(Ni he leído el libro, ni editado el texto siguiente)
MEMORIAS
DE UNA PULGA
Nací,
pero no sabría decir como, cuándo o dónde, y por lo tanto debo
permitirle al lector que acepte esta afirmación mía y que la crea
si bien le parece. Otra cosa es asimismo cierta: el hecho de mi
nacimiento no es ni siquiera un átomo menos cierto que la veracidad
de estas memorias, y si el estudiante inteligente que profundice en
estas páginas se pregunta cómo sucedió que en el transcurso de mi
paso por la vida - o tal vez he debido decir mi brinco por ella-
estuve dotada de inteligencia, dotes de observación y poderes
retentivos de memoria que me permitieron conservar el recuerdo de los
maravillosos hechos y descubrimientos que voy a relatar, únicamente
podré contestarle que hay inteligencias insospechadas por el vulgo,
y leyes naturales cuya existencia no ha podido ser descubierta
todavía por los más avanzados científicos del mundo.
Oí
decir en alguna parte que mi destino era pasarme la vida chupando
sangre. En modo alguno soy el más insignificante de los seres que
pertenecen a esta fraternidad universal, y si llevo una existencia
precaria en los cuerpos de aquellos con quienes entro en contacto, mi
propia experiencia demuestra que lo hago de una manera notablemente
peculiar, ya que hago una advertencia de mi ocupación que raramente
ofrecen otros seres de otros grados en mi misma profesión. Pero mi
creencia es que persigo objetivos más nobles que el de la simple
sustentación de mi ser por medio de las contribuciones de los
incautos. Me he dado cuenta de este defecto original mio, y con un
alma que está muy por encima de los vulgares instintos de los seres
de mi raza, he ido escalando alturas de percepción mental y de
erudición que me colocaron para siempre en el pináculo de la
grandeza en el mundo de los insectos.
Es
el hecho de haber alcanzado tal esclarecimiento mental el que quiero
evocar al describir las escenas que presencié, y en las que incluso
tomé parte. No he de detenerme para exponer por qué medios fui
dotada de poderes humanos de observación y de discernimiento. Séales
permitido simplemente darse cuenta, al través de mis elucubraciones,
de que los poseo, y procedamos en consecuencia.
De
esta suerte se darán ustedes cuenta de que no soy una pulga vulgar.
En efecto, cuando se tienen en cuenta las compañías que estoy
acostumbrado a frecuentar, la familiaridad conque he conllevado el
trato con las más altas personalidades, y la forma en que trabé
conocimiento con la mayoría de ellas, el lector no dudará en
convenir conmigo que, en verdad, soy el más maravilloso y eminente
de los insectos.
Mis
primeros recuerdos me retrotraen a una época en que me encontraba en
el interior de una iglesia. Había música, y se oían unos cantos
lentos y monótonos que me llenaron de sorpresa y admiración. Pero
desde entonces he aprendido a calibrar la verdadera importancia de
tales influencias, y las actitudes de los devotos las tomo ahora como
manifestaciones exteriores de un estado emocional interno, por lo
general inexistente.
Estaba
entregada a mi tarea profesional en la regordeta y blanca pierna de
una jovencita de alrededor de catorce años, el sabor de cuya sangre
todavía recuerdo, así como el aroma de su... pero estoy divagando.
Poco
después de haber dado comienzo tranquila y amistosamente a mis
pequeñas atenciones, la jovencita, así como el resto de la
congregación, se levantó y se fue. Como es natural, decidí
acompañarla.
Tengo
muy aguzados los sentidos de la vista y el oído, y pude ver cómo,
en el momento en que cruzaba el pórtico, un joven deslizaba en la
enguantada mano de la jovencita una hoja doblada de papel blanco. Yo
había percibido ya el nombre Bella, bordado en la suave medía de seda que en un principio me atrajo a mí, y pude ver que también
dicho nombre aparecía en el exterior de la carta de amor. Iba con su
tía, una señora alta y majestuosa, con la cual no me interesaba
entrar en relaciones de intimidad.
Bella
era una preciosidad de apenas catorce años, y de figura perfecta. No
obstante su juventud, sus dulces senos en capullo empezaban ya a
adquirir proporciones como las que placen al sexo opuesto. Su rostro
acusaba una candidez encantadora; su aliento era suave como los
perfumes de Arabia, y su piel parecía de terciopelo. Bella sabía,
desde luego, cuáles eran sus encantos, y erguía su cabeza con tanto
orgullo y coquetería como pudiera hacerlo una reina. No resultaba
difícil ver que despertaba admiración al observar las miradas de
anhelo y lujuria que le dirigían los jóvenes, y a veces también
los hombres ya más maduros. En el exterior del templo se produjo un
silencio general, y todos los rostros se volvieron a mirar a la linda
Bella, manifestaciones que hablaban mejor que las palabras de que era
la más admirada por todos los ojos, y la más deseada por los
corazones masculinos.
Sin
embargo, sin prestar la menor atención a lo que era evidentemente un
suceso de todos los días, la damita se encaminó con paso decidido
hacia su hogar, en compañía de su tía, y al llegar a su pulcra y
elegante morada se dirigió rápidamente a su alcoba. No diré que la
seguí, puesto que iba con ella, y pude contemplar cómo la gentil
jovencita alzaba una de sus exquisitas piernas para cruzarla sobre la
otra con el fin de desatarse las elegantes y pequeñísimas botas de
cabritilla.
Brinqué
sobre la alfombra y me di a examinarla. Siguió la otra bota, y sin
apartar una de otra sus rollizas pantorrillas, Bella se quedó viendo
la misiva plegada que yo advertí que el joven había depositado
secretamente en sus manos.
Observándolo
todo desde cerca, pude ver las curvas de los muslos que se
desplegaban hacia arriba hasta las jarreteras, firmemente sujetas,
para perderse luego en la oscuridad, donde uno y otro se juntaban en
el punto en que se reunían con su hermoso bajo vientre para casi
impedir la vista de una fina hendidura color durazno, que apenas
asomaba sus labios por entre las sombras.
De
pronto Bella dejó caer la nota, y habiendo quedado abierta, me tomé
la libertad de leerla también.
"Esta
noche, a las ocho, estaré en el antiguo lugar". Eran las únicas
palabras escritas en el papel, pero al parecer tenían un particular
interés para ella. puesto que se mantuvo en la misma postura por
algún tiempo en actitud pensativa.
Se
había despertado mi curiosidad, y deseosa de saber más acerca de la
interesante joven, lo que me proporcionaba la agradable oportunidad
de continuar en tan placentera promiscuidad, me apresuré a
permanecer tranquilamente oculta en un lugar recóndito y cómodo,
aunque algo húmedo, y no salí del mismo, con el fin de observar el
desarrollo de los acontecimientos, hasta que se aproximó la hora de
la cita.
Bella
se vistió con meticulosa atención, y se dispuso a trasladarse al
jardín que rodeaba la casa de campo donde moraba, fui con ella.
Al
llegar al extremo de una larga y sombreada avenida la muchacha se
sentó en una banca rústica, y esperó la llegada de la persona con
la que tenía que encontrarse.
No
pasaron más de unos cuantos minutos antes de que se presentara el
joven que por la mañana se había puesto en comunicación con mi
deliciosa amiguita.
Se
entabló una conversación que, sí debo juzgar por la abstracción
que en ella se hacía de todo cuanto no se relacionara con ellos
mismos, tenía un interés especial para ambos.
Anochecía,
y estábamos entre dos luces. Soplaba un airecillo caliente y
confortable, y la joven pareja se mantenía entrelazada en el banco,
olvidados de todo lo que no fuera su felicidad mutua.
- No
sabes cuánto te quiero, Bella -murmuró el joven, sellando
tiernamente su declaración con un beso depositado sobre los labios
que ella ofrecía.
- Sí,
lo sé - contestó ella con aire inocente- . ¿No me lo estás
diciendo constantemente? Llegaré a cansarme de oír esa canción.
Bella
agitaba inquietamente sus lindos pies, y se veía meditabunda.
- ¿Cuándo
me explicarás y enseñarás todas esas cosas divertidas de que me
has hablado? - preguntó ella por fin, dirigiéndole una mirada,
para volver luego a clavar la vista en el suelo.
- Ahora
- repuso el joven- . Ahora, querida Bella, que estamos a solas y
libres de interrupciones. ¿Sabes, Bella? Ya no somos unos
chiquillos.
Bella
asintió con un movimiento de cabeza.
- Bien;
hay cosas que los niños no saben, y que los amantes no sólo deben
conocer, sino también practicar.
- ¡Válgame
Dios! - dijo ella, muy seria.
-
Sí
- continuó su compañero- . Hay entre los que se aman cosas
secretas que los hacen felices, y que son causa de la dicha de amar y
ser amado.
- Así
lo creía, hasta que me enamoré de ti - replicó el joven.
- ¡Tonterías!
- repuso Bella- . Pero sigamos adelante, y cuéntame lo que me
tienes prometido.
- No
te lo puedo decir si al mismo tiempo no te lo enseño - contestó Carlos- . Los conocimientos sólo se aprenden observándolos en la
práctica. - ¡Anda, pues! ¡Sigue adelante y enséñame! - exclamó
la muchacha, en cuya brillante mirada y ardientes mejillas creí-
descubrir que tenía perfecto conocimiento de la clase de instrucción
que demandaba.
En
su impaciencia había un no sé qué cautivador. El joven cedió a
este atractivo y, cubriendo con su cuerpo el de la bella damita,
acercó sus labios a los de ella y la besó embelesado.
Bella
no opuso resistencia; por el contrario colaboró devolviendo las
caricias de su amado.
Entretanto
la noche avanzaba; los árboles desaparecían tras. la oscuridad, y
extendían sus altas copas como para proteger a los jóvenes contra
la luz que se desvanecía.
De
prontoCarlos se deslizó a un lado de ella y efectuó un ligero
movimiento. Sin oposición de parte de Bella pasó su mano por debajo
de las enaguas de la muchacha. No satisfecho con el goce que le causó
tener a su alcance sus medias de seda, intentó seguir más arriba, y
sus inquisitivos dedos entraron en contacto con las suaves y
temblorosas carnes de los muslos de la muchacha.
El
ritmo de la respiración de Bella se apresuró ante este poco
delicado ataque a sus encantos. Estaba, empero, muy lejos de
resistirse; indudablemente le placía el excitante jugueteo.
-Tócalo
-murmuró- . Te lo permito.
La
complaciente muchacha abrió sus muslos cuando él lo hizo, y de
inmediato su mano alcanzó los delicados labios rosados de su linda
rendija. Durante los diez minutos siguientes la pareja permaneció
con los labios pegados, olvidada de todo. Sólo su respiración
denotaba la intensidad de las sensaciones que los embargaba en
aquella embriaguez de lascivia. Carlos sintió un delicado objeto queadquiría rigidez bajo sus ágiles dedos, y que sobresalía de un
modo que le era desconocido.
En
aquel momento Bella cerró sus ojos, y dejando caer su cabeza hacia
atrás se estremeció ligeramente, al tiempo que su cuerpo devenía
ligero y lánguido, y su cabeza buscaba apoyo en el brazo de su
amado.
- ¡Oh, Carlos! - murmuró- . ¿Qué me estás haciendo? ¡Qué deliciosas
sensaciones me proporcionas!
El
muchacho no permaneció ocioso, pero habiendo ya explorado todo lo
que le permitía la postura forzada en que se encontraba, se levantó,
y comprendiendo la necesidad de satisfacer la pasión que con sus
actos había despertado, le rogó a su compañera que le permitiera
conducir su mano hacia un objeto querido, que le aseguró era capaz
de producirle mucho mayor placer que el que le habían proporcionado
sus dedos.
Nada
renuente, Bella se asió a un nuevo y delicioso objeto y, ya fuere
porque experimentaba la curiosidad que simulaba, o porque realmente
se sentía transportada por deseos recién nacidos, no pudo negarse a
llevar de la sombra a la luz el erecto objeto de su amigo.
Aquellos
de mis lectores que se hayan encontrado en una situación similar,
podrán comprender rápidamente el calor puesto en empuñar la nueva
adquisición, y la mirada de bienvenida con que acogió su primera
aparición en público.
Era
la primera vez que Bella contemplaba un miembro masculino en plena
manifestación de poderío, y aunque no hubiera sido así, el que yo
podía ver cómodamente era de tamaño formidable. Lo que más le
incitaba a profundizar en sus conocimientos era la blancura del
tronco y su roja cabeza, de la que se retiraba la suave piel cuando
ella ejercía presión.
Carlos estaba igualmente enternecido. Sus ojos brillaban y su mano seguía
recorriendo el juvenil tesoro del que había tomado posesión.
Mientras tanto los jugueteos de la manecita sobre el juvenil miembro
con el que había entrado en contacto habían producido los efectos
que suelen observarse en circunstancias semejantes en cualquier
organismo sano y vigoroso, como el del caso que nos ocupa.
Arrobado
por la suave presión de la mano, los dulces y deliciosos apretones,
y la inexperiencia con que la jovencita tiraba hacia atrás los
pliegues que cubrían la exuberante fruta, para descubrir su roja
cabeza encendida por el deseo, y con su diminuto orificio en espera
de la oportunidad de expeler su viscosa ofrenda, el joven estaba
enloquecido de lujuria, y Bella era presa de nuevas y raras
sensaciones que la arrastraban hacia un torbellino de apasionada
excitación que la hacía anhelar un desahogo todavía desconocido.
Con
sus hermosos ojos entornados, entreabiertos sus húmedos labios, la
piel caliente y enardecida a causa de los desconocidos impulsos que
se habían apoderado de su persona, era víctima propicia para
quienquiera que tuviese aquel momento la oportunidad. y quisiera
lograr sus favores y arrancarle su delicada rosa juvenil.
No
obstante su juventud. Carlos no era tan ciego como para dejar escapar
tan brillante oportunidad. Además su pasión, ahora a su máximo, lo
incitaba a seguir adelante, desoyendo los consejos de prudencia que
de otra manera hubiera escuchado.
Encontró
palpitante y bien húmedo el centro que se agitaba bajo sus dedos;
contempló a la hermosa muchacha tendida en una invitación al
deporte del amor, observó sus hondos suspiros, que hacían subir y
bajar sus senos, y las fuertes emociones sensuales que daban vida a
las radiantes formas de su joven compañera.
Las
suaves y turgentes piernas de la muchacha estaban expuestas a las
apasionadas miradas del joven.
Su
ardiente mirada se posó entonces en el centro mismo de atracción,
en la rosada hendidura escondida al pie de un turgente monte de
Venus, apenas sombreado por el más suave de los vellos.
El
cosquilleo que le había administrado, y las caricias dispensadas al
objeto codiciado, habían provocado el flujo de humedad que suele
suceder a la excitación, y Bella ofrecía una rendija que antojábase
un durazno, bien rociado por el mejor y más dulce lubricante que
pueda ofrecer la naturaleza.
Carlos captó su oportunidad, y apartando suavemente la mano con que ella le
asía el miembro, se lanzó furiosamente, sobre la reclinada figura
de ella.
Apresó
con su brazo izquierdo su breve cintura; abrazó las mejillas de la
muchacha con su cálido aliento, y sus labios apretaron los de ella
en un largo, apasionado y apremiante beso. Tras de liberar a su mano
izquierda, trató de juntar los cuerpos lo más posible en aquellas
partes que desempeñan el papel activo en el placer sensual,
esforzándose ansiosamente por completar la unión.
Bella
sintió por primera vez en su vida el contacto mágico del órgano
masculino con los labios de su rosado orificio. Tan pronto como
percibió el ardiente contacto con la dura cabeza del miembro deCarlos se estremeció perceptiblemente, y anticipándose a los
placeres de los actos venéreos, dejó escapar una abundante muestra
de su susceptible naturaleza.
Pero
la naturaleza, que tanto había influido en el desarrolló de las
pasiones sexuales de Bella, había dispuesto, que algo tenía que
realízarse antes de que fuera cortado tan fácilmente un capullo tan
tempranero.
Ella
era muy joven, inmadura - incluso en el sentido de estas visitas
mensuales que señalan el comienzo de la pubertad- y sus partes,
aun cuando estaban llenas de perfecciones y de frescura, estaban poco
preparadas para la admisión de los miembros masculinos, aun los tan
moderados como el que, con su redonda cabeza intrusa, se luchaba en
aquel momento por buscar alojamiento en ellas.
Los
rosados pliegues del estrecho orificio resistían todas las
tentativas de penetración en la mística gruta. En vano también la
linda Bella, en aquellos momentos inflamada por una excitación que
rayaba en la furia, y semienloquecida por efecto del cosquilleo que
ya había resentido, secundaba por todos los medios los audaces
esfuerzos de su joven amante.
