281. LA ENDEMONIADA DE PIEDRA (SIGLO XV. PIEDRA)
Muchos de los pueblos por los que pasó Vicente Ferrer en sus giras evangelizadoras están plagados de múltiples recuerdos materiales suyos. Un pañuelo, una capa, unas medias, un sombrero o un bonete los hay guardados en muchos sitios. Era tal su fama que, en cuanto se descuidaba el santo, alguien hacía desaparecer alguna pertenencia suya para conservarla cuidadosamente como recuerdo de la ocasión y del hombre. En el monasterio de Piedra, por ejemplo, quedaron como testimonio de la estancia del fraile dominico un bonete milagroso y un par de medias de lana, como recuerdo y consecuencia de un curioso y portentoso hecho.
En efecto, se hallaba Vicente Ferrer de paso en el convento cisterciense de Piedra cuando le pusieron ante su presencia a una pobre señora poseída por los demonios, a la que habían traído de un pueblo cercano con la pretensión de que la liberara del mal, tan corriente en aquellos tiempos, como les constaba que había hecho en otros muchos casos semejantes. Hablaron a solas el fraile y la desdichada y atribulada mujer, quien le refirió con todo tipo de detalles que le atormentaban permanentemente las almas del rey don Pedro, de un caballero que no alcanzaba a describir y de un médico.
Se tomó san Vicente un tiempo para meditar acerca del difícil caso que le acababan de exponer, pues no todos eran de igual naturaleza, y creyó tener la solución precisa para resolverlo. Cuando estuvo seguro de los pasos a dar, tomó su propio bonete y se lo puso a la endemoniada en la cabeza y la vez que le calzaba también sus medias de lana. Apenas habían transcurrido unos minutos cuando el demonio liberó a la mujer, saliendo corriendo a la vez que gritaba: «¡Oh, Vicentillo, cómo me abrasan tus medias y bonetillo!».
Se puede imaginar la alegría de la mujer curada y la de sus familiares y amigos. Oyeron todos Misa y rezaron ante la imagen de la Virgen en acción de gracias. La fiesta y la celebración del acontecimiento hicieron que todos se olvidaran pasajeramente del bonete y de las medias, pero cuando Vicente los buscó para recuperarlos habían desaparecido. El fraile estaba tan acostumbrado a ello que no se inmutó, esbozando una sonrisa de complacencia.
[Vidal y Micó, Francisco, Historia de la portentosa vida..., pág. 315.]
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