domingo, 28 de junio de 2020

CAPÍTULO XVII.


CAPÍTULO XVII.

Del estado de las cosas de España después de muertos Mandonio e Indíbil; y de Belistágenes, príncipe de los ilergetes.

La muerte de Mandonio e Indíbil y el castigo de sus ilergetes sosegaron de tal manera a España, que pasaron más de cuatro años después que no hubo en ella ningún movimiento; y así no queda que escribir de estos tiempos. Solo diré, según se infiere de los autores, que era ya diferente el gobierno romano de esos tiempos, de lo que en tiempo de los Scipiones: ya aquella mansedumbre de ellos se era trocada en rigor, y la liberalidad en codicia, y todo su pensamiento juntar oro y plata para llevarlo a Roma y meterlo en el erario público, y enriquecerse los capitanes y soldados que acá residían: y según se saca de Tito Livio y otros autores, es increible la cantidad de marcos de plata y oro que pasaron a Roma; y refiere Polibio, de quien lo tomó fray Juan de Lapuente, que solas las minas de Cartagena daban a los romanos cosa de tres mil escudos cada día; y toda aquella abundancia de oro y plata que había en ellas, de que hablamos al principio, no era bastante a saciar los ánimos de los romanos, cuyas Indias era España. Por esta codicia y otros muchos agravios que cada día recibían los naturales, no pudo perseverar muchos años el sosiego en que quedó después de muertos Mandonio e Indíbil. Levantábase ya una parte de España, ya otra, así que siempre habían de estar los romanos con las armas en las manos; y hubo muchas batallas campales, en que murieron muchos millares de los unos y de los otros. Pareció al senado romano, que esta provincia de la España Citerior, que comprendía Cataluña y Aragón, Valencia y mucha parte de Castilla, que había sido hasta ahora pretoria, por haberse gobernado por pretores, fuese consular y se gobernase por cónsules, cuya autoridad y poder eran mayores. Enviaron a ella con poderosa armada a Marco Porcio Caton, a quien después llamaron el Censorino, por haber sido censoren Roma que era cargo de grande importancia y preeminencia, y haberle gobernado con grande integridad, así como los demás oficios que tuvo de aquella república. Llegado en los mares de Cataluña, dio sobre el castillo y villa de Rosas, donde se habían fortificado unos catalanes (se les conocía por la barretina y el espetec en la boca), y no se le querían rendir y habían tomado las armas; y después de haberles dado combate, se rindieron, y quedó aquella plazapor el senado romano, y Caton (a partir de ahora pondré Catón) puso en ella guarnición de soldados romanos (que ya hablaban catalán, por supuesto, era imprescindible para opositar a la plaza).
De aquí pasó con todo su ejército a la ciudad de Empurias, que estaba dividida en dos cuarteles o partes: la que miraba a la mar, habitaban griegos y marselleses que habían quedado de aquellos pobladores que vinieron a España; la otra parte habitaban españoles, y había un fuerte muro que dividía los unos de los otros, y solo había una puerta de la una parte de la ciudad a la otra. Los griegos eran gente que vivían de la mercancía y eran amigos de todos; y luego que llegó Marco Porcio Catón, le abrieron las puertas y se declararon amigos del pueblo romano: pero los españoles, que estaban a la otra parte de la ciudad, le cerraron las puertas y se hicieron fuertes en su ciudad, declarándose enemigos del pueblo romano. Corrió la gente de Catón el campo, talando y quemando todo cuanto halló, y asurado de los vecinos y desviado el socorro que les podía venir, puso con su gente cerco a la ciudad.