La
membrana era fuerte y resistía bravamente. Al fin, en un esfuerzo
desesperado por alcanzar el objetivo propuesto, el joven se hizo
atrás por un momento, para lanzarse luego con todas sus fuerzas
hacia adelante, con lo que consiguió abrirse paso taladrando en la
obstrucción, y adelantar la cabeza y parte de su endurecido miembro
en el sexo de la muchacha que yacía bajo él.
Bella
dejó escapar un pequeño grito al sentir forzada la puerta que
conducía a sus secretos encantos, pero lo delicioso del contacto le
dio fuerzas para resistir el dolor con la esperanza del alivio que
parecía estar a punto de llegar.
Se
ha dicho que ce
n’est que le premier coup qui coute,
pero cabe alegar que también es perfectamente posible
que quelquejois
il cauto trops,
como puede inferir el lector conmigo en el caso presente.
Sin
embargo. y por muy extraño que pueda parecer, ninguno de nuestros
amantes tenía la menor idea al respecto, pues entregados por entero
a las deliciosas sensaciones que se habían apoderado de ellos, unian
sus esfuerzos para llevar a cabo ardientes movimientos que ambos
sentían que iban a llevarlos a un éxtasis.
Todo
el cuerpo de Bella se estremecía de delirante impaciencia, y de sus
labios rojos se escapaban cortas exclamaciones delatoras del supremo
deleite; estaba entregada en cuerpo y alma a las delicias del coito.
Sus contracciones musculares en el arma que en aquellos momentos la
tenía ya ensartada, el firme abrazo con que sujetaba el
contorsionado cuerpo del muchacho, la delicada estrechez de la húmeda
funda, ajustada como un guante, todo ello excitaba los sentidos de
Carlos hasta la locura.
Hundió
su instrumento hasta la raíz en el cuerpo de ella, hasta que los dos
globos que abastecían de masculinidad al campeón alcanzaron
contacto con los firmes cachetes de las nalgas de ella. No pudo
avanzar más, y se entregó de lleno a recoger la cosecha de sus
esfuerzos.
Pero
Bella, insaciable en su pasión, tan pronto como vio realizada la
completa unión Que deseaba, entregándose al ansia de placer que el
rígido y caliente miembro le proporcionaba, estaba demasiado
excitada para interesarse o preocuparse por lo que pudiera ocurrir
después. Poseída por locos espasmos de lujuria, se apretujaba
contra el objeto de su placer y, acogiéndose a los brazos de su
amado, con apagados quejidos de intensa emoción extática y grititos
de sorpresa y deleite, dejo escapar una copiosa emisión que, en
busca de salida, inundó los testículos de Carlos.
Tan
pronto como el joven pudo comprobar el placer que le procuraba a la
hermosa Bella, y advirtió el flujo que tan profusamente había
derramado sobre él, fue presa también de un acceso de furia lujuriosa. Un rabioso torrente de deseo pareció inundarle las venas.
Su instrumento se encontraba totalmente hundido en las entrañas de
ella. Echándose hacia atrás, extrajo el ardiente miembro casi hasta
la cabeza y volvió a hundirlo. Sintió un cosquilleo crispante,
enloquecedor. Apretó el abrazo que le mantenía unido a su joven
amante, y en el mismo instante en que otro grito de arrebatado placer
se escapaba del palpitante pecho de ella, sintió su propio jadeo
sobre el seno de Bella, mientras derramaba en el interior de su
agradecida matriz un verdadero torrente de vigor juvenil.
Un
apagado gemido de lujuria satisfecha escapó de los labios
entreabiertos de Bella, al sentir en su interior el derrame de fluido
seminal. Al propio tiempo el lascivo frenesí de la emisión le arrancó a Carlos un grito penetrante y apasionado mientras quedaba
tendido con los ojos en blanco, como el acto final del drama sensual.
El
grito fue la señal para una interrupción tan repentina como
inesperada. Entre las ramas de los arbustos próximos se coló la
siniestra figura de un hombre que se situó de pie delante de los
jóvenes amantes.
El
horror heló la sangre de ambos.
Carlos, escabulléndose del que había sido su lúbrico y cálido refugio, y
con un esfuerzo por mantenerse en pie, retrocedió ante la aparición,
como quien huye de una espantosa serpiente.
Por
su parte la gentil Bella, tan pronto como advirtió la presencia del
intruso se cubrió el rostro con las manos, encogiéndose en el banco
que había sido mudo testigo de su goce, e incapaz de emitir sonido
alguno a causa del temor, se dispuso a esperar la tormenta que sin
duda iba a desatarse, para enfrentarse, a ella con toda la presencia
de ánimo de que era capaz.
No
se prolongó mucho su incertidumbre.
Avanzando
rápidamente hacia la pareja culpable, el recién llegado tomó al
jovencito por el brazo, mientras con una dura mirada autoritaria le
ordenaba que pusiera orden en su vestimenta.
- ¡Muchacho
imprudente! - murmuró entre dientes- . ¿Qué hiciste? ¿Hasta qué
extremos te ha arrastrado tu pasión loca y salvaje? ¿Cómo podrás
enfrentarte a la ira de tu ofendido padre? ¿Cómo apaciguarás su
justo resentimiento cuando yo, en el ejercicio de mi deber moral, le
haga saber el daño causado por la mano de su único hijo?
Cuando
terminó de hablar, manteniendo a Carlos todavía sujeto por la
muñeca, la luz de la luna descubrió la figura de un hombre de
aproximadamente cuarenta y cinco años, bajo, gordo y más bien
corpulento. Su rostro, francamente hermoso, resultaba todavía más
atractivo por efecto de un par de ojos brillantes que, negros como el
azabache, lanzaban en torno a él adustas miradas de apasionado
resentimiento. Vestía hábitos clericales, cuyo sombrío aspecto y
limpieza hacían resaltar todavía más sus notables proporciones musculares y su sorprendente fisonomía, Carlos estaba confundido porcompleto, y se sintió egoísta e infinitamente aliviado cuando el
fiero intruso se volvió hacia su joven compañera de goces
libidinosos.
- En
cuanto a ti, infeliz muchacha, sólo puedo expresarte mi máximo
horror y mí justa indignación. Olvidándote de los preceptos de
nuestra santa madre iglesia, sin importarte el honor, has permitido a
este perverso y presuntuoso muchacho que pruebe la fruta prohibida.
¿Qué te queda ahora? Escarnecida por tus amigos y arrojada del
hogar de tu tío, tendrás que asociarte con las bestias del campo,
y. como Nabucodonosor, serás eludida por los tuyos para evitar la
contaminación, y tendrás que implorar por los caminos del Señor un
miserable sustento. ¡Ah, hija del pecado, criatura entregada a la
lujuria y a Satán! Yo te digo que...
El
extraño había ido tan lejos en su amonestación a la infortunada
muchacha, que Bella, abandonando su actitud encogida y levantándose,
unió lágrimas y súplicas en demanda de perdón para ella y para su
joven amante.
- No
digas más - siguió, al cabo, el fiero sacerdote- . No digas más.
Las confesiones no son válidas, y las humillaciones sólo añaden
lodo a tu ofensa. Mi mente no acierta a concretar cuál sea mi
obligación en este sucio asunto, pero si obedeciera los dictados de
mis actuales inclinaciones me encaminaría directamente hacia tus
custodios naturales para hacerlas saber de inmediato las infamias que
por azar he descubierto.
- ¡Por
piedad! ¡Compadeceos de mí! - suplicó Bella, cuyas lágrimas se
deslizaban por unas mejillas que hacía poco habían resplandecido de
placer.
- ¡Perdonadnos.
padre! ¡Perdonadnos a los dos! Haremos cuanto esté en nuestras
manos como penitencia. Se dirán seis misas y muchos padrenuestros
sufragados por nosotros, Se emprenderá sin duda la peregrinación al
sepulcro de San Engulfo, del que me hablabais el otro día. Estoy
dispuesto a cualquier sacrificio si perdonáis a mi querida Bella.
El
sacerdote impuso silencio con un ademán. Después tomó la palabra,
a veces en un tono piadoso que contrastaba con sus maneras resueltas
y su natural duro.
- ¡Basta!
- dijo- . Necesito tiempo. Necesito invocar la ayuda de la Virgen
bendita, que no conoce e] pecado, pero que, sin experimentar el
placer carnal de la copulación de los mortales, trajo al mundo al
niño Jesús en el establo de Belén. Pasa a yerme mañana a la
sacristía, Bella. Allí, en el recinto adecuado, te revelaré cuál
es la voluntad divina con respecto a tu pecado. En cuanto a ti, joven
impetuoso, me reservo todo juicio y toda acción hasta el día
siguiente, en el que te espero a la misma hora.
Miles
de gracias surgieron de las gargantas de ambos penitentes cuando el
padre les advirtió que debían marcharse ya.
La
noche hacía mucho que había caído, y se levantaba el relente.
- Entretanto,
buenas noches, y que la paz sea con vosotros. Vuestro secreto está a
salvo conmigo hasta que nos volvamos a ver - dijo el padre antes de
desaparecer.
II
CURIOSA
POR SABER EL DESARROLLO DE UNA aventura en la que ya estaba
verdaderamente interesada, al propio tiempo que por la suerte de la
gentil y amable Bella, me sentí obligada a permanecer junto a ella,
y por lo tanto tuve buen cuidado de no molestarla con mis atenciones,
no fuera a despertar su resistencia y a desencadenar un ataque a
destiempo, en un momento en el que para el buen éxito de mis
propósitos necesitaba estar en el propio campo de operaciones de la
joven. No trataré de describiros el mal rato que pasó mi joven
protegida en el intervalo transcurrido desde el momento en que se
produjo el enojoso descubrimiento del padre confesor y la hora
señalada por éste para visitarle en la sacristía, con el fin de
decidir sobre el sino de la infortunada Bella. Con paso incierto y la
mirada fija en el suelo, la asustada muchacha se presentó ante la
puerta de aquélla y llamó. La puerta se abrió y apareció el padre
en el umbral. A un signo del sacerdote Bella entró, permaneciendo de
pie frente a la imponente figura del santo varón. Siguió un
embarazoso silencio que se prolongó por algunos segundos. El padre
Ambrosio lo rompió al fin para decir: - Has hecho bien en acudir
tan puntualmente, hija mía. La estricta obediencia del penitente es
el primer signo espiritual que conduce al perdón divino. Al oír
aquellas bondadosas palabras Bella cobró aliento y pareció
descargarse de un peso que oprimía su corazón.
El
padre Ambrosio siguió hablando, al tiempo que se sentaba sobre un
largo cojín que cubría una gran arca de roble. - He pensado mucho
en ti, y también rogado por cuenta tuya, hija mía. Durante algún
tiempo no encontré manera alguna de dejar a mi conciencia libre de
culpa, salvo la de acudir a tu protector natural para revelarle el
espantoso secreto que involuntariamente llegué a poseer. Hizo una
pausa, y Bella, que sabía muy bien el severo carácter de su tío,
de quien además dependía por completo, se echó a temblar al oír
tales palabras. Tomándola de la mano y atrayéndola de manera que
tuvo que arrodillarse ante él, mientras su mano derecha presionaba
su bien torneado hombro, continuó el padre: - Pero me dolía pensar
en los espantosos resultados que hubieran seguido a tal revelación,
y pedí a la Virgen Santísima que me asistiera en tal tribulación.
Ella me señaló un camino que, al propio tiempo que sirve a las
finalidades de la sagrada iglesia, evita las consecuencias que
acarrearía el que el hecho llegase a conocimiento de tu tío. Sin
embargo, la primera condición necesaria para que podamos seguir este
camino es la obediencia absoluta. Bella, aliviada de su angustia al
oír que había un camino de salvación, prometió en el acto
obedecer ciegamente las órdenes de su padre espiritual. La jovencita
estaba arrodillada a sus pies. El padre Ambrosio inclinó su gran
cabeza sobre la postrada figura de ella. Un tinte de color enrojecía
sus mejillas, y un fuego extraño iluminaba sus ojos. Sus manos
temblaban ligeramente cuando se apoyaron sobre los hombros de su
penitente, pero no perdió su compostura. Indudablemente su espíritu
estaba conturbado por el conflicto nacido de la necesidad de seguir
adelante con el cumplimiento estricto de su deber, y los tortuosos
pasos con que pretendía evitar su cruel exposición. El santo padre
comenzó luego un largo sermón sobre la virtud de la obediencia, y
de la absoluta sumisión a las normas dictadas por el ministro de la
santa iglesia. Bella reiteró la seguridad de que seria muy paciente,
y de que obedecería todo cuanto se le ordenara. Entretanto resultaba
evidente para mí que el sacerdote era víctima de un espíritu
controlado pero rebelde, que a veces asomaba en su persona y se
apoderaba totalmente de ella, reflejándose en sus ojos centelleantes
y sus apasionados y ardientes labios. El padre Ambrosio atrajo más y
más a su hermosa penitente, hasta que sus lindos brazos descansaron
sobre sus rodillas y su rostro se inclinó hacia abajo con piadosa
resignación, casi sumido entre sus manos. - Y ahora, hija mía
- siguió diciendo el santo varón- ha llegado el momento de que
te revele los medios que me han sido señalados por la Virgen bendita
como los únicos que me autorizan a absolverte de la ofensa. Hay
espíritus a quienes se ha confiado el alivio de aquellas pasiones y
exigencias que la mayoría de los siervos de la iglesia tienen
prohibido confesar abiertamente, pero que sin duda necesitan
satisfacer. Se encuentran estos pocos elegidos entre aquellos que ya
han seguido el camino del desahogo carnal. A ellos se les confiere el
solemne y sagrado deber de atenuar los deseos terrenales de nuestra
comunidad religiosa, dentro del más estricto secreto. Con voz
temblorosa por la emoción, y al tiempo que sus amplias manos
descendían de los hombros de la muchacha hasta su cintura, el padre
susurró: - Para ti, que ya probaste el supremo placer de la
copulación, está indicado el recurso a este sagrado oficio. De esta
manera no sólo te será borrado y perdonado el pecado cometido, sino
que se te permitirá disfrutar legítimamente de esos deliciosos
éxtasis, de esas insuperables sensaciones de dicha arrobadora que en
todo momento encontrarás en los brazos de sus fieles servidores.
Nadarás en un mar de placeres sensuales, sin incurrir en las
penalidades resultantes de los amores ilícitos. La absolución
seguirá a cada uno de los abandonos de tu dulce cuerpo para
recompensar a la iglesia a través de sus ministros, y serás
premiada y sostenida en tu piadosa labor por la contemplación - o
mejor dicho, Bella, por la participación en ellas- de las intensas
y fervientes emociones que el delicioso disfrute de tu hermosa
persona tiene que provocar. Bella oyó la insidiosa proposición con
sentimientos mezclados de sorpresa y placer. Los poderosos y lascivos
impulsos de su ardiente naturaleza despertaron en el acto ante la
descripción ofrecida a su fértil imaginación. ¿Cómo dudar? El
piadoso sacerdote acercó su complaciente cuerpo hacia ella, y
estampó un largo y cálido beso en sus rosados labios. - Madre
Santa - murmuró Bella, sintiendo cada vez más excitados sus
instintos sexuales- . ¡Es demasiado para que pueda soportarlo! Yo
quisiera... me pregunto... ¡no sé qué decir! - Inocente y dulce
criatura. Es misión mía la de instruirte. En mi persona encontrarás
el mejor y más apto preceptor para la realización dc los ejercicios
que de hoy en adelante tendrás que llevar a cabo. El padre Ambrosio
cambió de postura. En aquel momento Bella advirtió por vez primera
su ardiente mirada de sensualidad, y casi le causó temor
descubrirla. También fue en aquel instante cuando se dio cuenta de
la enorme protuberancia que descollaba en la parte frontal de la
sotana del padre santo. El excitado sacerdote apenas se tomaba ya el
trabajo de disimular su estado y sus intenciones. Tomando a la
hermosa muchacha entre sus brazos la besó larga y apasionadamente.
