327. LA JUSTICIA REAL EN ENTREDICHO (SIGLO ¿XII? SOPEIRA)
El monasterio de Alaón está enclavado en un paraje de gran belleza natural, pero, por lo difícil del terreno, no siempre ha sido fácil acceder a él, y menos en la época a la que se refieren los hechos que conforman esta leyenda. En cierta ocasión, viajó el rey aragonés a Alaón, atravesando con dificultad no sólo el «Paso de Escalas» sino todos los caminos que llevaban al cenobio. Descansó en él el monarca y, antes de marchar, entregó al abad, fray Benito Larrás, cierta cantidad de dinero para adecentar las vías de acceso.
No obstante, el abad, ante la epidemia que en aquellos momentos azotaba la comarca, prefirió destinar el dinero en socorrer a los enfermos en lugar de reparar los caminos, necesidad que a su juicio podía esperar. El desacato llegó a los oídos del rey que, ante la denuncia que se le formulaba, no tuvo más remedio que actuar, aunque ello implicaba ajusticiar al abad. En efecto, el fraile fue condenado a morir ahorcado.
Acató fray Benito la condena, pero solicitó un último deseo al que el rey accedió: cuando se cumplieran treinta años de su muerte, debían desenterrar su cuerpo, pincharle el brazo izquierdo y volverlo a enterrar, pero entonces en el monasterio, en un lugar que diesen los rayos del sol y sobre el que todos cuantos fuesen a Sopeira tuvieran que pasar por encima. Con gran pena por parte de los vecinos, la justicia real se cumplió y se le dio sepultura en un lugar apartado.
Lo cierto es que el tiempo pasó y nadie se acordaba de lo sucedido. Pero cuando se cumplieron los treinta años del ajusticiamiento, un monje observó cómo de la tumba del antiguo abad salía una mano que asía un pergamino. Ante lo insólito del caso, se le comunicó al rey, que recordó su promesa, ordenando desenterrar el cuerpo de fray Benito, que no sólo apareció tan natural como el día en que fuera ajusticiado, sino que al pincharle el brazo brotó sangre caliente. Emocionado por el hecho, ordenó también que se le llevara al monasterio, se le depositara en la cripta y se abriera una mirilla orientada al camino que fue objeto de su trágico fin. Además, los caminantes podían pasar casi por encima de su tumba, tal cual había sido su deseo.
Desde entonces, todos cuantos pasaban por allí, conocedores del motivo humanitario por el que murió fray Benito Larrás, cogían una piedrecilla y tras besarla la arrojaban a la cripta, como si del rezo de una oración se tratara.
[Gironella, J., «El servidor de Dios, Benito Larrás», en Folletón Altoaragón, 3 (1980), pág. 2.]
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