Cuando pasaba esto, aunque todas aquellas comarcas vecinas de Empurias estaban quietas y no había nadie que se osase mover, por temor del ejército vecino; dentro de Cataluña (ya tenían estelada entonces) y a las partes de los pueblos ilergetesestaban más alborotados (abalotats) que cuando vivían Mandonio e Indíbil, y todas aquellas gentes querían que alguno de los más principales de aquellas regiones se levantara, y todos juntos hicieran guerra a los romanos y los echaran de la tierra. Era príncipe o rey de los ilergetes un caballero a quien Livio llama Belistágenes (bellum, bélico : guerrero, guerra, etc.), y a lo que conjeturo, había heredado los estados de Mandonio e Indíbil, o estaría casado con alguna de las hijas de éste. Este caballero, escarmentado de las desdichas que habían acontecido años atrás a los señores ilergetes, y que por una victoria que ellos tuvieran, los romanos las tuvieron sin número, y era escupir al cielo, pues, a la postre, todo redundaba en daño y destrucción de los mismos españoles; aunque sus vecinos se habían declarado ya contra Roma, él estaba a la mira de todo. Enojáronse los vecinos y le amenazaron que, si no seguía su opinión, volverían la guerra contra él y su tierra y la talarían, pues más estimaba ser amigo de los romanos, que valer a sus paisanos. Estas amenazas le turbaron algún tanto, y más viéndose sin fuerzas para poder resistirles, si era que volviesen la guerra contra él. Para remediar estos peligros, envió a un hijo suyo con otros dos embajadores a Catón, lamentándose que por no haber ellos querido seguir en el levantamiento contra los romanos a los otros sus vecinos, ahora ellos les destruían su tierra y les combatían las fortalezas donde se habían recogido, y que ninguna esperanza tenían de poder resistirles y escapar de este peligro, si no les enviaba el cónsul socorro; y que les bastaban cinco mil soldados, pues con estos solos que allá fuesen al socorro, los enemigos sin duda no osarían esperarlos. Respondióles Marco Catón, que verdaderamente le lastimaba verlos puestos en tal peligro, y con tanta congoja y miedo de su perdición; mas que teniendo tan cerca los enemigos con grandes ejércitos, y siéndole forzado pelear en campo abierto muy presto con ellos, él no tenía tanta gente, que osase ni pudiese seguramente partir sus fuerzas y su poder, con darles alguna parte de sus soldados. Oída e triste respuesta, dice Livio, flentes ad genua consulis provolvuntur, que llorando y con la mayor amargura se echaron a los pies de Catón, suplicándole con lágrimas, que no les desamparase en una miseria tan cruel, que ¿dónde habían de ir, si los romanos no les favorecían, que ya no tenían amistad de nadie ni les quedaba otra esperanza? « Muy bien pudiéramos, decían ellos, hallarnos fuera de este peligro y angustia, si quisiéramos ser desleales a los romanos y conjurar con los otros españoles, mas ni las crueldades con que nos amenazaban, ni los peligros que nos representaban tan ciertos como ahora los vemos, no nos pudieron mover de la fé que una vez os dimos, con la esperanza que teníamos de nuestra seguridad en solo vuestro socorro, y si es que lo neguéis, hacemos testigos a los dioses y a los hombres que forzados, por no sufrir lo que los de Sagunto, faltaremos a la fé y amistad, y moriremos antes con los otros españoles, que solos. »
Con todo esto no les dio Catón aquel día respuesta, y la noche la pasó muy congojado y pensativo: no quería faltar a los amigos en tiempo de tan estrecha necesidad; y por otra parte no quería quitar nada de su ejército, porque haciendo esto, o le era forzado dilatar la batalla que deseaba dar luego, o si pelease era cierto su peligro, por la falta de la gente. Resolvióse en fin en no dar nada de su ejército, y a los embajadores gran esperanza y muestra de socorro. Saepèenim, dice Livio, vana pro veris, maximè in bello, valuisse; et credentem se aliquid auxilii habere, perindè atque haberet ipsa fiducia, et sperando atque audendo, servatum. Porque, dice Livio, en la guerra muchas veces lo fingido vale por verdadero, y los que creen que tienen algún socorro, así como si lo tuviesen, con la esperanza, osando y esperando se defienden. Con esta resolución el día siguiente llamó a los embajadores y les dijo que quería tener más respeto al peligro de los amigos, que no al suyo en que había de quedar socorriéndoles. Mandó luego que la tercera parte de su ejército aparejase lo necesario y cociese pan para embarcarse al tercer día, y mandó volver a Belistágenes sus dos embajadores, para que le diesen aviso de aquello; y para estar más seguro de él y de sus ilergetes, se detuvo a su hijo, haciéndole fiestas y mercedes. Pero los embajadores no se partieron de allí hasta ver la gente embarcada, y después publicando el socorro por cosa cierta, no solo lo hicieron saber a los suyos hinchéndoles de buena esperanza; mas también la fama de él llegó a los enemigos y los acobardó de manera, que dejaron de dañar a Belistágenes y a los ilergetes: y Catón, contento de haber librado con aquel ardid a sus amigos, mandó desembarcar la gente, porque el ejército de los españoles llegaba ya a la vista de la ciudad de Empurias, y Catón pensaba darles la batalla lo más presto que fuese posible: y las cosas y tratos que pasaron, y sucesos que tuvieron, cuentan Livio y todos los autores, y por ser hechos que no pertenecen a los pueblos ilergetes, los dejo.