Apretó el suave cuerpo de ella contra su voluminosa persona, y la
atrajo fuertemente para entrar en contacto cada vez más íntimo con
su grácil figura. Al cabo, consumido por la lujuria, perdió los
estribos, y dejando a Bella parcialmente en libertad, abrió el
frente de su sotana y dejó expuesto a los atónitos ojos de su joven
penitente y sin el menor rubor, un miembro cuyas gigantescas
proporciones, erección y rigidez la dejaron completamente
confundida. Es imposible describir las sensaciones despertadas en
Bella por el repentino descubrimiento de aquel formidable
instrumento. Su mirada se fijó instantáneamente en él, al tiempo
que el padre, advirtiendo ~su asombro, pero descubriendo que en él
no había mezcla alguna de alarma o de temor, lo colocó
tranquilamente entre sus manos. El entablar contacto con tan tremenda
cosa se apoderó de Bella un terrible estado de excitación. Como
quiera que hasta entonces no había visto más que el miembro de
moderadas proporciones de Carlos, tan notable fenómeno despertó
rápidamente en ella la mayor de las sensaciones lascivas, y asiendo
el inmenso objeto lo mejor que pudo con sus manecitas se acercó a él
embargada por un deleite sensual verdaderamente extático. - Santo
Dios! ¡Esto es casi el cielo! - murmuró Bella- . ¡Oh, padre,
quién hubiera creído que iba yo a ser escogida para semejante
dicha! Esto era demasiado para el padre Ambrosio. Estaba encantado
con la lujuria de su linda penitente y por el éxito de su infame
treta. (En efecto, él lo había planeado todo, puesto que facilitó
la entrevista de los jóvenes, y con ella la oportunidad de que se
entregasen a sus ardorosos juegos, a escondidas de todos menos de él,
que se agazapó cerca del lugar de la cita para contemplar con
centelleantes ojos el combate amoroso). Levantándose rápidamente
alzó el ligero cuerpo de la joven Bella, y colocándola sobre el
cojín en el que estuvo sentado él momentos antes levantó sus
rollizas piernas y separando lo más que pudo sus complacientes
muslos, contempló por un instante la deliciosa hendidura rosada que
aparecía debajo del blanco vientre. Luego, sin decir palabra, avanzó
su rostro hacía ella, e introduciendo su impúdica lengua tan
adentro como pudo en la húmeda vaina dióse a succionar tan
deliciosamente, que Bella, en un gran éxtasis pasional, y sacudido
su joven cuerpo por espasmódicas contracciones de placer, eyaculó
abundantemente, emisión que el santo padre engulló cual si fuera un
flan. Siguieron unos instantes de calma. Bella reposaba sobre su
espalda. con los brazos extendidos a ambos lados y la cabeza caída
hacia atrás, en actitud de delicioso agotamiento tras las violentas
emociones provocas por el lujurioso proceder del reverendo padre. Su
pecho se agitaba todavía bajo la violencia de sus transportes, y sus
hermosos ojos permanecían entornados en lánguido reposo. El padre
Ambrosio era de los contados hombres capaces de controlar sus
instintos pasionales en circunstancias como las presentes. Continuos
hábitos de paciencia en espera de alcanzar los objetos propuestos,
el empleo de la tenacidad en todos sus actos, y la cautela
convencional propia de la orden a la que pertenecía, no se habían
borrado por completo no obstante su temperamento fogoso, y aunque de
natural incompatible con la vocación sacerdotal, y de deseos tan
violentos que caían fuera de lo común, había aprendido a controlar
sus pasiones hasta la mortificación. Ya es hora de que descorramos
el velo que cubre el verdadero carácter de este hombre. Lo hago
respetuosamente, pero la verdad debe ser dicha. El padre Ambrosio era
la personificación viviente de la lujuria. Su mente estaba en
realidad entregada a satisfacerla, y sus fuertes instintos animales,
su ardiente y vigorosa constitución, al igual que su indomable
naturaleza, lo identificaban con la imagen física y mental del
sátiro de la antigüedad. Pero Bella sólo lo conocía como el padre
santo que no sólo le había perdonado su grave delito, sino que le
habla también abierto el camino por el que podía dirigirse, sin
pecado, a gozar de los placeres que tan firmemente tenía fijos en su
juvenil imaginación. El osado sacerdote, sumamente complacido por el
éxito de una estratagema que había puesto en sus manos lujuriosas
una víctima y también por la extraordinaria sensualidad de la
naturaleza de la joven, y el evidente deleite con que se entregaba a
la satisfacción de sus deseos, se disponía en aquellos momentos a
cosechar los frutos de su superchería, y disfrutaba lo indecible con
la idea de que iba a poseer todos los delicados encantos que Bella
podía ofrecerle para mitigar su espantosa lujuria. Al fin era suya,
y al tiempo que se retiraba de su cuerpo tembloroso, conservando
todavía en sus labios la muestra de la participación que había
tenido en el placer experimentado por ella, su miembro, todavía
hinchado y rígido, presentaba una cabeza reluciente a causa de la
presión de la sangre y el endurecimiento de los músculos. Tan
pronto como la joven Bella se hubo recuperado del ataque que acabamos
de describir, inferido por su confesor en las partes más sensibles
de su persona, y alzó la cabeza de la posición inclinada en que
reposaba, sus ojos volvieron a tropezar con el gran tronco que el
padre mantenía impúdicamente expuesto. Bella pudo ver el largo y
grueso mástil blanco, y la mata de negros pelos rizados de donde
emergía, oscilando rígidamente hacia arriba, y la cabeza en forma
de huevo que sobresalía en el extremo, roja y desnuda, y que parecía
invitar el contacto de su mano. Contemplaba aquella gruesa y rígida
masa de músculo y carne, e incapaz de resistir la tentación la tomó
de nuevo entre sus manos. La apretó, la estrujó, y deslizó hacia
atrás los pliegues de piel que la cubrían para observar la gran
nuez que la coronaba. Maravillada, contempló el agujerito que
aparecía en su extremo, y tomándolo con ambas manos lo mantuvo,
palpitante, junto a su cara. - ¡Oh. padre! ¡Qué cosa tan
maravillosa! - exclamó- . ¡Qué grande! ¡ Por favor, padre
Ambrosio, decidme cómo debo proceder para aliviar a nuestros santos
ministros religiosos de esos sentimientos que según usted tanto los
inquietan, y que hasta dolor les causan! El padre Ambrosio estaba
demasiado excitado para poder contestar, pero tomando la mano de ella
con la suya le enseñó a la inocente muchacha cómo tenía que mover
sus dedos de atrás y adelante en su enorme objeto. Su placer era
intenso, y el de Bella no parecía ser menor. Siguió frotando el
miembro entre las suaves palmas de sus manos, mientras contemplaba
con aire inocente la cara de él. Después le preguntó en voz queda
si ello le proporcionaba gran placer, y si por lo tanto tenía qué
seguir actuando tal como lo hacía. Entretanto, el gran pene del
padre Ambrosio engordaba y crecía todavía más por efecto del
excitante cosquilleo al que lo sometía la jovencita. - Espera un
momento. Si sigues frotándolo de esta manera me voy a venir - dijo
por lo bajo- . Será mejor retardarlo todavía un poco. - ¿Se
vendrá, padrecito? - inquirió Bella ávidamente- . ¿Qué quiere
decir eso? - ¡Ah, mi dulce niña, tan adorable por tu belleza como
por tu inocencia! ¡Cuán divinamente llevas a cabo tu excelsa
misión! - exclamó Ambrosio, encantado de abusar de la evidente
inexperiencia de su joven penitente, y de poder así envilecería- .
Venirse significa completar el acto por medio del cual se disfruta en
su totalidad del placer venéreo y supone el escape de una gran
cantidad de fluido blanco y espeso del interior de la cosa que
sostienes entre tus manos, y que al ser expelido proporciona igual
placer al que la arroja que a la persona que, en el modo que sea, la
recibe. Bella recordó a Carlos y su éxtasis, y entendió enseguida
a lo que el padre se refería. - ¿Y este derrame le proporcionaría
alivio, padre? - Claro que sí, hija mía, y por ello deseo
ofrecerte la oportunidad de que me proporciones ese alivio
bienhechor, como bendito sacrificio de uno de los más humildes
servidores de la iglesia. - ¡Qué delicia! - murmuró Bella- .
Por obra mía correrá esa rica corriente, y es únicamente a mí a
quien el santo varón reserva ese final placentero. ¡Cuánta
felicidad me proporciona poderle causar semejante dicha! Después de
expresar apasionadamente estos pensamientos, inclinó la cabeza. El
objeto de su adoración exhalaba un perfume difícil de definir.
Depositó sus húmedos labios sobre su extremo superior, cubrió con
su adorable boca el pequeño orificio, y luego besó ardientemente el
reluciente miembro. - ¿Cómo se llama ese fluido? - preguntó
Bella, alzando una vez más su lindo rostro. - --Tiene varios
nombres - replicó el santo varón- . Depende de la clase social a
la que pertenezca la persona que lo menciona. Pero entre nosotros,
hija mía, lo llamaremos leche. - ¿Leche? - repitió Bella
inocentemente, dejando escapar el erótico vocablo por entre sus
dulces labios, con una unción que en aquellas circunstancias
resultaba natural. - Sí, hija mía, la palabra es leche. Por lo
menos así quisiera que lo llamaras tú. Y enseguida te inundaré con
esta esencia tan preciosa. - ¿Cómo tengo que recibirla? - preguntó
Bella, pensando en Carlos, y en la tremenda diferencia relativa entre
su instrumento y el gigantesco pene que en aquellos instantes tenía
ante sí. - Hay varios modos para ello, todos los cuales tienes que
aprender. Pero ahora no estamos bien acomodados para el principal de
los actos del rito venéreo, la copulación permitida de la que ya
hemos hablado. Por consiguiente debemos sustituirlo por otro medio
más sencillo, así que en lugar de que descargue esta esencia
llamada leche en el interior de tu cuerpo, teniendo en cuenta que la
suma estrechez de tu hendidura provocaría que fluyera con extrema
abundancia, empezaremos con la fricción por medio de tus obedientes
dedos, hasta que llegue el momento en que se aproximen los espasmos
que acompañan a la emisión. Llegado el instante, a una señal mía
tomarás entre tus labios lo más que quepa en ellos de la cabeza de
este objeto. hasta que, expelida la última gota, me retire
satisfecho, por lo menos temporalmente. Bella, cuyo lujurioso
instinto le había permitido disfrutar la descripción hecha por el
confesor, y que estaba tan ansiosa como él mismo por llevar a
cumplimiento el atrevido programa, manifestó rápidamente su
voluntad de complacer. Ambrosio colocó una vez más su enorme pene
en manos de Bella. Excitada tanto por la vista como por el contacto
de tan notable objeto, que tenía asido entre ambas manos con
verdadero deleite, la joven se dio a cosquillear. frotar y exprimir
el enorme y tieso miembro, de manera que proporcionaba al licencioso
cura el mayor de los goces. No contenta con friccionarlo con sus
delicados dedos, Bella, dejando escapar palabras de devoción y
satisfacción, llevó la espumeante cabeza a sus rosados labios, y la
introdujo hasta donde le fue posible, con la esperanza de provocar
con sus toques y con las suaves caricias de su lengua la deliciosa
eyaculación que debía sobrevenir. Esto era más de lo que el santo
varón había esperado, ya que nunca supuso que iba a encontrar una
discípula tan bien dispuesta para el irregular ataque que había
propuesto. Despertadas al máximo sus sensaciones por el delicioso
cosquilleo de que era objeto, se disponía a inundar la boca y la
garganta de la muchachita con el flujo de su poderosa descarga.
Ambrosio comenzó a sentir que no tardaría en venirse, con lo que
iba a terminar su placer. Era uno de esos seres excepcionales, cuya
abundante eyaculación seminal es mucho mayor que la de los
individuos normales. No sólo estaba dotado del singular don de poder
repetir el acto venéreo con intervalos cortos, sino que la cantidad
con que terminaba su placer era tan tremenda como desusada. La
superabundancia parecía estar en relación con la proporción con
que hubieran sido despertadas sus pasiones animales, y cuando sus
deseos libidinosos habían sido prolongados e intensos, sus emisiones
de semen lo eran igualmente. Fue en estas circunstancias que la dulce
Bella había emprendido la tarea de dejar escapar los contenidos
torrentes de lujuria de aquel hombre. Iba a ser su dulce boca la
receptora de los espesos y viscosos torrentes que hasta el momento no
había experimentado, e ignorante como se encontraba de los
resultados del alivio que tan ansiosa estaba de administrar, la
hermosa doncella deseaba la consumación de su labor, y el derrame de
leche del que le había hablado el buen padre. El exuberante miembro
engrosaba y se enardecía cada vez más, a medida que los excitantes
labios de Bella apresaban su anchurosa cabeza y su lengua jugueteaba
en torno al pequeño orificio. Sus blancas manos lo privaban de su
dúctil piel, o cosquilleaban alternativamente su extremo inferior.
Dos veces retirá Ambrosio la cabeza de su miembro de los rosados
labios de la muchacha, incapaz ya de aguantar los deseos de venirse
al delicioso contacto de los mismos. Al fin Bella, impaciente por el
retraso, y habiendo al parecer alcanzado un máximo de perfección en
su técnica, presionó con mayor energía que antes el tieso dardo.
Instantáneamente se produjo un envaramiento en las extremidades del
buen padre. Sus piernas se abrieron ampliamente a ambos lados de su
penitente. Sus manos se agarraron convulsivamente del cojín. Su
cuerpo se proyectó hacia delante y se enderezó. - ¡Dios santo!
¡Me voy a venir! - exclamó al tiempo que con los labios
entreabiertos y los ojos vidriosos lanzaba una última mirada a su
inocente víctima. Después se estremeció profundamente, y entre
lamentos y entrecortados gritos histéricos su pene, por efecto de la
provocación de la jovencita, comenzó a expeler torrentes de espeso
y viscoso fluido. Bella, comprendiendo por los chorros que uno tras
otro inundaban su boca y resbalaban garganta abajo, así como por los
gritos de su compañero, que éste disfrutaba al máximo los efectos
de lo que ella había provocado, siguió succionando y apretujando
hasta que, llena de las descargas viscosas, y semiasfixiada por su
abundancia, se vio obligada a soltar aquella jeringa humana que
continuaba eyaculando a chorros sobre su rostro. -¡Madre santa!
- exclamó Bella, cuyos labios y cara estaban inundados de la leche
del padre- . ¡Qué placer me ha provocado! Y a usted, padre mío,
¿no le he proporcionado el preciado alivio que necesitaba? El padre
Ambrosio, demasiado agitado para poder contestar, atrajo a la gentil
muchacha hacia sus brazos, y comprimiendo sus chorreantes labios los
cubrió con húmedos besos de gratitud y de placer. Transcurrió un
cuarto de hora en reposo tranquilo, que ningún signo de turbación
exterior vino a interrumpir. La puerta estaba bajo cerrojo, y el
padre había escogido bien el momento. Mientras tanto Bella,
terriblemente excitada por la escena que hemos tratado de describir,
había concebido el extravagante deseo de que el rígido miembro de
Ambrosio realizara con ella misma la operación que había sufrido
con el arma de moderadas proporciones de Carlos. Pasando sus brazos
en torno al robusto cuello de su confesor, le susurró tiernas
palabras de invitación, observando, al hacerlo, el efecto que
causaban en el instrumento que adquiría ya rigidez entre sus
piernas. - Me dijisteis que la estrechez de esta hendidura - y
Bella colocó la ancha mano de él sobre la misma, presionándola
luego suavemente- os haría descargar una abundante cantidad de
leche que poseéis. ¿Por qué no he de poder, padre mío, sentirla
derramarse dentro de mi cuerpo por la punta de esta cosa roja? Era
evidente lo mucho que la hermosura de la joven Bella, así como la
inocencia e ingenuidad de su carácter, inflamaban el natural ya de
por sí sensual del sacerdote. Saberse triunfador, tenerla
absolutamente impotente entre sus manos, la delicadeza y refinamiento
de la muchacha, todo ello conspiraba al máximo para despertar sus
licenciosos instintos y desenfrenados deseos. Era suya, suya para
gozarla a voluntad, suya para satisfacer cualquier capricho de su
terrible lujuria, y estaba lista a entregarse a la más desenfrenada
sensualidad. - ¡Por Dios, esto es demasiado! - exclamó Ambrosio,
cuya lujuria, de nuevo encendida, volvía a asaltarle violentamente
ante tal solicitud- . Dulce muchachita, no sabes lo que pides. La
desproporción es terrible, y sufrirás demasiado al intentarlo. - Lo
soportaré todo - replicó Bella- con tal de poder sentir esta
cosa terrible dentro de mí, y gustar de los chorros de leche.
