón, el emperador Segismundo, los embajadores del Concilio y los representantes de casi todos los príncipes cristianos. El objetivo que llevaban era único: intentar poner fin al cisma pontificio que tenía divididos a todos los Estados de occidente. Benedicto XIII, al que se le pedía su renuncia, en un largo discurso de seis horas, expuso sus tesis en defensa de sus derechos a ser Papa, de modo que no pudieron arrancarle la dimisión que todos esperaban.

Para buscar el sosiego del que tan necesitado estaba, se trasladó el Papa Luna a la población de Colliure donde a los pocos días se vio obligado a recibir una segunda embajada semejante, con idéntica pretensión y con los mismos resultados negativos.

Muy inquieto ya por el desarrollo de los acontecimientos, Benedicto XIII determinó por fin poner rumbo al castillo fortaleza de Peñíscola, donde recibió un tercero e idéntico mensaje que obtuvo, una vez más, su negativa tajante, demostrando su ánimo, tan inquebrantable y firme como la roca misma que sostenía el castillo de su retiro.

Fue en este último escenario y dentro de ese ambiente tan cargado y enrarecido cuando, al parecer —para reafirmar todavía más su decidida negativa a renunciar a los que creía legítimos derechos para ser papa—, dijo:
«Estoy en mis trece».

La frase, tan corriente hoy entre nosotros para demostrar nuestra pertinacia sobre alguna cosa, tenía en boca de don Pedro Martínez de Luna el sentido de que reclamaba para sí el décimotercer lugar entre los pontífices llamados Benedicto. A pesar de todo, el 6 de enero de 1416 el rey de Aragón, hasta entonces su aliado, le abandonaba a su suerte. Comenzaba para el Papa Luna el comienzo del fin.

[García Ciprés, G., Ricos hombres de Aragón. D. Pedro Martínez de Luna (el «antipapa»), «Linajes de Aragón», II (1911), 186.]

355. EL MAR RECONOCE A PEDRO DE LUNA COMO PAPA


355. EL MAR RECONOCE A PEDRO DE LUNA COMO PAPA (SIGLO XV. PEÑÍSCOLA)

El aragonés don Pedro de Luna era en aquellos momentos todavía Benedicto XIII, pero se había iniciado ya el principio del fin, cuando el mundo le había comenzado a volver la espalda. Estamos en 1415. Tras recibir a varias embajadas encabezadas por el propio Emperador, en las que el rey de Aragón, don Fernando I de Antequera, también participaba solicitando su renuncia al papado, don Pedro siguió terne (en sus trece) en su decisión agravando con ello el conflicto.

Estando en Colliure, donde recibió a los últimos embajadores, y presionado por el desarrollo de los acontecimientos, decidió apartarse a meditar en medio de la soledad y la calma del castillo de Peñíscola. Preparó en poco tiempo el viaje y se embarcó en la pequeña localidad francesa.

No es normal que el mar Mediterráneo presente ribetes bravíos, pero en esta ocasión, cuando el barco de Benedicto XIII había zarpado, se desencadenó una auténtica tempestad. Las olas eran de tamaño oceánico de modo que la nave de don Pedro de Luna desaparecía por momentos. Todo el mundo creyó llegado su último suspiro, de manera que —arrodillados en la bodega, puesto que en la cubierta se corría el riesgo de ser barridos por las enormes olas— los acompañantes pontificios imploraban a Dios.

Don Pedro de Luna, el Papa del Mar como se le denominó en alguna ocasión, desafió la tempestad y se encaminó a la proa de la embarcación. Arrodillado, mirando al cielo, solicitó la salvación para él y para los suyos si la Providencia le reconocía como verdadero vicario de Cristo, de manera que si no era así deseaba y solicitaba que la tempestad hundiera su nave.

Lo cierto es que la tempestuosa tormenta amainó casi en el acto y el mar quedó en absoluto reposo, aunque el cielo seguía enviando una auténtica cortina de agua. El pontífice, dirigiéndose a los suyos, que no daban crédito al portento, les gritó: «¡Proa al sur! ¡Vamos a Peñíscola!».
Aquella prueba divina, en la que el mar representó papel tan decisivo, le reafirmó en su idea de no renunciar a la dignidad pontificia. Peñíscola era el lugar perfecto para la resistencia ante los hombres.

[Simó Castillo, Juan B., Pedro de Luna, el papa de Peñíscola, pág. 161.]