CAPÍTULO XVI.


CAPÍTULO XVI.

De cómo Mandonio e Indíbil se volvieron otra vez a levantar, y de la muerte de los dos.

De lo que queda dicho se echa de ver que Mandonio e Indíbil eran hombres de altos pensamientos, y esto, y el poderío que tenían entre los suyos, y la autoridad con los vecinos, les hacían que no pudiesen sosegar, y que ahora principalmente corriesen desapoderados a su perdición, despeñándose per sus malos consejos, que la ceguedad de la ambición suele siempre representar fáciles y bien acertados: y aunque el deseo del soberano señorío de España principalmente les movía; mas para buen color de sus intentos y para llevar tras si más fácilmente muchos pueblos, mostraban en público que se dolían de la servidumbre de España en que los romanos la tenían, y que deseaban restituirla en su antigua libertad que tuvo, antes que cartagineses la señoreasen; pues ahora no había habido más novedad en ella, de trocarse el señorío, y quedar sujetos los españoles y servir a los romanos, como antes solían a los cartagineses. Convidaba a muchos españoles para seguir a estos caballeros el dulce nombre de la libertad, que de todos los hombres es muy amada, y la facilidad con que ellos les prometían el cobrarla. Veían los dos hermanos la gran ventaja que hacía Scipion a Léntulo y a Acidino; y la mucha admiración y espanto que la grandeza de Scipion les había causado, todo se les volvía en menosprecio de los que había dejado acá en su lugar. Así decían, donde quiera que trataban de esto, que a los romanos no les quedaba ya otro Scipion para enviar a España, donde no habían quedado capitanes, sino sombras de ellos, y solo el nombre del ejército; pues Scipion se había llevado los soldados viejos, y dejado acá los noveles y poco diestros en la guerra, y por esto muy medrosos y cobardes y mal obedientes en ella; que nunca se podía esperar jamás se ofreciese semejante oportunidad de libertar a España, como la que ahora tenían, para que España quedase para siempre libre y señora, gobernándose por si misma con sus leyes.
Con estas y otras persuasiones semejantes movieron los dos ilergetes no solo a sus vasallos, sino a los ausetanos sus vecinos, que son los de la comarca de Vique (Ausonia), y otros vecinos de aquellos rededores; con que en pocos días juntaron un poderoso campo de treinta mil hombres y cuatro mil caballos, y lo juntaron todo en los términos de Sedetania,que es lo de Játiva y sus contomos, porque así al principio se habían concertado.