- ¡Santa madre de Dios! Es demasiado para ti, Bella. No tienes idea
de las medidas de esta máquina, una vez hinchada, adorable criatura,
nadarían en un océano de leche caliente. - -Oh padrecito! ¡Qué
dicha celestial! - Desnúdate, Bella. Quitate todo lo que pueda
entorpecer nuestros movimientos, que te prometo serán en extremo
violentos. Cumpliendo la orden, Bella se despojó rápidamente de sus
vestidos, y buscando complacer a su confesor con la plena exhibición
de sus encantos, a fin de que su miembro se alargara en proporción a
lo que ella mostrara de sus desnudeces, se despojó de hasta la más
mínima prenda interior, para quedar tal como vino al mundo. El padre
Ambrosio quedó atónito ante la contemplación de los encantos que
se ofrecían a su vista. La amplitud de sus caderas, los capullos de
sus senos, la nívea blancura de su piel, suave como el satín, la
redondez de sus nalgas y lo rotundo de sus muslos, el blanco y plano
vientre con su adorable monte, y, por sobre todo, la encantadora
hendidura rosada que destacaba debajo del mismo, asomándose
tímidamente entre los rollizos muslos, hicieron que él se lanzara
sobre la joven con un rugido de lujuria. Ambrosio atrapó a su
víctima entre sus brazos. Oprimió su cuerpo suave y deslumbrante
contra el suyo. La cubrió de besos lúbricos, y dando rienda suelta
a su licenciosa lengua prometió a la jovencita todos los goces del
paraíso mediante la introducción de su gran aparato en el interior
de su vulva. Bella acogió estas palabras con un gritito de éxtasis,
y cuando su excitado estuprador la acostó sobre sus espaldas sentía
ya la anchurosa y tumefacta cabeza del pene gigantesco presionando
los calientes y húmedos labios de su orificio casi virginal. El
santo varón, encontrando placer en el contacto de su pene con los
calientes labios de la vulva de Bella, comenzó a empujar hacia
adentro con todas sus fuerzas, hasta que la gran nuez de la punta se
llenó de humedad secretada por la sensible vaina. La pasión
enfervorizaba a Bella. Los esfuerzos del padre Ambrosio por alojar la
cabeza de su miembro entre los húmedos labios de su rendija en lugar
de disuadiría la espoleaban hasta la locura, y finalmente,
profiriendo un débil grito, se inclinó hacia adelante y expulsó el
viscoso tributo de su lascivo temperamento. Esto era exactamente lo
que esperaba el desvergonzado cura. Cuando la dulce y caliente
emisión inundó su enormemente desarrollado pene, empujó
resueltamente, y de un solo golpe introdujo la mitad de su voluminoso
apéndice en el interior de la hermosa muchacha. Tan pronto como
Bella se sintió empalada por la entrada del terrible miembro en el
interior de su tierno cuerpo, perdió el poco control que conservaba,
y olvidándose del dolor que sufría rodeó con sus piernas las
espaldas de él, y alentó a su enorme invasor a no guardarle
consideraciones. - Mi tierna y dulce chiquilla - murmuró el
lascivo sacerdote- . Mis brazos te rodean, mi arma está hundida a
medias en tu vientre. Pronto serán para ti los goces del paraíso.
- Lo sé; lo siento. No os hagáis hacia atrás; dadme el delicioso
objeto hasta donde podáis. - Toma, pues. Empujo, aprieto, pero
estoy demasiado bien dotado para poder penetrarte fácilmente. Tal
vez te reviente. pero ahora ya es demasiado tarde. Tengo que
poseerte... o morir. Las partes de Bella se relajaron un poco, y
Ambrosio pudo penetrar unos centímetros más. Su palpitante miembro,
húmedo y desnudo, había recorrido la mitad del camino hacia el
interior de la jovencita. Su placer era intenso, y la cabeza de su
instrumento estaba deliciosamente comprimida por la vaina de Bella.
- Adelante, padrecito. Estoy en espera de la leche que me habéis
prometido. El confesor no necesitaba de este aliento para inducirlo a
poner en acción todos sus tremendos poderes copulatorios. Empujó
frenéticamente hacia adelante, y con cada nuevo esfuerzo sumió su
cálido pene más adentro, hasta que, por fin, con un golpe poderoso
lo enterró hasta los testículos en el interior de la vulva de
Bella. Esta furiosa introducción por parte del brutal sacerdote fue
más de lo que su frágil víctima, animada por sus propios deseos,
pudo soportar. Con un desmayado grito de angustia física, Bella
anunció que su estuprador había vencido toda la resistencia que su
juventud había opuesto a la entrada de su miembro, y la tortura de
la forzada introducción de aquella masa borro la sensación de
placer con que en un principio había soportado el ataque. Ambrosio
lanzó un grito de alegría al contemplar la hermosa presa que su
serpiente había mordido. Gozaba con la víctima que tenía empalada
con su enorme ariete. Sentía el enloquecedor contacto con
inexpresable placer. Veía a la muchacha estremecerse por la angustia
de su violación. Su natural impetuoso había despertado por entero.
Pasare lo que pasare, disfrutaría hasta el máximo. Así pues,
estrechó entre sus brazos el cuerpo de la hermosa muchacha, y la
agasajó con toda la extensión de su inmenso miembro. - Hermosa
mía, realmente eres incitante. Tú también tienes que disfrutar. Te
daré la leche de que te hablaba. Pero antes tengo que despertar mi
naturaleza con este lujurioso cosquilleo. Bésame, Bella, y luego la
tendrás. Y cuando mi caliente leche me deje para adentrarse en tus
juveniles entrañas, experimentarás los exquisitos deleites que
estoy sintiendo yo. ¡Aprieta. Bella! Déjame también empujar,
chiquilla mía! Ahora entra de nuevo, ¡Oh...! ¡Oh...! Ambrosio se
levantó por un momento y pudo ver el inmenso émbolo a causa del
cual la linda hendidura de Bella estaba en aquellos momentos
extraordinariamente distendida. Firmemente empotrado en aquella
lujuriosa vaina, y saboreando profundamente la suma estrechez de los
cálidos pliegues de carne en los que estaba encajado, empujó sin
preocuparse del dolor que su miembro provocaba, y sólo ansioso de
procurarse el máximo deleite posible. No era hombre que fuera a
detenerse en tales casos ante falsos conceptos de piedad, en aquellos
momentos empujaba hacia dentro lo más posible, mientras que
febrilmente rociaba de besos los abiertos y temblorosos labios de la
pobre Bella. Por espacio de unos minutos no se oyó Otra cosa que los
jadeos y sacudidas con que el lascivo sacerdote se entregaba a darse
satisfacción, y el glu-glu de su inmenso pene cuando
alternativamente entraba y salía del sexo de la bella penitente. No
cabe suponer que un hombre como Ambrosio ignorara el tremendo poder
de goce que su miembro podía suscitar en una persona del sexo
opuesto, ni que su tamaño y capacidad de descarga eran capaces de
provocar las más excitantes emociones en la joven sobre la que
estaba accionando. Pero la naturaleza hacía valer sus derechos
también en la persona de la joven Bella. El dolor de la dilatación
se vio bien pronto atenuado por la intensa sensación de placer
provocada por la vigorosa arma del santo varón, y no tardaron los
quejidos y lamentos de la linda chiquilla en entremezclarse con
sonidos medio sofocados en lo más hondo de su ser, que expresaban su
deleite. - ¡Padre mío! ¡Padrecito, mi querido y generoso
padrecito! Empujad, empujad: puedo soportarlo. Lo deseo. Estoy en el
cielo. ¡El bendito instrumento tiene una cabeza tan ardiente! ¡Oh,
corazón mío! ¡Oh... oh! Madre bendita, ¿qué es lo que siento?
Ambrosio veía el efecto que provocaba. Su propio placer llegaba a
toda prisa. Se meneaba furiosamente hacia atrás y hacia adelante,
agasajando a Bella a cada nueva embestida con todo el largo de su
miembro, que se hundía hasta los rizados pelos que cubrían sus
testículos. Al cabo, Bella no pudo resistir más, y obsequió al
arrebatado violador con una cálida emisión que inundó todo su
rígido miembro. Resulta imposible describir el frenesí de lujuria
que en aquellos momentos se apoderó de la joven y encantadora Bella.
Se aferró con desesperación al fornido cuerpo del sacerdote, que
agasajaba a su voluptuoso angelical cuerpo con toda la fuerza y
poderío de sus viriles estocadas, y lo alojó en su estrecha y
resbalosa vaina hasta los testículos. Pero ni aún en su éxtasis
Bella perdió nunca de vista la perfección del goce. El santo varón
tenía que expeler su semen en el interior de ella, tal como lo había hecho Carlos, y la sola idea de ello añadió combustible al fuego de
su lujuria. Cuando, por consiguiente, el padre Ambrosio pasó sus
brazos en torno a su esbelta cintura, y hundió hasta los pelos su
pene de semental en la vulva de Bella, para anunciar entre suspiros
que al fin llegaba la leche, la excitada muchacha se abrió de
piernas todo lo que pudo, y en medio de gritos de placer recibió los
chorros de su emisión en sus órganos vitales.
Así
permaneció él por espacio de dos minutos enteros, durante los que
se iban sucediendo las descargas, cada una de las cuales era recibida
por Bella con profundas manifestaciones de placer, traducidas en
gritos y contorsiones.
III
NO
CREO QUE EN NINGUNA OTRA OCASIÓN haya tenido que sonrojarme con
mayor motivo que en esta oportunidad. Y es que hasta una pulga tenía
que sentirse avergonzada ante la proterva visión de lo que acabo de
dejar registrado. Una muchacha tan joven, de apariencia tan inocente,
y sin embargo, de inclinaciones y deseos tan lascivos. Una persona de
frescura y belleza infinitas; una mente de llameante sensualidad
convertida por el accidental curso de los acontecimientos en un
activo volcán de lujuria. Muy bien hubiera podido exclamar con el
poeta de la antigüedad: ‘¡Oh, Moisés!", o como el más
práctico descendiente del patriarca: "¡Por las barbas del
profeta!" No es necesario hablar del cambio que se produjo en
Bella después de las experiencias relatadas. Eran del todo evidentes
en su porte y su conducta. Lo que pasó con su juvenil amante, lamas
me he preocupado por averiguarlo, pero me inclino a creer que el
padre Ambrosio no permanecía al margen de esos gustos irregulares
que tan ampliamente le han sido atribuidos a su orden, y que también
el muchacho se vio inducido poco a poco, al igual que su joven amiga,
a darle satisfacción a los insensatos deseos del sacerdote. Pero
volvamos a mis observaciones directas en lo que concierne a la linda
Bella. Si bien a una pulga no le es posible sonrojarse, sí puede
observar, y me impuse la obligación de encomendar a la pluma y a la
tinta la descripción de todos los pasajes amatorios que consideré
pudieran tener interés para los buscadores de la verdad. Podemos
escribir - por lo menos puede hacerlo esta pulga, pues de otro modo
estas páginas no estarían bajo los ojos del lector- y eso basta.
Transcurrieron varios días antes de que Bella encontrara la
oportunidad de volver a visitar a su clerical admirador, pero al fin
se presentó la ocasión, y ni qué decir tiene que ella la aprovechó
de inmediato. Había encontrado el medio de hacerle saber a Ambrosio
que se proponía visitarlo, y en consecuencia el astuto individuo
pudo disponer de antemano las cosas para recibir a su linda huésped
como la vez anterior. Tan pronto como Bella se encontró a solas con
su seductor se arrojó en sus brazos, y apresando su gran humanidad
contra su frágil cuerpo le prodigó las más tiernas caricias.
Ambrosio no se hizo rogar para devolver todo el calor de su abrazo, y
así sucedió que la pareja se encontró de inmediato entregada a un
intercambio de cálidos besos, y reclinada, cara a cara, sobre el
cofre acojinado a que aludimos anteriormente. Pero Bella no iba a
conformarse con besos solamente; deseaba algo más sólido, por
experiencia sabía que el padre podía proporcionárselo. Ambrosio no
estaba menos excitado. Su sangre afluía rápidamente, sus negros
ojos llameaban por efecto de una lujuria incontrolable, y la
protuberancia que podía observarse en su hábito denunciaba a las
claras el estado de sus sentidos. Bella advirtió la situación: ni
sus miradas ansiosas, ni su evidente erección, que el padre no se
preocupaba por disimular, podían escapársele. Pero pensó en avivar
mayormente su deseo, antes que en apaciguarlo. Sin embargo, pronto
demostró Ambrosio que no requería incentivos mayores, y
deliberadamente exhibió su arma, bárbaramente dilatada en forma
tal, que su sola vista despertó deseos frenéticos en Bella. En
cualquiera otra ocasión Ambrosio hubiera sido mucho más prudente en
darse gusto, pero en esta oportunidad sus alborotados sentidos habían
superado su capacidad de controlar el deseo de regodearse lo antes
posible en los juveniles encantos que se le ofrecían. Estaba ya
sobre su cuerpo. Su gran humanidad cubría por completo el cuerpo de
ella. Su miembro en erección se clavaba en el vientre de Bella,
cuyas ropas estaban recogidas hasta la cintura. Con una mano
temblorosa llegó Ambrosio al centro de la hendidura objeto de su
deseo; ansiosamente llevó la punta caliente y carmesí hacia los
abiertos y húmedos labios. Empujó, luchó por entrar.., y lo
consiguió. La inmensa máquina entró con paso lento pero firme. La
cabeza y parte del miembro ya estaban dentro. Unas cuantas firmes y
decididas embestidas completaron la conjunción, y Bella recibió en
toda su longitud el inmenso y excitado miembro de Ambrosio. El
estuprador yacía jadeante sobre ella, en completa posesión de sus
más íntimos encantos. Bella, dentro de cuyo vientre se había
acomodado aquella vigorosa masa, sentía al máximo los efectos del
intruso, cálido y palpitante. Entretanto Ambrosio había comenzado a
moverse hacia atrás y hacia adelante. Bella trenzó sus blancos
brazos en torno a su cuello, y enroscó sus lindas piernas enfundadas
en seda sobre sus espaldas, presa de la mayor lujuria. - ¡Qué
delicia! - murmuró Bella, besando arrolladoramente sus gruesos
labios- . Empujad más.., todavía más. ¡Oh, cómo me forzáis a
abrirme, y cuán largo es! ¡Cuán cálido. cuan.., oh... oh! Y soltó
un chorro de su almacén, en respuesta a las embestidas del hombre,
al mismo tiempo que su cabeza caía hacia atrás y su boca se abría
en el espasmo del coito. El sacerdote se contuvo e hizo una breve
pausa. Los latidos de su enorme miembro anunciaban suficientemente el
estado en que el mismo se encontraba, y quería prolongar su placer
hasta el máximo. Bella comprimió el terrible dardo introducido
hasta lo más intimo de su persona, y sintió crecer y endurecerse
todavía más, en tanto que su enrojecida cabeza presionaba su
juvenil matriz. Casi inmediatamente después su pesado amante,
incapaz de controlarse por más tiempo, sucumbió a la intensidad de
las sensaciones, y dejó escapar el torrente de su viscoso líquido.
- ¡Oh, viene de vos! - gritó la excitada muchacha- . Lo siento a
chorros. ¡Oh, dadme ....... más! ¡Derramadlo en mi interior..,
empujad más, no me compadezcáis. . .! ¡Oh, otro chorro! ¡Empujad!
-Desgarradme si queréis, pero dadme toda vuestra leche! Antes hablé
de la cantidad de semen que el padre Ambrosio era capaz de derramar,
pero en esta ocasión se excedió a sí mismo. Había estado
almacenado por espacio de una semana, y Bella recibía en aquellos
momentos una corriente tan tremenda, que aquella descarga parecía
más bien emitida por una jeringa, que la eyaculación de los órganos
genitales de un hombre. Al fin Ambrosio desmontó de su cabalgadura,
y cuando Bella se puso de pie nuevamente sintió deslizarse una
corriente de líquido pegajoso que descendía por sus rollizos
muslos. Apenas se había separado el padre Ambrosio cuando se abrió
la puerta que conducía a la iglesia, y aparecieron en el portal
otros dos sacerdotes. El disimulo resultaba imposible. - Ambrosio
- exclamó el de más edad de los dos, un hombre que andaría entre
los treinta y los cuarenta años- . Esto va en contra de las normas
y privilegios de nuestra orden, que disponen que toda clase de juegos
han de practicarse en común. - Tomadla entonces - refunfuñó el
aludido- . Todavía no es demasiado tarde. Iba a comunicaros lo que
había conseguido cuando... - . . . cuando la deliciosa tentación
de esta rosa fue demasiado fuerte para ti, amigo nuestro - interrumpió
el otro, apoderándose de la atónita Bella al tiempo que hablaba, e
introduciendo su enorme mano debajo de sus vestimentas para tentar
los suaves muslos de ella. - Lo he visto todo al través del ojo de
la cerradura - susurró el bruto a su oído- . No tienes nada qué
temer; únicamente queremos hacer lo mismo contigo. Bella recordó
las condiciones en que se le había ofrecido consuelo en la iglesia,
y supuso que ello formaba parte de sus nuevas obligaciones. Por lo
tanto permaneció en los brazos del recién llegado sin oponer
resistencia. En el ínterin su compañero había pasado su fuerte
brazo en torno a la cintura de Bella, y cubría de besos las mejillas
de ésta. Ambrosio lo contemplaba todo estupefacto y confundido. Así
fue como la jovencita se encontró entre dos fuegos, por no decir
nada de la desbordante pasión de su posesor original. En vano miraba
a uno y después a otro en demanda de respiro, o de algún medio de
escapar del predicamento en que se encontraba. A pesar de que estaba
completamente resignada al papel al que la había reducido el astuto
padre Ambrosio, se sentía en aquellos momentos invadida por un
poderoso sentimiento de debilidad y de miedo hacia los nuevos
asaltantes. Bella no leía en la mirada de los nuevos intrusos más
que deseo rabioso, en tanto que la impasibilidad de Ambrosio la hacía
perder cualquier esperanza de que el mismo fuera a ofrecer la menor
resistencia. Entre los dos hombres la tenían emparedada, y en tanto
que el que habló primero deslizaba su mano hasta su rosada vulva, el
otro no perdió tiempo en posesionarse de los redondeados cachetes de
sus nalgas. Entrambos, a Bella le era imposible resistir. - Aguardad
un momento - dijo al cabo Ambrosio- . Sí tenéis prisa por
poseerla cuando menos desnudadla sin estropear su vestimenta, como al
parecer pretendéis hacerlo. - Desnúdate, Bella - siguió
diciendo- . Según parece, todos tenemos que compartirte, de manera
que disponte a ser instrumento voluntario de nuestros deseos comunes.
