martes, 23 de junio de 2020

29. JUSTICIA PARA TODOS, Teruel


329. JUSTICIA PARA TODOS (SIGLO XIV. TERUEL)

Transcurría el mes de junio de 1318. Jaime, hijo de Jaime II de Aragón, se hallaba temporalmente en Teruel, por cierto con gran disgusto por parte de los turolenses, que no veían bien los excesos y el tipo de vida del infante, aunque se sentían obligados a soportarlo. Tampoco eran bien aceptados, por sus tropelías y desmanes, algunos de sus acompañantes, sobre todo uno de sus pajes.

La tensa calma acabó por romperse el día en el que el paje, amparado en su prepotencia, se apoderó por la fuerza de una joven turolense, que acudió a denunciarlo ante el juez de Teruel, don Jaime Pérez el Menor, cuando se hallaba administrando justicia ante la puerta de la iglesia de Santa María.

Ante la denuncia de la joven, el juez se vio en el dilema de contemporizar, dadas las circunstancias, o de aplicar estrictamente la justicia, como le marcaba su conciencia y condición. Su honradez, aun sabiendo a qué se exponía, le llevó a aplicar la justicia, de modo que se presentó en el palacio real, solicitando ser recibido por el infante Jaime.

Habló con el mayordomo, el noble Gonzalo García, quien desaprobaba el proceder del infante, y le condujo ante él para solicitarle la entrega del presunto culpable para ser juzgado. El infante, alegando carencia de autoridad en el palacio del rey por parte del juez, se negó. Insistió Jaime Pérez el Menor y de nuevo recibió la negativa con el pretexto de que la casa real quedaba fuera de las disposiciones y jurisdicción locales. La situación era tensa. El juez turolense, firme en su derecho, manifestó al infante que se llevaría por la fuerza al paje si no le era entregado.

Intervino el mayordomo haciendo ver la necesidad de acceder a la petición razonada del juez, puesto que los fueros y leyes tenían que ser respetados por todos, criterio que se impuso al fin, de modo que el paje fue entregado y juzgado conforme a fuero, siendo declarado culpable y ahorcado en la plaza del Mercado.

El infante Jaime, hijo de Jaime II de Aragón, joven de vida irresponsable, abandonó inmediatamente Teruel, villa cuya entereza le originaba un cierto desasosiego.

[Caruana, Jaime de, «Justicia ejemplar», en Relatos..., págs. 71-80.]

328. LOS FALSIFICADORES DE MONEDA

328. LOS FALSIFICADORES DE MONEDA (SIGLO XIII. TRASMOZ)

328. LOS FALSIFICADORES DE MONEDA (SIGLO XIII. TRASMOZ)


En la Edad Media, las monedas metálicas eran acuñadas en talleres especializados llamados cecas, que eran controlados por quienes tenían el derecho de emitir moneda que, en el caso del reino de Aragón, eran los reyes. Falsificar monedas era delito severamente castigado.

Aparte de legendarias historias de brujería, como los famosos aquelarres de su castillo, Trasmoz es, asimismo, conocido legendariamente por haber sido un importante centro de falsificación de moneda aragonesa, hechos ambos que parecen estar concatenados.

Parece históricamente cierto que, en tiempos de Jaime I el Conquistador, hacia 1267, hubo en Trasmoz una ceca fraudulenta, regentada acaso por un sacristán de Tarazona, un tal Blasco Pérez, que vivía en el castillo, el cual pretendió engrosar sus bolsillos a base de acuñar monedas aragonesas de curso corriente sin el debido permiso real, dado que la imitación era de fácil realización.

Pero para llevar a cabo tan delictiva como pingüe actividad era preciso conseguir el metal y acarrearlo, fundirlo y troquelarlo. Por fin, procedía almacenar el dinero contante y sonante y distribuirlo, todo lo cual no era fácil sin que se levantaran las naturales sospechas. Como el desaprensivo falsificador no era tonto, ideó también la manera de alejar a posibles curiosos, de modo que improvisó e incluso debió escenificar fantasmagóricos y tremebundos aquelarres, inventando toda suerte de brujas y de seres fantásticos.

Como había previsto el falso monedero, pronto corrió y se extendió la noticia de tan truculentas reuniones, lo que alejó, en efecto, a los curiosos. No obstante, como no era el único defraudador establecido —en la cercana población de Tórtoles funcionó y se descubrió por entonces otra ceca fraudulenta— la policía de Jaime I acabó descubriendo y castigando al desaprensivo.

Pero para entonces, el castillo de Trasmoz se había convertido, en la mente del pueblo, en uno de los centros más importantes del brujerío aragonés, fama que le ha acompañado durante siglos.

[Beltrán, Antonio, Leyendas aragonesas, pág. 153.]

https://trasmoz.com/castillo-de-trasmoz/

327. LA JUSTICIA REAL EN ENTREDICHO


327. LA JUSTICIA REAL EN ENTREDICHO (SIGLO ¿XII? SOPEIRA)

El monasterio de Alaón está enclavado en un paraje de gran belleza natural, pero, por lo difícil del terreno, no siempre ha sido fácil acceder a él, y menos en la época a la que se refieren los hechos que conforman esta leyenda. En cierta ocasión, viajó el rey aragonés a Alaón, atravesando con dificultad no sólo el «Paso de Escalas» sino todos los caminos que llevaban al cenobio. Descansó en él el monarca y, antes de marchar, entregó al abad, fray Benito Larrás, cierta cantidad de dinero para adecentar las vías de acceso.

No obstante, el abad, ante la epidemia que en aquellos momentos azotaba la comarca, prefirió destinar el dinero en socorrer a los enfermos en lugar de reparar los caminos, necesidad que a su juicio podía esperar. El desacato llegó a los oídos del rey que, ante la denuncia que se le formulaba, no tuvo más remedio que actuar, aunque ello implicaba ajusticiar al abad. En efecto, el fraile fue condenado a morir ahorcado.

Acató fray Benito la condena, pero solicitó un último deseo al que el rey accedió: cuando se cumplieran treinta años de su muerte, debían desenterrar su cuerpo, pincharle el brazo izquierdo y volverlo a enterrar, pero entonces en el monasterio, en un lugar que diesen los rayos del sol y sobre el que todos cuantos fuesen a Sopeira tuvieran que pasar por encima. Con gran pena por parte de los vecinos, la justicia real se cumplió y se le dio sepultura en un lugar apartado.

Lo cierto es que el tiempo pasó y nadie se acordaba de lo sucedido. Pero cuando se cumplieron los treinta años del ajusticiamiento, un monje observó cómo de la tumba del antiguo abad salía una mano que asía un pergamino. Ante lo insólito del caso, se le comunicó al rey, que recordó su promesa, ordenando desenterrar el cuerpo de fray Benito, que no sólo apareció tan natural como el día en que fuera ajusticiado, sino que al pincharle el brazo brotó sangre caliente. Emocionado por el hecho, ordenó también que se le llevara al monasterio, se le depositara en la cripta y se abriera una mirilla orientada al camino que fue objeto de su trágico fin. Además, los caminantes podían pasar casi por encima de su tumba, tal cual había sido su deseo.

Desde entonces, todos cuantos pasaban por allí, conocedores del motivo humanitario por el que murió fray Benito Larrás, cogían una piedrecilla y tras besarla la arrojaban a la cripta, como si del rezo de una oración se tratara.

[Gironella, J., «El servidor de Dios, Benito Larrás», en Folletón Altoaragón, 3 (1980), pág. 2.]