Léntulo y Acidino, que estaban en Cataluña a la parte de Gerona, sintieron aparejárseles tan brava la guerra, con temor que no pasase adelante levantarse más pueblos, y se fuese infeccionando de la rebelión mucha parte de la tierra. Con la mejor presteza que pudieron, juntaron ellos también ejército de sus romanos y de muchos españoles, como ya se usaba, y con él fueron a buscar a los enemigos, para mostrarles mejor ánimo y hacer que menguase el suyo; y atravesando por la tierra de los ausetanos, aunque eran sus enemigos declarados, pasaron muy sosegadamente y sin ningún daño, hasta que llegaron a poner su campo menos que una legua de donde los ilergetes lo tenían. Tentaron primero Léntulo y Acidino de convidar con la paz a Indíbil y Mandonio, enviándoles para esto embajadores, y prometiéndoles por ellos perdón de lo pasado, si dejadas las armas, se volviesen cada uno a sus casas. Mas presto se entendió que no aprovecha nada buen comedimiento con una grande obstinación; porque una banda de gente de a caballo de los ilergetes salió a dar sobre los caballos y otras bestias que sacaban los romanos al pasto, y siendo estos socorridos de gente también de a caballo, que Léntulo y Acidino enviaron, se acabó aquel día la pelea, sin que hubiese de una parte ni de otra cosa que se pudiese contar por mejoría. Otro día de mañana, cuando el sol salía ya, los nuestros estaban armados en el campo cerca del real de los romanos, y tenían su batalla ordenada, con estar los ausetanos en la frente de en medio, y en el cuerno derecho los ilergetes con Indíbil, y en el izquierdo los otros pueblos no tan principales, y entre los cuernos y su frente habían dejado vacía tanta distancia, que por ambos lados pudiese entrar la gente de a caballo a pelear cuando quisiese. Los romanos ordenaron de la misma manera su gente, no juntando ellos tampoco sus cuernos con la frente, como siempre solían, sino dejando también espacio en medio, por donde sus caballos pudiesen arremeter, como veían que los enemigos lo habían hecho; mas considerando cuerdamente Léntulo que, estando ordenadas así las batallas, tenía notoria ventaja la gente de a caballo que se anticipase en acometer, dio el cargo a Sergio Cornelio, tribuno, que luego como se comenzase la batalla arremetiese con toda furia con la gente de a caballo, y no parase hasta haberse metido por los dos espacios vacíos, que a los dos lados de los de los enemigos parecían. Dado este aviso, comenzó Léntulo la batalla peleando contra Indíbil y sus ilergetes, que lo recibieron ferozmente; pues del primer arremetimiento desbarataron una legión entera, y la hicieron huir muy desapoderada. Proveyó Léntulo a este daño con presteza, haciendo en un punto pasar allí otra legión que había dejado sobresaliente para socorro; y quedando ya allí la pelea por igual, pasóse luego al cuerno derecho, y halló a Acidino peleando valientemente entre los primeros, y socorriendo con mucho cuidado donde veía que era necesario; y para más animarle a él y a los suyos, que se pudieran haber turbado con la rota de la legión, les avisa como lo de su parte está ya seguro, y que presto se verían envueltos los enemigos de un gran torbellino de la gente de a caballo con que Sergio Cornelio descargaba luego sobre ellos. No lo había bien acabado de decir, cuando ya apareció Sergio metiendo los caballos por los lados de los nuestros, desbaratándoles con ellos sus escuadrones por los costados, y cerrando el camino a nuestra gente de a caballo, y atajándoles porque no pudiesen pasar a pelear con las legiones romanas. Con esto fue forzada la caballería española de dejar los caballos y pelear a pie, para socorrer a los suyos, que veía ya en peligro de ser desbaratados. Léntulo y Acidino, que vieron el buen suceso y el temor y turbación en que ya estaban los enemigos, a punto de desordenarse, corren a unas partes y otras amonestando y rogando a los suyos que aprieten con mayor ímpetu a los enemigos, pues los ven