En nuestro convento se encuentran otros cofrades no menos exigentes
que yo, y tu tarea no será en modo alguno una sinecura, así que
será mejor que recuerdes en todo momento los privilegios que estás
destinada a cumplir, y te dispongas a aliviar a estos santos varones
de los apremiantes deseos que ahora ya sabes cómo suavizar. Así
planteado el asunto, no quedaba alternativa. Bella quedó de píe,
desnuda ante los tres vigorosos sacerdotes, y levantó un murmullo
general de admiración cuando en aquel estado se adelantó hacía
ellos. Tan pronto como el que había llevado la voz cantante de los
recién llegados - el cual, evidentemente, parecía ser el Superior
de los tres- advirtió la hermosa desnudez que estaba ante su
ardiente mirada, sin dudarlo un instante abrió su sotana para poner
en libertad un largo y anchuroso miembro, tomó en sus brazos a la
muchacha, la puso de espaldas sobre el gran cofre acojinado, brincó
sobre ella, se colocó entre sus lindos muslos, y apuntando
rápidamente la cabeza de su rabioso campeón hacia el suave orificio
de ella, empujó hacia adelante para hundirlo por completo hasta los
testículos. Bella dejó escapar un pequeño grito de éxtasis al
sentirse empalada por aquella nueva y poderosa arma. Para el hombre
la posesión entera de la hermosa muchacha suponía un momento
extático, y la sensación de que su erecto pene estaba totalmente
enterrado en el cuerpo de ella le producía una emoción inefable. No
creyó poder penetrar tan rápidamente en sus jóvenes partes, pues
no había tomado en cuenta la lubricación producida por el flujo de
semen que ya había recibido. El Superior, no obstante, no le dio
oportunidad de reflexionar, pues dióse a atacar con tanta energía,
que sus poderosas embestidas desde largo produjeron pleno efecto en
su cálido temperamento, y provocaron casi de inmediato la dulce
emisión. Esto fue demasiado para el disoluto sacerdote. Ya
firmemente encajado en la estrecha hendidura, que te quedaba tan
ajustada como un guante, tan luego como sintió la cálida emisión
dejó escapar un fuerte gruñido y descargó con furia. Bella
disfrutó el torrente de lujuria de aquel hombre, y abriendo las
piernas cuanto pudo lo recibió en lo más hondo de sus entrañas,
permitiéndole que saciara su lujuria arrojando las descargas de su
impetuosa naturaleza. Los sentimientos lascivos más fuertes de Bella
se reavivaron con este segundo y firme ataque contra su persona, y su
excitable naturaleza recibió con exquisito agrado la abundancia de
líquido que el membrudo campeón había derramado en su interior.
Pero, por salaz que fuera, la jovencita se sentía exhausta por esta
continua corriente, y por ello recibió con desmayo al segundo de los
intrusos que se disponía a ocupar el puesto recién abandonado por
el superior. Pero Bella quedó atónita ante las proporciones del
falo que el sacerdote ofrecía ante ella. Aún no había acabado de
quitarse la ropa, y ya surgía de su parte delantera un erecto
miembro ante cuyo tamaño hasta el padre Ambrosio tenía que ceder el
paso.
De
entre los rizos de rojo pelo emergía la blanca columna de carne,
coronada por una brillante cabeza colorada, cuyo orificio parecía
constreñido para evitar una prematura expulsión de jugos. Dos
grandes y peludas bolas colgaban de su base, y completaban un cuadro
a la vista del cual comenzó a hervir de nuevo la sangre de Bella,
cuyo juvenil espíritu se aprestó a librar un nuevo y
desproporcionado combate. - ¡Oh, padrecito ¡ ¿Cómo podré jamás
albergar tamaña cosa dentro de mi personita? - Preguntó
acongojada- . ¿Cómo me será posible soportarlo una vez que esté
dentro de mí? Temo que me va a dañar terriblemente. - Tendré
mucho cuidado, hija mía. Iré despacio. Ahora estás bien preparada
por los jugos de los santos varones que tuvieron la buena fortuna de
precederme. Bella tentó el gigantesco pene. El sacerdote era
endiabladamente feo, bajo y obeso, pero sus espaldas parecían las de
un Hércules. La muchacha estaba poseída por una especie de locura
erótica. La fealdad de aquel hombre sólo servía para acentuar su
deseo sensual. Sus manos no bastaban para abarcar todo el grosor del
miembro. Sin embargo, no lo soltaba; lo presionaba y le dispensaba
inconscientemente caricias que incrementaban su rigidez. Parecía una
barra de acero entre sus suaves manos. Un momento después el tercer
asaltante estaba encima de ella, y la joven, casi tan excitada como
el padre, luchaba por empalarse con aquella terrible arma. Durante
algunos minutos la proeza pareció imposible, no obstante la buena
lubricación que ella había recibido con las anteriores inundaciones
de su vaina. Al cabo, con una furiosa embestida, introdujo la enorme
cabeza y Bella lanzó un grito de dolor. Otra arremetida y otra más;
el infeliz bruto, ciego a todo lo que no fuera darse satisfacción,
seguía penetrando. Bella gritaba de angustia, y hacía esfuerzos
sobrehumanos por deshacerse del salvaje atacante. Otra arremetida,
otro grito de la víctima, y el sacerdote penetró hasta lo más
profundo en su interior. Bella se había desmayado. Los dos
espectadores de este monstruoso acto de corrupción parecieron en un
principio estar prestos a intervenir, pero al propio tiempo daban la
impresión de experimentar un cruel placer al presenciar aquel
espectáculo. Y ciertamente así era, como lo evidenciaron después
sus lascivos movimientos y el interés que pusieron en observar el
más minucioso de los detalles. Correré un velo sobre las escenas de
lujuria que siguieron, sobre los estremecimientos de aquel salvaje a
medida que, seguro de estar en posesión de la persona de la joven y
bella muchacha, prolongó lentamente su gocé hasta que su enorme y
férvida descarga puso fin a aquel éxtasis, y cedió el paso a un
intervalo para devolver la vida a la pobre muchacha. El fornido padre
había descargado por dos veces en su interior antes de retirar su
largo y vaporoso miembro, y el volumen de semen expelido fue tal, que
cayó con ruido acompasado hasta formar un charco sobre el suelo de
madera. Cuando por fin Bella se recobró lo bastante para poder
moverse, pudo hacerse el lavado que los abundantes derrames en sus
delicadas partes hacían del todo necesario.
IV
SE
SACARON ALGUNAS BOTELLAS DE VINO, de una cosecha rara y añeja, y
bajo su poderosa influencia Bella fue recobrando poco a poco su
fortaleza.
Transcurrida
una hora, los tres curas consideraron que había tenido tiempo
bastante para recuperarse, y comenzaron de nuevo a presentar síntomas
de que deseaban volver a gozar de su persona.
Excitada
tanto por los efectos del vino como por la vista y el contacto con
sus lascivos compañeros, la jovencita comenzó a extraer de debajo
las sotanas los miembros de los tres curas. los cuales estaban
evidentemente divertidos con la escena, puesto que no daban muestra
alguna de recato.
En
menos de un minuto Bella tuvo a la vista los tres grandes y enhiestos
objetos. Los besó y jugueteó con ellos, aspirando la rara fragancia
que emanaba de cada uno, y manoseando aquellos enardecidos dardos con
toda el ansia de una consumada Chipriota.
- Déjanos
joderte - exclamó piadosamente el Superior, cuyo pene se encontraba
en aquellos momentos en los labios de Bella.
- Amén
- cantó Ambrosio.
El
tercer eclesiástico permaneció silencioso, pero su enorme artefacto
amenazaba al cielo.
Bella
fue invitada a escoger su primer asaltante en esta segunda vuelta.
Eligió a Ambrosio, pero el Superior interfirió.
Entretanto,
aseguradas las puertas, los tres sacerdotes se desnudaron, ofreciendo
así a la mirada de Bella tres vigorosos campeones en la plenitud de
la vida, armado cada uno de ellos con un membrudo dardo que, una vez
más, surgía enhiesto de su parte frontal, y que oscilaba
amenazante.
- ¡Uf!
¡Vaya monstruos! - exclamó la jovencita, cuya vergüenza no le
impedía ir tentando, alternativamente, cada uno de aquellos temibles
aparatos.
A
continuación la sentaron en el borde de la mesa, y uno tras otro
succionaron sus partes nobles, describiendo círculos con sus cálidas
lenguas en torno a la húmeda hendidura colorada. en la que poco
antes habían apaciguado su lujuria. Bella se abandonó complacida a
este juego, y abrió sus piernas cuanto pudo para agradecerlo.
- Sugiero
que nos lo chupe uno tras otro - propuso el Superior.
- Bien
dicho - corroboró el padre Clemente, el pelirrojo de temible
erección- . Pero hasta el final. Yo quiero poseerla una vez mas.
- De
ninguna manera, Clemente - dijo el Superior- . Ya lo hiciste dos
veces; ahora tienes que pasar a través de su garganta, o conformarte
con nada.
Bella
no quería en modo alguno verse sometida a otro ataque de parte de
Clemente, por lo cual cortó la conversación por lo sano asiendo su
voluminoso miembro, e introduciendo lo más que pudo de él entre sus
lindos labios.
La
muchacha succionaba suavemente hacia arriba y hacia abajo de la
azulada nuez, haciendo pausas de vez en cuando para contener lo más
posible en el interior de sus húmedos labios. Sus lindas manos se
cerraban alrededor del largo y voluminoso dardo, y lo agarraban en un
trémulo abrazo, mientras ella contemplaba cómo el monstruoso pene
se endurecía cada vez más por efecto de las intensas sensaciones
transmitidas por medio de sus toques.
No
tardó Clemente ni cinco minutos en empezar a lanzar aullidos que más
se asemejaban a los lamentos de una bestia salvaje que a las
exclamaciones surgidas de pulmones humanos, para acabar expeliendo
semen en grandes cantidades a través de la garganta de la muchacha.
Bella
retiró la piel del dardo para facilitar la emisión del chorro basta
la última gota. El fluido de Clemente era tan espeso y cálido como
abundante. y chorro tras chorro derramó todo el líquido en la boca
de ella. Bella se lo tragó todo.
- He
aquí una nueva experiencia sobre la que tengo que instruirte, hija
mía - dijo el Superior cuando, a continuación, Bella aplicó sus
dulces labios a su ardiente miembro.
- Hallarás
en ella mayor motivo de dolor que de placer, pero los caminos de
Venus son difíciles, y tienen que ser aprendidos y gozados
gradualmente.
- Me
someteré a todas las pruebas, padrecito - replicó la muchacha- .
Ahora ya tengo una idea más clara de mis deberes, y sé que soy una
de las elegidas para aliviar los deseos de los buenos padres.
- Así
es, hija mía, y recibes por anticipado la bendición del cielo
citando obedeces nuestros más insignificantes deseos, y te sometes a
todas nuestras indicaciones, por extrañas e irregulares que
parezcan.
Dicho
esto, tomó a la muchacha entre sus robustos brazos y la llevó una
vez más al cofre acojinado, colocándola de cara a él, de manera
que dejara expuestas sus desnudas y hermosas nalgas a los tres santos
varones.
Seguidamente,
colocándose entre los muslos de su víctima, apuntó la cabeza de su
tieso miembro hacía el pequeño orificio situado entre las rotundas
nalgas de Bella, y empujando su bien lubricada arma poco a poco
comenzó a penetrar en su orificio, de manera novedosa y antinatural.
- ¡Oh,
Dios! - gritó Bella- . No es ése el camino. Las-....... ¡Por
favor...! ¡Oh, por favor...! ¡Ah...! ¡Tened piedad! ¡Ob,
compadeceos de mí! . . . ¡Madre santa! . . . ¡Me muero!
Esta
última exclamación le fue arrancada por una repentina y vigorosa
embestida del Superior, la que provocó la introducción de su
miembro de semental hasta la raíz. Bella sintió que se había
metido en el interior de su cuerpo hasta los testículos.
Pasando
su fuerte brazo en torno a sus caderas, se apretó Contra su dorso, y
comenzó a restregarse contra sus nalgas con el miembro insertado tan
adentro del recto de ella como le era posible penetrar. Las
palpitaciones de placer se hacían sentir a todo lo largo del
henchido miembro y, Bella, mordiéndose los labios, aguardaba los
movimientos del macho que bien sabía iban a comenzar para llevar su
placer hasta el máximo.
Los
otros dos sacerdotes vejan aquello con envidiosa lujuria, mientras
iniciaban una lenta masturbación.
El
Superior, enloquecido de placer por la estrechez de aquella nueva y
deliciosa vaina, accioné en torno a las nalgas de Bella hasta que,
con una embestida final, llenó sus entrañas con una cálida
descarga. Después, al tiempo que extraía del cuerpo de ella, su
miembro, todavía erecto y vaporizante, declaré que había abierto
una nueva ruta para el placer, y recomendó al padre Ambrosio que la
aprovechara.
Ambrosio,
cuyos sentimientos en aquellos momentos deben ser mejor imaginados
que descritos, ardía de deseo. El espectáculo del placer que habían
experimentado sus cofrades le había provocado gradualmente un estado
de excitación erótica que exigía perentoria satisfacción.
- De
acuerdo - grité- . Me introduciré por el templo de Sodoma,
mientras tú llenarás con tu robusto centinela el de Venus.
- Di
mejor que con placer legítimo - repuso el Superior con una mueca
sarcástica- . Sea como dices. Me placerá disfrutar nuevamente esta
estrecha hendidura
Bella
yacía todavía sobre su vientre, encima del lecho improvisado, con
sus redondeces posteriores totalmente expuestas, más muerta que viva
como consecuencia del brutal ataque que acababa de sufrir. Ni una
sola gota del semen que con tanta abundancia había sido derramado en
su oscuro nicho había salido del mismo, pero por debajo su raja
destilaba todavía la mezcla de las emisiones de ambos sacerdotes.
Ambrosio
la sujetó. Colocada a través de los muslos del Superior, Bella se
encontré con el llamado del todavía vigoroso miembro contra su
colorada vulva. Lentamente lo guió hacia su interior, hundiéndose
sobre él. Al fin entré totalmente, basta la raíz. Pero en ese
momento el vigoroso Superior pasó sus brazos en torno a su cintura,
para atraerla sobre sí y dejar sus amplias y deliciosas nalgas
frente al ansioso miembro de Ambrosio, que se encaminó directamente
hacía la ya bien humedecida abertura entre las dos lomas.
Hubo
que vencer las mil dificultades que se presentaron, pero al cabo el
lascivo Ambrosio se sintió enterrado dentro de las entrañas de su
víctima.
Lentamente
comenzó a moverse hacia atrás y hacia adelante del bien lubricado
canal. Retardé lo más posible su desahogo. Y pudo así gozar de las
vigorosas arremetidas con que el Superior embestía a Bella por
delante.
De
pronto, exhalando un profundo suspiro, el Superior llegó al final, y
Bella sintió su sexo rápidamente invadido por la leche.
No
pudo resistir más y se vino abundantemente, mezclándose su derrame
con los de sus asaltantes.
Ambrosio,
empero, no había malgastado todos sus recursos, y seguía
manteniendo a la linda muchacha fuertemente empalada.
Clemente
no pudo resistir la oportunidad que le ofrecía el hecho de que el
Superior se hubiera retirado para asearse, y se lanzó sobre el
regazo de Bella para conseguir casi enseguida penetrar en su
interior, ahora liberalmente bañado de viscosos residuos. Con todo y
lo enorme que era el monstruo del pelirrojo, Bella encontré la
manera de recibirlo y durante unos cuantos de los minutos que
siguieron no se oyó otra cosa que los suspiros y los voluptuosos
quejidos de los combatientes.
En
un momento dado sus movimientos se hicieron más agitados. Bella
sentía como que cada momento era su último instante. El enorme
miembro de Ambrosio estaba insertado en su conducto posterior hasta
los testículos, mientras que el gigantesco tronco de Clemente echaba
espuma de nuevo en el interior de su vagina.
La
joven era sostenida por los dos hombres, con los pies bien levantados
del suelo, y sustentada por la presión, ora del (rente, ora de
atrás, como resultado de las embestidas con que los sacerdotes
introducían sus excitados miembros por sus respectivos orificios.
Cuando
Bella estaba a punto de perder el conocimiento, advirtió por el
jadeo y la tremenda rigidez del bruto que tenía delante, que éste
estaba a punto de descargar, y unos momentos después sintió la
cálida inyección de flujo que el gigantesco pene enviaba en
viscosos chorros.
- ¡Ah...!
¡Me vengo! - gritó Clemente, y diciendo esto inundó el interior
de Bella, con gran deleite de parte de ésta.
- ¡A
mí también me llega! - gritó Ambrosio, alojando más adentro su
poderoso miembro, al tiempo que lanzaba un chorro de leche dentro de
los intestinos de Bella.
Así
siguieron ambos vomitando el prolífico contenido de sus cuerpos en
el interior del de Bella, a la que proporcionaron con esta doble
sensación un verdadero diluvio de goces.
Cualquiera
puede comprender que una pulga de inteligencia mediana tenía que
estar ya asqueada de espectáculos tan desagradables como los que
presencié y que creí era mi deber revelarlos. Pero ciertos
sentimientos de amistad y de simpatía por la joven Bella me
impulsaron a permanecer aún en su compañía.
Los
sucesos vinieron a darme la razón y, como veremos mas tarde,
determinaron mis movimientos en el futuro.
No
habían transcurrido más de tres días cuando la joven, a petición
de ellos, se reunió con los tres sacerdotes en el mismo lugar.
En
esta oportunidad Bella había puesto mucha atención en su
"toilette", y como resultado de ello aparecía más
atractiva que nunca, vestida con sedas preciosas, ajustadas botas de
cabritilla, y unos guantes pequeñísimos que hacían magnífico
juego con el resto de las vestimentas.
Los
tres hombres quedaron arrobados a la vista de su persona, y la
recibieron tan calurosamente, que pronto su sangre juvenil le afluyó
a] rostro, inflamándolo de deseo.
Se
aseguró la puerta de inmediato, y enseguida cayeron al suelo los
paños menores de Ion sacerdotes, y Bella se vio rodeada por el trío
y sometida a las más diversas caricias, al tiempo que contemplaba
sus miembros desvergonzadamente desnudos y amenazadores.
El
Superior fue el primero en adelantarse con intención de gozar de
Bella.
Colocándose
descaradamente frente a ella la tomó en sus brazos, y cubrió de
cálidos besos sus labios y su rostro. Bella estaba tan excitada como
él.
Accediendo
a su deseo, la muchacha se despojó de sus prendas interiores,
conservando puestos su exquisito vestido, sus medias de seda y sus
lindos zapatitos de cabritilla. Así se ofreció a la admiración y
al lascivo manoseo de los padres.
No
pasó mucho antes de que el Superior, sumiéndose deliciosamente
sobre su reclinada figura, se entregara por completo a sus juveniles
encantos, y se diera a calar la estrecha hendidura, con resultados
evidentemente satisfactorios.
Empujando,
prensando, restregándose contra ella, el Superior inició deliciosos
movimientos, que dieron como resultado despertar tanto su
susceptibilidad como la de su compañera. Lo revelaba su pene, cada
vez más duro y de mayor tamaño.
- ¡Empuja!
Oh, empuja más hondo! - murmuró Bella.
Entretanto
Ambrosio y Clemente, cuyo deseo no admitía espera, trataron de
apoderarse de alguna parte de la muchacha. Clemente puso su enorme
miembro en la dulce mano de ella, y Ambrosio, sin acobardarse, trepó
sobre el cofre y llevó la punta de su voluminoso pene a sus
delicados labios.
Al
cabo de un momento el Superior dejó de asumir su lasciva posición.
Bella
se alzó sobre el canto del cofre. Ante ella se encontraban los tres
hombres, cada uno de ellos con el miembro erecto, presentando armas.
La cabeza del enorme aparato de Clemente estaba casi volteada contra
su craso vientre.
El
vestido de Bella estaba recogido hasta su cintura, dejando expuestas
sus piernas y muslos, y entre éstos la rosada y lujuriosa fisura, en
aquellos momentos enrojecida y excitada por los rápidos movimientos
de entrada y salida del miembro del Superior.
- ¡Un
momento! - ordenó éste- . Vamos a poner orden en nuestros goces.
Esta hermosa muchacha nos tiene que dar satisfacción a los tres: por
lo tanto es menester que regulemos nuestros placeres permitiéndole
que pueda soportar los ataques que desencadenemos. Por mi parte no me
importa ser el primero o el segundo, pero como Ambrosio se viene como
un asno, y llena de humo todas las regiones donde penetra, propongo
pasar yo por delante. Desde luego, Clemente debería ocupar el tercer
lugar, ya que con su enorme miembro puede partir en dos a la
muchacha, y echaremos a perder nuestro juego.
- La
vez anterior yo fui el tercero - exclamó Clemente- . No veo razón
alguna para que sea yo siempre el último. Reclamo el segundo lugar.
- Está
bien, así será - declaró el Superior- . Tú, Ambrosio,
compartirás un nido resbaladizo.
- No
estoy conforme - replicó el decidido eclesiástico....... Si tú
vas por delante, y Clemente tiene que ser el segundo, pasando por
delante de mí, yo atacaré la retaguardia, y así verteré mi
ofrenda por otra vía.
- ¡Hacerlo
como os plazca! - gritó Bella- . Lo aguantaré todo; pero,
padrecitos, daos prisa en comenzar.
Una
vez más el Superior introdujo su arma, inserción que Bella recibió
con todo agrado. Lo abrazó, se apretó contra él, y recibió los
chorros de su eyaculación con verdadera pasión extática de su
parte.
Seguidamente
se presentó Clemente. Su monstruoso instrumento se encontraba ya
entre las rollizas piernas de la joven Bella. La desproporción
resultaba evidente, pero el cura era tan fuerte y lujurioso como
enorme en su tamaño, y tras de varias tentativas violentas e
infructuosas, consiguió introducir-se. y comenzó a profundizar en
las partes de ella con su miembro de mulo.
No
es posible dar una idea de la forma en que las terribles proporciones
del pene de aquel hombre excitaban la lasciva imaginación de Bella,
como vano sería también intentar describir la frenética pasión
que le despertaba el sentirse ensartada y distendida por el inmenso
órgano genital del padre Clemente.
Después
de una lucha que se llevó diez minutos completos, Bella acabó por
recibir aquella ingente masa hasta los testículos, que se comprimían
contra su ano.
Bella
se abrió de piernas lo más posible, y le permitió al bruto que
gozara a su antojo de sus encantos.
Clemente
no se mostraba ansioso por terminar con su deleite, y tardó un
cuarto de hora en poner fin a su goce por medio de dos violentas
descargas.
Bella
las recibió con profundas muestras de deleite, y mezcló una copiosa
emisión de su parte con los espesos derrames del lujurioso padre.
Apenas
había retirado Clemente su monstruoso miembro del interior de Bella,
cuando ésta cayó en los también poderosos brazos de Ambrosio.
De
acuerdo con lo que había manifestado anteriormente, Ambrosio dirigió
su ataque a las nalgas, y con bárbara violencia introdujo la
palpitante cabeza de su instrumento entre los tiernos pliegues del
orificio trasero.
En
vano batallaba para poder alojarlo. La ancha cabeza de su arma era
rechazada a cada nuevo asalto, no obstante la brutal lujuria con que
trataba de introducirse, y el inconveniente que representaba el que
se encontraban de pie.
Pero
Ambrosio no era fácil de derrotar. Lo intentó una y otra vez, hasta
que en uno de sus ataques consiguió alojar la punta del pene en el
delicioso orificio.
Una
vigorosa sacudida consiguió hacerlo penetrar unos cuantos
centímetros más, y de una sola embestida el lascivo sacerdote
consiguió enterrarlo hasta los testículos.
Las
hermosas nalgas de Bella ejercían un especial atractivo sobre el
lascivo sacerdote. Una vez que hubo logrado la penetración gracias a
sus brutales esfuerzos, se sintió excitado en grado extremo, Empujó
el largo y grueso miembro hacia adentro con verdadero éxtasis, sin
importarle el dolor que provocaba con la dilatación, con tal de
poder experimentar la delicia que le causaban las contracciones de
las delicadas y juveniles partes íntimas de ella.
Bella
lanzó un grito aterrador al sentirse empalada por el tieso miembro
de su brutal violador, y empezó una desesperada lucha por escapar,
pero Ambrosio la retuvo, pasando sus forzudos brazos en torno a su
breve cintura, y consiguió mantenerse en el interior del
febricitante cuerpo de Bella, sin cejar en su esfuerzo invasor.
Paso
a paso, empeñada en esta lucha, la jovencita cruzó toda la
estancia, sin que Ambrosio dejara de tenerla empalada por detrás.
Como es lógico. este lascivo espectáculo tenía que surtir efecto
en los espectadores. Un estallido de risas surgió de las gargantas
de éstos, que comenzaron a aplaudir el vigor de su compañero, cuyo
rostro, rojo y contraído, testimoniaba ampliamente sus placenteras
emociones.
Pero
el espectáculo despertó. además de la hilaridad, los deseos de los
dos testigos. cuyos miembros comenzaron a dar muestras de que en modo
alguno se consideraban satisfechos.
En
su caminata, Bella había llegado cerca del Superior, el cual la tomó
en sus brazos, circunstancias que aprovechó Ambrosio para comenzar a
mover su miembro dentro de las entrañas de ella, cuyo intenso calor
le proporcionaba el mayor de los deleites.
La
posición en que se encontraban ponía los encantos naturales de
Bella a la altura de los labios del Superior, el cual
instantáneamente los pegó a aquellos, dándose a succionar en la
húmeda rendija.
Pero
la excitación provocada de esta manera exigía un disfrute más
sólido, por lo que, tirando de la muchacha para que se arrodillara,
al mismo tiempo que él tomaba asiento en su silla, puso en libertad
a su ardiente miembro, y lo introdujo rápidamente dentro del suave
vientre de ella.
Así,
Bella se encontró de nuevo entre dos fuegos, y las fieras embestidas
del padre Ambrosio por la retaguardia se vieron complementadas con
los tórridos esfuerzos del padre Superior en otra dirección.
Ambos
nadaban en un mar de deleites sensuales: ambos se entregaban de lleno
en las deliciosas sensaciones que experimentaban, mientras que su
víctima, perforada por delante y por detrás por sus engrosados
miembros, tenía que soportar de la mejor manera posible sus
excitados movimientos.
Pero
todavía le aguardaba a la hermosa otra prueba de fuego, pues no bien
el vigoroso Clemente pudo atestiguar la estrecha conjunción de sus
compañeros, se sintió inflamado por la pasión, se montó en la
silla por detrás del Superior, y tomando la cabeza de la pobre Bella
depositó su ardiente arma en sus rosados labios. Después avanzando
su punta, en cuya estrecha apertura se apercibían ya prematuras
gotas, la introdujo en la linda boca de la muchacha, mientras hacía
que con su suave mano le frotara el duro y largo tronco.
Entretanto
Ambrosio sintió en el suyo los efectos del miembro introducido por
delante por el Superior, mientras que el de éste, igualmente
excitado por la acción trasera del padre, sentía aproximarse los
espasmos que acompañan a la eyaculación. Empero, Clemente fue el
primero en descargar, y arrojó un abundante chaparrón en la
garganta de la pequeña Bella. Le siguió Ambrosio, que, echándose
sobre sus espaldas, lanzó un torrente de leche en sus intestinos, al
propio tiempo que el Superior inundaba su matriz.
Así
rodeada, Bella recibió la descarga unida de los tres vigorosos
sacerdotes.
V
TRES
DÍAS DESPUES DE LOS ACONTECIMIENTOS relatados en las páginas
precedentes, Bella compareció tan sonrosada y encantadora como
siempre en el salón de recibimiento de su tío. En el ínterin, mis
movimientos habían sido erráticos, ya que en modo alguno era escaso
mi apetito, y cualquier nuevo semblante posee para mí siempre cierto
atractivo, que me hace no prolongar demasiado la residencia en un
solo punto. Fue así como alcancé a oír una conversación que no
dejó de sorprenderme algo, y que no vacilo en revelar pues está
directamente relacionada con los sucesos que refiero. Por medio de
ella tuve conocimiento del fondo y la sutileza de carácter del
astuto padre Ambrosio. No voy a reproducir aquí su discurso, tal
como lo oí desde mi posición ventajosa. Bastará con que mencione
los puntos principales de su exposición, y que informe acerca de sus
objetivos. Era manifestó que Ambrosio estaba inconforme y
desconcertado por la súbita participación de sus cofrades en la
última de sus adquisiciones, y maquinó un osado y diabólico plan
para frustrar su interferencia, al mismo tiempo que para presentarlo
a él como completamente ajeno a la maniobra. En resumen, y con tal
fin, Ambrosio acudió directamente al tío de Bella, y le relató
cómo había sorprendido a su sobrina y a su joven amante en el
abrazo de Cupido, en forma que no dejaba duda acerca de que había
recibido el último testimonio de la pasión del muchacho, y
correspondido a ella. Al dar este paso el malvado sacerdote presequía
una finalidad ulterior. Conocía sobradamente el carácter del hombre
con el que trataba, y también sabía que una parte importante de su
propia vida real no era del todo desconocida del tío. En efecto, la
pareja se entendía a la perfección. Ambrosio era hombre de fuertes
pasiones, sumamente erótico, y lo mismo suceda con el tío de Bella.
Este último se había confesado a fondo con Ambrosio, y en el curso
de sus confesiones había revelado unos deseos tan irregulares, que
el sacerdote no tenía duda alguna de que lograría hacerle partícipe
del plan que había imaginado. Los ojos del señor Verbouc hacía
tiempo que habían codiciado en secreto a su sobrina. Se lo había
confesado. Ahora Ambrosio le aportaba pruebas que abrían sus ojos a
la realidad de que ella había comenzado a abrigar sentimientos de la
misma naturaleza hacia el sexo opuesto. La condición de Ambrosio se
le vino a la mente. Era su confesor espiritual, y le pidió consejo .
El santo varón le dio a entender que había llegado su oportunidad,
y que redundaría en ventaja para ambos compartir el premio. Esta
proposición tocó una fibra sensible en el carácter de Verbouc, la
cual Ambrosio no ignoraba. Si algo podía proporcionarle un verdadero
goce sensual, o ponerle más encanto al mismo, era presenciar el acto
de la cópula carnal, y completar luego su satisfacción con una
segunda penetración de su parte, para eyacular en el cuerpo del
propio paciente. El pacto quedó así sellado. Se buscó la
oportunidad que garantizara el necesario secreto (la tía de Bella
era una minusválida que no salía de su habitación>, y Ambrosio
preparó a Bella para el suceso que iba a desarrollarse. Después de
un discurso preliminar, en el que le advirtió que no debía decir
una sola palabra acerca de su intimidad anterior, y tras de
informarle que su tío había sabido, quién sabe por qué conducto,
lo ocurrido con su novio, le fue revelando poco a poco los proyectos
que había elaborado. Incluso le habló de la pasión que había
despertado en su tío, para decirle después, lisa y llanamente, que
la mejor manera de evitar su profundo resentimiento sería mostrarse
obediente a sus requerimientos, fuesen los que fuesen. El señor
Verbouc era un hombre sano y de robusta constitución, que rondaba
los cincuenta años. Como tío suyo que era, siempre le había
inspirado profundo respeto a Bella, sentimiento en el que estaba
mezclado algo de temor por su autoritaria presencia. Se había hecho
cargo de ella desde la muerte de su hermano, y la trató siempre, si
no con afecto, tampoco con despego, aunque con reservas que eran
naturales dado su carácter. Evidentemente Bella no tenía razón
alguna para esperar clemencia de su parte en una ocasión tal, ni
siquiera que su pariente encontrara una excusa para ella. No me
explayaré en el primer cuarto de hora, las lágrimas de Bella, el
embarazo con que recibió los abrazos demasiado tiernos de su tío, y
las bien merecidas censuras. La interesante comedia siguió por pasos
contados, hasta que el señor Verbouc colocó a su hermosa sobrina
sobre sus piernas, para revelarle audazmente el propósito que se
había formulado de poseerla.