turbados y atónitos, y que no den lugar para que los escuadrones desbaratados se vuelvan a rehacer y ponerse en ordenanza. Valió toda esta amonestación de los dos generales con los romanos, que estos ilergetes no pudieron sufrir esta vez la furia de su acometimiento, si no fuera por Indíbil su señor, que estaba a pie con los de a caballo, que se habían apeado, y poniéndose en la delantera y peleando animosisímamente, sufrió el ímpetu de los romanos y los detuvo que no rompiesen los suyos, como pensaban. Aquí duró un rato lo bravo de la batalla; porque habiendo sido herido mortalmente Indíbil, los suyos, para defenderle, peleaban con una rabiosa porfía, y él, afirmado sobre una pica, aunque le iba faltando ya el aliento y con él la vida, no cesaba de amonestarlos y animarlos para que peleasen; mas al fin, fueron muertos por allí todos los que le defendían, aunque con lealtad verdaderamente española. No faltaban muchos, que viendo muerto uno, se pusiesen luego en su lugar y en el mismo peligro, para defender a su señor y capitán; mas muertos él y ellos, los que quedaban comenzaron a desbandarse del todo. Murieron muchos españoles, en defensa de Indíbil, primero, y después en el alcance. Como no habían tenido lugar de tomar sus caballos, que dejaron, los romanos de a caballo les iban a las espaldas, y los de a pie no cesaban de matar peleando, hasta que entraron en los reales de los nuestros, envueltos con ellos, y se apoderaron de todo lo que había dentro. Los muertos fueron trece mil, y fueron tomados cautivos ochocientos, y de los romanos y sus aliados murieron pocos más de doscientos, y estos al principio de desbaratarse la legión.
Entre los españoles que escaparon de esta batalla, se salvó también Mandonio; y habiendo juntado a los principales para lo que habían de hacer, se le quejaron todos en la junta, lamentando sus desventuras, y echando la culpa de ellas a él y a su hermano, que les habían metido en esta guerra. Con esto fueron todos de parecer que se enviasen embajadores a los generales romanos, con quienes tratasen de la entrega de las armas, y se les rindiesen y pidiesen la paz, para conservarla mejor que hasta allí. Estos embajadores propusieron este mensaje a Léntulo y Acidino, disculpándose con Indíbil muerto y Mandonio ausente, y los otros hombres principales que los habían alterado y casi hecho fuerza para que se levantasen, y así habían permitido los dioses que casi todos ellos muriesen en las batallas, y llevasen el justo castigo que por todos merecían. Léntulo y Acidino respondieron que los recibirían y les darían el perdón y la paz que demandaban, si entregasen vivos a Mandonio y a los demás que habían sido cabezas de este movimiento; que si esto no quisiesen, luego tendrían los ausetanos el ejército romano dentro de su tierra, y, destruida aquella, pasarían a las de los otros rebeldes.
Con esta respuesta tan áspera que dieron los embajadores en el consejo de los ilergetes, fueron luego presos Mandonio y los otros principales que en esto eran culpados;
y entregándolos a Léntulo y Acidino, dice Beuter que los mandaron llevar a Tarragona, y públicamente los sentenciaron como si fueran hombres de baja suerte, y dejaron sosegados a los ilergetes, y en buena paz a los catalanes y a los que con ellos se rebelaron, castigándolos solamente con mandarles que pagasen aquel año el sueldo doblado, y diesen provisión de trigo por seis meses, ropas dobladas para la gente de guerra de los romanos, con rehenes que dieron treinta pueblos, para cumplir todo esto y mantener la paz.
Esta guerra, según afirma el doctor Gerónimo Pujades, fue la primera que los españoles solos, con sus propios capitanes y sin ayuda de forasteros, hicieron con los romanos; porque las otras fueron para defender el bando o amistad de los cartagineses, que ya en esta ocasión eran fuera de toda España, y la que emprendieron ahora Mandonio e Indíbil fue con intención de quedarse con el dominio y señorío de toda ella.