- No
debes ofrecer una resistencia tonta, Bella - explicó su tío- . No
dudaré ni aparentaré recato. Basta con que este buen padre haya
santificado la operación, para que posea tu cuerpo de igual manera
que tu imprudente compañerito lo gozó ya con tu consentimiento.
Bella estaba profundamente confundida. Aunque sensual, como hemos
visto ya, y hasta un punto que no es habitual en una edad tan tierna
como la suya, se había educado en el seno de las estrictas
conveniencias creadas por el severo y repelente carácter de su
pariente. Todo lo espantoso del delito que se le proponía aparecía
ante sus ojos. Ni siquiera la presencia y supuesta aquiescencia del
padre Ambrosio podían aminorar el recelo con que contemplaba la
terrible proposición que se le hacía abiertamente. Bella temblaba
de sorpresa y de terror ante la naturaleza del delito propuesto. Esta
nueva actitud la ofendía. El cambio habido entre el reservado y
severo tío, cuya cólera siempre había lamentado y temido, y cuyos
preceptos estaba habituada a recibir con reverencia, y aquel ardiente
admirador, sediento de los favores que ella acababa de conceder a
otro, la afectó profundamente, aturdiéndola y disgustándola
Entretanto el señor Verbouc, que evidentemente no estaba dispuesto a
concederle tiempo para reflexionar. y cuya excitación era visible en
múltiples aspectos, tomó a su joven sobrina en sus brazos, y no
obstante su renuencia, cubrió su cara y su garganta de besos
apasionados y prohibidos. Ambrosio, hacia el cual se había vuelto la
muchacha ante esta exigencia, no le proporcionó alivio; antes al
contrario, con una torva sonrisa provocada por la emoción ajena,
alentaba a aquél con secretas miradas a seguir adelante con la
satisfacción de su placer y su lujuria. En tales circunstancias
adversas toda resistencia se hacía difícil. Bella era joven e
infinitamente impotente, por comparación. bajo el firme abrazo de su
pariente. Llevado al frenesí por el contacto y las obscenas caricias
que se permitía, Verbouc se dispuso con redoblado afán a
posesionarse de la persona de su sobrina. Sus nerviosos dedos
apresaban va el hermoso satín de sus muslos. Otro empujón firme, y
no obstante que Bella sequía cerrándolos firmemente en defensa de
su sexo, la lasciva mano alcanzó los rosados labios del mismo, y los
dedos temblorosos separaron la cerrada y húmeda hendidura,
fortificación que defendía su recato.
Hasta
ese momento Ambrosio no había sido más que un callado observador
del excitante conflicto. Pero no llegar a este punto se adelantó
también, y pasando su poderoso brazo izquierdo en torno a la esbelta
cintura de la muchacha, encerró en su derecha las dos pequeñas
manos de ella, las que, así sujetas, la dejaban fácilmente a merced
de las lascivas caricias de su pariente. - Por caridad - suplico
ella, jadeante por sus esfuerzos- . ¡Soltadme! ¡Es demasiado
horrible! ¡Es monstruoso! ¿Cómo podéis ser tan crueles? ¡Estoy
perdida! - En modo alguno estás perdida linda sobrina - replicó
el tío- . Sólo despierta a los placeres que Venus reserva para sus
devotos, y cuyo amor guarda para aquellos que tienen la valentía de
disfrutadlos mientras les es posible hacerlo. - He sido
espantosamente engañada - gritó Bella, poco convencida por esta
ingeniosa explicación- . Lo veo todo claramente. ¡Qué vergüenza!
No puedo permitíroslo. no puedo! ¡Oh, no de ninguna manera! ¡Madre
santa! ¡Soltadme, tío! ¡Oh! ¡Oh! - Estate tranquila, Bella,
Tienes que someterte. Sí no me lo permites de otra manera, lo tomaré
por la fuerza. Así que abre estas lindas piernas; déjame sentir el
exquisito calorcito de estos suaves y lascivos muslos; permíteme que
ponga mí mano sobre este divino vientre... ¡Estate quieta, loquita!
Al fin eres mía. ¡Oh, cuánto he esperado esto, Bella! Sin embargo,
Bella ofrecía todavía cierta resistencia, que sólo servía para
excitar todavía más el anormal apetito de su asaltante, mientras
Ambrosio la seguía sujetando firmemente. - ¡Oh, qué hermosas
nalgas! - exclamó Verbouc, mientras deslizaba sus intrusas manos
por los aterciopelados muslos de la pobre Bella, y acariciaba los
redondos mofletes de sus posaderas- . ¡Ah, qué glorioso coño!
Ahora es todo para mí, y será debidamente festejado en el momento
oportuno. - ¡Soltadme! - gritaba Bella- . ;Oh. oh! Estas últimas
exclamaciones surgieron de la garganta de la atormentada muchacha
mientras entre los dos hombres se la forzaba a ponerla de espaldas
sobre un sofá próximo. Cuando cayó sobre él se vio obligada a
recostarse, por obra del forzudo Ambrosio, mientras el señor
Verbouc, que había levantado los vestidos de ella para poner al
descubierto sus piernas enfundadas en medias de seda, y las formas
exquisitas de su sobrina, se hacía para atrás por un momento para
disfrutar la indecente exhibición que Bella se veía forzada a
hacer. - Tío ¿estáis loco? -gritó Bella una vez más, mientras
que con sus temblorosas extremidades luchaba en vano por esconder las
lujuriosas desnudeces exhibidas en toda su crudeza- . ¡Por favor,
soltadme! - Sí, Bella, estoy loco, loco de pasión por ti, loco de
lujuria por poseerte, por disfrutarte, por saciarme con tu cuerpo. La
resistencia es inútil. Se hará mi voluntad, y disfrutaré de estos
lindos encantos; en el interior de esta estrecha y pequeña funda. Al
tiempo que decía esto, el señor Verbouc se aprestaba al acto final
del incestuoso drama. Desabrochó sus prendas inferiores, y sin
consideración alguna de recato exhibió licenciosamente ante los
ojos de su sobrina las voluminosas y rubicundas proporciones de su
excitado miembro que, erecto y radiante, veía hacia ella con aire
amenazador. Un instante después se arrojó sobre su presa,
firmemente sostenida sobre sus espaldas por el sacerdote, y aplicando
su arma rampante contra el tierno orificio, trató de realizar la
conjunción insertando aquel miembro de largas y anchas proporciones
en el cuerpo de su sobrina. Pero las continuas contorsiones del lindo
cuerpo de Bella, el disgusto y horror que se habían apoderado de la
misma, y las inadecuadas dimensiones de sus no maduras partes,
constituían efectivos impedimentos para que el tío alcanzara la
victoria que esperó conseguir fácilmente, Nunca deseé más
ardientemente que en aquellos momentos contribuir a desarmar a un
campeón, y enternecida por los lamentos de la gentil Bella, con el
cuerpo de una pulga, pero con el alma de una avispa, me lancé de un
brinco al rescate. Hundir mi lanceta en la sensible cubierta del
escroto del señor Verbouc fue cuestión de un segundo, y surtió el
efecto deseado. Una aguda sensación de dolor y comezón le hicieron
detenerse. El intervalo fue fatal, ya que unos momentos después los
muslos y el vientre de la joven Bella se vieron cubiertos por el
líquido que atestiguaba el vigor de su incestuoso pariente. Las
maldiciones, dichas no en voz alta, pero sí desde lo más hondo,
siguieron a este inesperado contratiempo. El aspirante a violador
tuvo que retirarse de su ventajosa posición e, incapaz de proseguir
la batalla, retiró el arma inútil. No bien hubo librado el señor
Verbouc a su sobrina de la molesta situación en que se encontraba,
cuando el padre Ambrosio comenzó a manifestar la violencia de su
propia excitación, provocada por la pasiva contemplación de la
erótica escena. Mientras daba satisfacción al sentido del acto,
manteniendo firmemente asida con su poderoso abrazo a Bella, su
hábito no pedía disimular por la parte delantera del estado de
rigidez que su miembro había adquirido. Su temible arma, desdeñando
al parecer las limitaciones impuestas por la ropa, se abrió paso
entre ellas para aparecer protuberante, con su redonda cabeza desnuda
y palpitante por el ansia de disfrute. - ¡Ah! exclamó el otro,
lanzando una lasciva mirada al distendido miembro de su confesor- .
He aquí un campeón que no conocerá la derrota, lo garantizo - y
tomándolo deliberadamente en sus manos, dióse a manipularlo con
evidente deleite. - ;Qué monstruo! ¡Cuán fuerte es y cuán tieso
se mantiene! El padre Ambrosio se levantó, denunciando la intensidad
de su deseo por lo encendido cíe1 rostro, y colocando a la asustada
Bella en posición más propicia, llevó su roja protuberancia a la
húmeda abertura, y procedió a introducirla dentro con desesperado
esfuerzo. Dolor, excitación y anhelo vehemente recorrían todo el
sistema nervioso de la víctima de su lujuria a cada nuevo empujón.
Aunque no era esta la primera vez que el padre Ambrosio haba tocado
entradas como aquélla, cubierta de musgo, el hecho de que estuviera
presente su tío, lo indecoroso de toda la escena, el profundo
convencimiento - que por vez primera se le hacía presente- del
engaño de que habla sido víctima por parte del padre y de su
egoísmo, fueron elementos que se combinaron para sofocar en su
interior aquellas extremas sensaciones de placer que tan
poderosamente se habían manifestado otrora. Pero la actuación de
Ambrosio no le dio tiempo a Bella para reflexionar, ya que al sentir
la suave presión, como la de un guante, de su delicada vaina, se
apresuró a completar la conjunción lanzándose con unas pocas
vigorosas y diestras embestidas a hundir su miembro en el cuerpo de
ella hasta los testículos. Siguió un intervalo de refocilamiento
bárbaro, de rápidas acometidas y presiones, firmes y continuas,
hasta que un murmullo sordo en la garganta de Bella anunció que la
naturaleza reclamaba en ella sus derechos, y que el combate amoroso
había llegado a la crisis exquisita, en la que espasmos de
indescriptible placer recorren rápida y voluptuosamente el sistema
nervioso; con la cabeza echada hacia atrás, los labios partidos y
los dedos crispados, su cuerpo adquirió la rigidez inherente a estos
absorbentes efectos, en el curso de los cuales la ninfa derrama su
juvenil esencia para mezclarla con los chorros evacuados por su
amante. El contorsionado cuerpo de Bella, sus ojos vidriosos y sus
manos temblorosas, revelaban a las claras su estado, sin necesidad de
que lo delatara también el susurro de éxtasis que se escapaba
trabajosamente de sus labios temblorosos. La masa entera de aquella
potente arma, ahora bien lubricada, trabajaba deliciosamente en sus
juveniles partes. La excitación de Ambrosio iba en aumento por
momentos, y su miembro, rígido como el hierro, amenazaba a cada
empujón con descargar su viscosa esencia. - ¡Oh, no puedo aguantar
más! ¡Siento que me viene la leche, Verbouc! Tiene usted que
joderla. Es deliciosa. Su vaina me ajusta como un guante. ¡Oh! ¡Oh!
¡Oh! Más vigorosas y más frecuentes embestidas - un brinco
poderoso- una verdadera sumersión del robusto hombre dentro de la
débil figurita de ella, un abrazo apretado, y Bella, con inefable
placer, sintió la cálida inyección que su violador derramaba en
chorros espesos y viscosos muy adentro de sus tiernas entrañas.
Ambrosio retiro su vaporizante pene con evidente desgano, dejando
expuestas las relucientes partes de la jovencita, de las cuales
manaba una espesa masa de secreciones. - Bien - exclamó Verbouc,
sobre quien la escena había producido efectos sumamente excitantes- .
Ahora me llegó el turno, buen padre Ambrosio. Ha gozado usted a mi
sobrina bajo mis ojos conforme lo deseaba, y a fe mía que ha sido
bien violada. Ella ha compartido los placeres con usted; mis
previsiones se han visto confirmadas; puede recibir y puede
disfrutar, y uno puede saciarse en su cuerpo. Bien. Voy a empezar. Al
fin llegó mi oportunidad; ahora no puede escapárseme. Daré
satisfacción a un deseo largamente acariciado. Apaciguaré esa
insaciable sed de lujuria que despierta en mí la hija de mí
hermano. Observad este miembro; ahora levanta su roja cabeza. Expresa
mi deseo por ti, Bella. Siente, mi querida sobrina, cuánto se han
endurecido los testículos de tu tío. Se han llenado para ti. Eres
tú quien ha logrado que esta cosa se haya agrandado y enderezado
tanto: eres tú la destinada a proporcionarle alivio. ¡Descubre su
cabeza, Bella! Tranquila, mi chiquilla; permitidme llevar tu mano.
¡Oh, déjate de tonterías! Sin rubores ni recato. Sin resistencia.
¿Puedes advertir su longitud? Tienes que recibirlo todo en esa
caliente rendija que el padre Ambrosio acaba de rellenar tan bien.
¿Puedes ver los grandes globos que penden por debajo, Bella? Están
llenos del semen que voy a descargar para goce tuyo y mío. Sí,
Bella, en el vientre de la hija de mi hermano. La idea del terrible
incesto que se proponía consumar ana-día combustible al fuego de su
excitación, y le provocaba una superabundante sensación de lasciva
impaciencia, revelada tanto por su enrojecida apariencia, como por la
erección del dardo con el que amenazaba las húmedas partes de
Bella. El señor Verbouc tomó medidas de seguridad. No había, en
realidad, y tal como lo había dicho, escapatoria para Bella. Se
subió sobre su cuerpo y le abrió las piernas, mientras Ambrosio la
mantenía firmemente sujeta. El violador vio llegada la oportunidad.
El camino estaba abierto, los blancos muslos bien separados, los
rojos y húmedos labios del coño de la linda jovencita frente a él.
No podía esperar más. Abriendo los labios del sexo de su sobrina, y
apuntando la roja cabeza de su arma hacia la prominente vulva, se
movió hacia adelante, y de un empujón y con un alarido de placer
sensual la hundió en toda su longitud en el vientre de Bella. - ¡Oh,
Dios! ¡Por fin estoy dentro de ella! - chillaba Verbouc- . ¡Oh!
¡Ah! ¡Qué placer! ¡Cuán hermosa es! ¡Cuán estrecho! ¡Oh! El
buen padre Ambrosio sujetó a Bella más firmemente. Esta hizo un
esfuerzo violento, y dejó escapar un grito de dolor y de espanto
cuando sintió entrar el turgente miembro de su tío que, firmemente
encajado en la cálida persona de su víctima, comenzó una rápida y
briosa carrera hacia un placer egoísta. Era el cordero en las fauces
del lobo, la paloma en las garras del águila. Sin piedad ni atención
siquiera por los sentimientos de ella, atacó por encima de todo
hasta que, demasiado pronto para su propio afán lascivo, dando un
grito de placentero arrobo, descargó en el interior de su sobrina un
abundante torrente de su incestuoso fluido. Una y otra vez los dos
infelices disfrutaron de su víctima. Su fogosa lujuria, estimulada
por la contemplación del placer experimentado por el otro, los
arrastró a la insania. Bien pronto trató Ambrosio de atacar a Bella
por las nalgas, pero Verbouc, que sin duda tenía sus motivos para
prohibírselos, se opuso a ello. El sacerdote, empero. sin cohibirse,
bajó la cabeza de su enorme instrumento para introducirlo por detrás
en el sexo de ella. Verbouc se arrodilló por delante para contemplar
el acto, al concluir el cual - con verdadero deleite- dióse a
succionar los labios del bien relleno coño de su sobrina. Aquella
noche acompañé a Bella a la cama, pues a pesar de que mis nervios
habían sufrido el impacto de un espantoso choque, no por ello había
disminuido mi apetito, y fue una fortuna que mi joven protegida no
poseyera una piel tan irritable como para escocerse demasiado por mis
afanes para satisfacer mi natural apetito. El descanso siguió a la
cena con que repuse mis energías, y hubiera encontrado un retiro
seguro y deliciosamente cálido en el tierno musgo que cubría el
túmulo de la linda Bella, de no haber sido porque, a medianoche, un
violento alboroto vino a trastornar mi digno reposo. La jovencita
había sido sujetada por un abrazo rudo y poderoso, y una pesada
humanidad apisonaba fuertemente su delicado cuerpo. Un grito ahogado
acudió a los atemorizados labios de ella, y en medio de sus vanos
esfuerzos por escapar, y de sus no más afortunadas medidas para
impedir la consumación de los propósitos de su asaltante, reconocí
la voz y la persona del señor Verbouc. La sorpresa había sido
completa, y al cabo tenía que resultar inútil la débil resistencia
que ella podía ofrecer. Su tío, con prisa febril y terrible
excitación provocada por el contacto con sus aterciopeladas
extremidades, tomó posesión de sus más secretos encantos y presa
de su odiosa lujuria adentró su pene rampante en su joven sobrina.