Afirma el doctor Pedro Antón Beuter, por haberlo oído a decir, que aquel arco que está en medio del camino que va de Tarragona a Barcelona (Bará) es el lugar donde fueron degollados Mandonio y los otros que fueron entregados con él a los romanos, y que entre ellos había un capitán romano llamado Barro, que se había pasado a los capitanes ilergetes, y por esto le enterraron vivo en aquel lugar, que era cerca donde él solía vivir antes. Esto pudo ser así, por decirlo aquel autor tan grave; pero lo cierto es que aquel arcose hizo en memoria de Lucio Licinio Sura, que vivía en tiempo de Trajano, como se ve en él, y lo he leído hartas veces y dice: EX TESTAMENTO L. LICINII LUCII FILII SERG. SURAE CONSECRATUM. El doctor Gerónimo Pujades declara lo que hay en esto, y cómo se ha de entender lo que dicen Beuter y Tomic y otros acerca de la materia, donde remito el curioso lector.
Este fue el fin que tuvieron estos dos valerosos capitanes, a quienes mató, no sé si su ambición, o el deseo de ver en libertad a su patria, y expelidos de ella a los que la tenían como tiranizada. Con la muerte de ellos acabó por entonces la guerra, y de muchos años no se habló de ella; porque con tales pérdidas quedaron como atónitos los españoles y pasmados, y los romanos muy contentos; pues no quedaba nadie que por entonces hablase de tomar armas contra ellos, y vieron vengadas las muertes de los dos Scipiones.
No han faltado algunos que han querido afirmar que la familia de los Mendozas, tan noble y conocida en España, descendía de este príncipe Mandonio; pero como es cosa que no se puede decir con certidumbre, lo dejo; porque en tantos siglos que han pasado de en medio de aquellos tiempos a los nuestros, y con tantas mudanzas de señores bárbaros que ha padecido la España, no se puede afirmar ser estos Mendozas de hoy descendientes de nuestro Mandonio; y más siendo cierto que este y otros ilustres linajes tomaron los nombres de lugares y pueblos de que eran señores o habían conquistado.

CAPÍTULO XV.


CAPÍTULO XV.

De las paces que, después de vencidos, hicieron Mandonio e Indíbil con Scipion; y de su vuelta a Roma.

a Scipion, aunque victorioso, no pasó por alto cuán dañosa podía ser a los romanos la enemistad de los príncipes y hermanos Mandonio e Indíbil; y estimando más reconciliarse con ellos, que tenerlos por enemigos, dio demostraciones de su deseo, porque así con menos temor vinieran para él. Entendido esto, unos dicen que le enviaron sus embajadores para tratar la paz, y otros que Indíbil envió a Mandonio su hermano a Scipion; y esto es lo más cierto: y llegado ante él con humilde reposo, se le echó a sus pies, y con muy concertadas razones echó la culpa de las alteraciones pasadas a la rabia y hedor de aquel tiempo, que, a semejanza de una pestilencia y contagio, habían cundido y pegádose de los reales romanos que estuvieron cabe del río Júcar a las gentes comarcanas, inficionándoles con un mismo desvarío y locura; y no era mucho de maravillar errasen los ilergetes y jacetanos, cuando los mismos reales de los romanos desatinaron; y la condición suya y de su hermano y de todos sus pueblos era tal, que darían de buena gana su vida, si era esa la voluntad de Scipion, y que si se la concedía, se doblarían los beneficios recibidos, y crecería la obligación de ser perpetuamente suyos y del pueblo romano.
Dice Livio que era ceremonia y costumbre de los romanos, muy usada en la guerra, que cuando habían de perdonar a alguno sus errores pasados y concertarse con él y tomarle por amigo, no tenerle por súbdito, ni mandarle como a tal, hasta que hubiese entregado todo cuanto de cielo y tierra, como ellos decían, de divino y humano poseía: quitábanle las armas, tomaban de él rehenes, apoderábanse de sus ciudades y de todos los templos y sacrificios de ellos, y ponían gente de guarnición que las tuviesen por los romanos; y ya entonces les tenían por sujetos y les mandaban lo que convenía. No quiso hacer nada de esto Scipion con Mandonio e Indíbil, por gran braveza de mostrar cuán en poco los estimaba, pues no curaba de asegurarse de ellos: solamente les representó lo grave de su culpa con ásperas palabras, y acabó con decir que por sus yerros merecían la muerte, mas que por merced del pueblo romano y beneficio suyo, se les otorgaba la vida, y que ni quería quitarles las armas, porque no tenía que temer en ellos, ni pedirles rehenes, porque cuando otra vez quisiesen volver a levantarse, él no había de castigar los rehenes, que ninguna culpa tenían, sino a ellos en quien estaba toda; y que ya que conocían bien la fuerza y poderío de los romanos y su clemencia y benignidad, que en su mano dejaba experimentar lo que más quisiesen. Con esto se fue Mandonio, mandándole solamente Scipion que él y su hermano diesen cierta suma de dinero, con que se pagase el sueldo a la gente de guerra.
Siendo el estado de los pueblos ilergetes el que queda referido, y quitados los cuidados que pudieran dar estos dos caballeros, si no se reconciliaran con Scipion, Magon se salió de España, porque se juzgó imposibilitado de poder cobrar lo que había perdido; y más quedando Mandonio e Indíbil vencidos, acabáronsele los alientos y esperanzas que siempre había tenido, que si los ilergetes quedaban vencedores, él volvería a su antigua prosperidad, y aun se reconciliaría con ellos; pero como todo le salió al revés, mudó de tierra, esperando también mudar de suerte y ventura. Antes de salir de España, tentó tomar la ciudad de Cartagena; pero fue vano su pensamiento: lo mismo hizo en la isla de Mallorca, y le salió de la misma manera: fue a Menorca y tomó puerto, y después de ser recibido de los isleños y hecho con ellos sus confederaciones, se salió de ella, y dejó el nombre a aquel puerto, que hoy llamamos Mahon, aunque no falta quien le da más antigua etimología. Entonces los de Cádiz, que eran los que hasta aquel punto habían perseverado en la amistad de los cartagineses, se confederaron con Scipion, de manera que no le quedó al senado de Cartago en toda España una sola almena, después de haberla poseído más de doscientos años.
Scipion, no teniendo más que hacer en España, y habiendo encomendado el gobierno de ella a Lucio Cornelio Léntulo y Lucio Manlio Acidino, con título de procónsules, se volvió a Roma con pensamientos de recibir la honra del triunfo, que era la mejor que se le podía dar, si era que el senado se lo quisiese conceder, aunque él no pensaba pedirla porque era muy verosímil se le negaría, por faltarle las circunstancias que se requerían para merecer tal honra. Lo que pasó con Scipion acerca de ella es, que antes de entrar en la ciudad de Roma, por saber los senadores, de su boca, lo que había hecho en España, se juntaron en el templo de la diosa Belona, que decían serlo de la guerra, que estaba fuera de la ciudad, en el campo Marcio. Aquí refirió todo lo que hizo en España, las batallas que había tenido, victorias que había alcanzado, ciudades y amigos que había ganado, que siendo señor y dueño de esta provincia el senado cartaginés, y teniendo en ella cuatro valerosísimos capitanes, él los había de tal manera sacado de España, que en toda ella no había quedado uno solo de aquella nación. Representóles el poder y riqueza de los hermanos Mandonio e Indíbil, la muchedumbre de pueblos y vasallos que tenían, y como quedaban amigos del pueblo romano, y que cuando no hubiera hecho otra cosa sino solo esta, era digno de triunfo, así por ello, como también por dejar la provincia quieta y sosegada y a devoción del senado y pueblo romano. Estas y otras cosas representó en el senado; pero no pudo alcanzar por ellas el triunfo que deseaba. Dióse por respuesta, que no se hallaba hasta entonces haber triunfado ninguno sin haber tenido oficio señalado en la república, como cónsul, dictador o pretor, y él no había venido a España con ninguno de estos títulos, porque su poca edad lo impedía, sino con solo nombre de capitán general; y también que él no había dejado la tierra de España en orden y concierto de provincia sujeta: y así entró en Roma con la ovación, que era menor fiesta y pompa que el triunfo. La diferencia que había de él a la ovación y cosas tocantes a los premios que solían dar los romanos a capitanes y soldados, menta muy largamente fray Gerónimo Román en sus Repúblicas.