Siguió a continuación una furiosa lucha, en la que cada uno
desempeñaba un papel distinto. El violador, igualmente enardecido
por las dificultades de su conquista, y por las exquisitas
sensaciones que estaba experimentando, enterró su tieso miembro en
la lasciva funda, y trató por medio de ansiosas acometidas de
facilitar una copiosa descarga, mientras que Bella, cuyo temperamento
no era lo suficientemente prudente como para resistir la prueba de
aquel violento y lascivo ataque, se esforzaba en vano por contener
los violentos imperativos de la naturaleza despertados por la
excitante fricción, que amenazaban con traicionaría, hasta que al
cabo, con grandes estremecimientos en sus miembros y la respiración
entrecortada, se rindió y descargó su derrame sobre el henchido
dardo que tan deliciosamente palpitaba en su interior.
El
señor Verbouc tenía plena conciencia de lo ventajoso de su
situación, y cambiando de táctica como general prudente, tuvo buen
cuidado de no expeler todas sus reservas, y provoco un nuevo avance
de parte de su gentil adversaria. Verbouc no tuvo gran dificultad en
lograr su propósito, si bien la pugna pareció excitarlo hasta el
frenesí. La cama se mecía y se cimbraba: la habitación entera
vibraba con la trémula energía de su lascivo ataque; ambos cuerpos
se encabritaban y rodaban, convirtiéndose en una sola masa. La
injuria, fogosa e impaciente, los llevaba hasta el paroxismo en ambos
lados. El daba estocadas, empujaba, embestía, se retiraba hasta
dejar ver la ancha cabeza enrojecida de su hinchado pene junto a los
rojos labios de las cálidas partes de Bella, para hundirlo luego
hasta los negros pelos que le nacían en el vientre, y se enredaban
con el suave y húmedo musgo que cubría el monte de Venus de su
sobrina, hasta que un suspiro entrecortado delató el dolor y el
placer de ella. De nuevo el triunfo le había correspondido a él, y
mientras su vigoroso miembro se envainaba hasta las raíces en el
suave cuerpo de ella, un tierno, apagado y doloroso grito habló de
su éxtasis cuando, una vez más, el espasmo de placer recorrió todo
su sistema nervioso. Finalmente, con un brutal gruñido de triunfo,
descargó una tórrida corriente de líquido viscoso en lo más
recóndito de la matriz de ella. Poseído por el frenesí de un deseo
recién renacido y todavía no satisfecho con la posesión de tan
linda flor, el brutal Verbouc dio vuelta al cuerpo de su
semidesmayada sobrina, para dejar a la vista sus atractivas nalgas.
Su objeto era evidente, y lo fue más cuando, untando el ano de ella
con la leche que inundaba su sexo, empujó su índice lo más adentro
que pudo. Su pasión había llegado de nuevo a un punto febril.
Encaminó su pene hacia las rotundas nalgas, y encimándose sobre su
cuerpo recostado, situó su reluciente cabeza sobre el pequeño
orificio, esforzándose luego por adentrarse en él. Al cabo
consiguió su propósito, y Bella recibió en su recto, en toda su
extensión, la vara de su tío. La estrechez de su ano proporcionó
al mismo el mayor de los placeres, y siguió trabajando lentamente de
atrás hacía adelante durante un cuarto de hora por lo menos, al
cabo de cuyo lapso su aparato habla adquirido la rigidez del hierro,
y descargó en las entrañas de su sobrina torrentes de leche. Ya
había amanecido cuando el señor Verbouc soltó a su sobrina del
abrazo lujurioso en que había saciado su pasión, logrado lo cual se
deslizó exhausto para buscar abrigo en su trío lecho. Bella, por su
parte, ahíta y rendida, se sumió en un pesado sueño, del que no
despertó hasta bien avanzado el día. Cuando salió de nuevo de su
alcoba. Bella había experimentado un cambio que no le importaba ni
se esforzaba en lo más mínimo por analizar. La pasión se había
posesionado de ella para formar parte de su carácter; se habían
despertado en su interior fuertes emociones sexuales, y les había
dado satisfacción. El refinamiento en la entrega a las mismas había
generado la lujuria, y la lascivia había facilitado el camino hacia
la satisfacción de los sentidos sin comedimiento, e incluso por vías
no naturales. - Bella - casi una chiquilla inocente hasta bacía
bien poco- se había convertido de repente en una mujer de pasiones
vio-. lentas y de lujuria incontenible.
VI
NO
DE INCOMODAR AL LECTOR CON EL relato de cómo sucedió que un día me
encontré cómodamente oculto en la persona del buen padre Clemente;
ni me detendré a explicar cómo fue que estuve presente cuando el
mismo eclesiástico recibió en confesión a una elegante damita de
unos veinte años de edad. Pronto descubrí, por la marcha de su
conversación, que aunque relacionada de cerca con personas de rango,
la dama no poseía títulos, si bien estaba casada con uno de los más
ricos terratenientes de la población. Los nombres no interesan aquí.
Por lo tanto suprimo el de esta linda penitente. Después que el
confesor hubo impartido su bendición tras de poner fin a la
ceremonia por medio de la cual había entrado en posesión de lo más
selecto de los secretos de la joven se-flora, nada renuente, la
condujo de la nave de la iglesia a la misma pequeña sacristía donde
Bella recibió su primera lección de copulación santificada. Pasó
el cerrojo a la puerta y no se perdió tiempo. La dama se despojó de
sus ropas, y el fornido confesor abrió su sotana para dejar al
descubierto su enorme arma, cuya enrojecida cabeza se alzaba con aire
amenazador. No bien se dio cuenta de esta aparición, la dama se
apoderó del miembro, como quien se posesiona a como dé lugar de un
objeto de deleite que no le es de ninguna manera desconocido. Su
delicada mano estrujó gentilmente el enhiesto pilar que constituía
aquel tieso músculo, mientras con los ojos lo devoraba en toda su
extensión y sus henchidas proporciones. - Tienes que metérmelo por
detrás - comenté la dama- . En leorette. Pero debes tener mucho
cuidado, ¡es tan terriblemente grande! Los ojos del padre Clemente
centelleaban en su pelirroja cabezota, y en su enorme arma se produjo
un latido espasmódico que hubiera podido alzar una silla. Un segundo
después la damita se había arrodillado sobre la silla, y el padre
Clemente, aproximándose a ella, levantó sus finas y blancas ropas
interiores para dejar expuesto un rechoncho y redondeado trasero,
bajo el cual, medio escondido entre unos turgentes muslos, se veían
los rojos labios de una deliciosa vulva, profusamente sombreada por
matas de pelos castaños que se rizaban en torno a ella. Clemente no
esperó mayores incentivos. Escupiendo en la punta de su miembro,
colocó su cálida cabeza entre los húmedos labios y después, tras
muchas embestidas y esfuerzos, consiguió hacerlo entrar hasta los
testículos. Se adentró más... y más.., y más, hasta que dio la
impresión de que el hermoso recipiente no podría admitir más sin
peligro de sufrir daño en sus órganos vitales, Entre tanto el
rostro de ella reflejaba el extraordinario placer que le provocaba el
gigantesco miembro. De pronto el padre Clemente se detuvo. Estaba
dentro hasta los testículos. Sus pelos rojos y crispados acosaban
los orondos cachetes de las nalgas de la dama. Esta había recibido
en el interior de su cuerpo, en toda su longitud, la vaina del cura.
Entonces comenzó un encuentro que sacudía la banca y todos los
muebles de la habitación. Asiéndose con ambos brazos en torno al
frágil cuerpo de ella, el sensual sacerdote se tiraba a fondo en
cada embestida, sin retirar más que la mitad de la longitud de su
miembro, para poder adentrarse mejor en cada ataque, hasta que la
dama comenzó a estremecerse por efecto de las exquisitas sensaciones
que le proporcionaba un asalto de tal naturaleza. A poco, con los
ojos cerrados y la cabeza caída hacia adelante, derramé sobre el
invasor la cálida esencia de su naturaleza, El padre Clemente,
entretanto, seguía accionando en el interior de la caliente vaina, y
a cada momento su arma se endurecía más, hasta llegar a asemejarse
a una barra de acero sólido. Pero todo tiene su fin, y también lo
tuvo el placer del buen sacerdote, ya que después de haber empujado,
luchado, apretado y batido con furia, su vara no pudo resistir más,
y sintió alcanzar el punto de la descarga de su savia, llegando de
esta suerte al éxtasis. Llego por fin. Dejando escapar un grito
hundió hasta la raíz su miembro en el interior de la dama, y
derramé en su matriz un abundante chorro de leche. Todo había
terminado, había pasado el último espasmo. había sido derramada la
última gota, y Clemente yacía como muerto. El lector no imaginará
que el buen padre Clemente iba a quedar satisfecho con sólo este
único coup que acababa de asestar con tan excelentes efectos, ni
tampoco que la dama, cuyos licenciosos apetitos habían sido tan
poderosamente apaciguados, no deseaba ya nuevos escarceos. Por el
contrarío, esta cópula no había hecho más que despertar las
adormecidas facultades sensuales de ambos, y de nuevo sintieron
despertar la llama del deseo. La dama yacía sobre su espalda; su
fornido violador se lanzó sobre ella, y hundiendo su ariete hasta
que se juntaron los pelos de ambos, se vino de nuevo, llenando su
matriz de un viscoso torrente. Todavía insatisfecha, la lasciva
pareja continué en su excitante pasatiempo. Esta vez Clemente se
recosté sobre su espalda, y la damita, tras de juguetear
lascivamente con sus enormes órganos genitales, tomó la roja cabeza
de su pene entre sus rosados labios, al tiempo que lo estimulaba con
toquecitos enloquecedores hasta conseguir el máximo de tensión,
todo ello con una avidez que acabé por provocar una abundante
descarga de fluido espeso y caliente, que esta vez inundé su linda
boca y corrió garganta abajo. Luego la dama, cuya lascivia era por
lo menos igual a la de su confesor, se colocó sobre la corpulenta
figura de éste, y tras de haber asegurado otra gran erección, se
empalé en el palpitante dardo hasta no dejar a la vista nada más
que las grandes bolas que colgaban debajo de la endurecida arma. De
esta manera succionó hasta conseguir una cuarta descarga de
Clemente. Exhalando un fuerte olor a semen, en virtud de las
abundantes eyaculaciones del sacerdote, y fatigada por la excepcional
duración del entretenimiento, dióse luego a contemplar cómodamente
las monstruosas proporciones y la capacidad fuera de lo común de su
gigantesco confesor.
VII
BELLA
TENÍA UNA AMIGA, UNA DAMITA SÓLO unos pocos meses mayor que ella,
hija de un adinerado caballero, que vivía cerca del señor Verbouc.
Julia, sin embargo, era de temperamento menos ardiente y voluptuoso,
y Bella comprendió pronto que no había madurado lo bastante para
entender los sentimientos pasionales, ni comprender los fuertes
instintos que despierta el placer.
Julia
era ligeramente más alta que su joven amiga, algo menos rolliza,
pero con formas capaces de deleitar los ojos y cautivar el corazón
de un artista por lo perfecto de su corte y lo exquisito de sus
detalles. Se supone que una pulga no puede describir la belleza de
las personas, ni siquiera la de aquellas que la alimentan. Todo lo
que puedo decir, por lo tanto, es que Julia Delmont constituía a mi
modo de ver un estupendo regalo, y algún día lo sería para alguien
del sexo opuesto, ya que estaba hecha para despertar el deseo del más
insensible de los hombres, y para encantar con sus graciosos modales
y su siempre placentera figura al más exigente adorador de Venus. El
padre de Julia poseía, como hemos dicho, amplios recursos; su madre
era una bobalicona que se ocupaba bien poco de su hija, o de otra
cosa que no fueran sus deberes religiosos, en el ejercicio de los
cuales empleaba la mayor parte de su tiempo, así como en visitar a
las viejas devotas de la vecindad que estimulaban sus predilecciones.
El señor Delmont era relativamente joven. De constitución robusta,
estaba lleno de vida, y como quiera que su piadosa cónyuge estaba
demasiado ocupada para permitirle los goces matrimoniales a los que
el pobre hombre tenía derecho, éste los buscaba por otros lados. El
señor Delmont tenía una amiga, una muchacha joven y linda que,
según deduje, no estaba satisfecha con limitarse a su adinerado
protector. El señor Delmont en modo alguno limitaba sus atenciones a
su amiga; sus costumbres eran erráticas, y sus inclinaciones
francamente eróticas. En tales circunstancias, nada tiene de extraño
que sus ojos se fijaran en el hermoso cuerpo de aquel capullo en flor
que era la sobrina de su amigo, Bella. Ya había tenido oportunidad
de oprimir su enguantada mano, de besar - desde luego con aire
paternal- su blanca mejilla, e incluso de colocar su mano
temblorosa - claro que por accidente- sobre sus rollizos muslos.
En realidad, Bella, mucho más experimentada que la mayoría de las
muchachas de su tierna edad, se había dado cuenta de que el señor
Delmont sólo esperaba una oportunidad para llevar las cosas a sus
últimos extremos. Y esto era precisamente lo que hubiera complacido
a Bella, pero era vigilada demasiado de cerca, y la nueva y
desdichada situación en que acababa de entrar acaparaba todos sus
pensamientos. El padre Ambrosio, empero, se percataba bien de la
necesidad de permanecer sobre aviso, y no dejaba pasar oportunidad
alguna, cuando la joven acudía a su confesionario, para hacer
preguntas directas y pertinentes acerca de su comportamiento para con
los demás, y de la conducta que los otros observaban con su
penitente. Así fue como Bella llegó a confesarle a su guía
espiritual los sentimientos engendrados en ella por el lúbrico
proceder del señor Delmont. El padre Ambrosio le dio buenos
consejos, y puso inmediatamente a Bella a la tarea de succionarle el
pene. Una vez pasado este delicioso episodio, y borradas que fueron
las huellas del placer, el digno sacerdote se dispuso con su habitual
astucia, a sacar provecho de los hechos de que acababa de tener
conocimiento. Su sensual y vicioso cerebro no tardó en concebir un
plan cuya audacia e inquietud yo, un humilde insecto, no sé que haya
sido nunca igualada. Desde luego, en el acto decidió que la joven
Julia tenía algún día que ser suya. Esto era del todo natural.
Pero para lograr este objetivo, y divertirse al mismo tiempo con la
pasión que indiscutiblemente Bella había despertado en el señor
Delmont, concibió una doble consumación, que debía llevarse a cabo
por medio del más indecoroso y repulsivo plan que jamás haya oído
el lector. Lo primero que había que hacer era despertar la
imaginación de Julia, y avivar en ella los latentes fuegos de la
lujuria. Esta noble tarea la confiaría el buen sacerdote a Bella, la
que, debidamente instruida, se comprometió fácilmente a realizarla.
Puesto que ya se había roto el hielo en su propio caso, Bella, a
decir verdad, no deseaba otra cosa sino conseguir que Julia fuera tan
culpable como ella. Así que se dio a la tarea de corromper a su
joven amiga. Cómo lo logró, vamos a verlo a su debido tiempo.
Fue
sólo unos días después de la iniciación de la joven Bella en los
deleites del delito en su forma incestuosa que hemos ya relatado, y
en los que no había tenido mayor experiencia porque el señor
Verbouc tuvo que ausentarse del hogar. A la larga, sin embargo, tenía
que presentarse la nueva oportunidad, y Bella se encontró por
segunda vez, sola y serena, en compañía de su tío y del padre
Ambrosio. La tarde era fría, pero en la estancia reinaba un
calorcito placentero por efecto de una estufa instalada en el lujoso
departamento. Los suaves y mullidos sofás y otomanes que amoblaban
la habitación proporcionaban a la misma un aire de indolencia y
abandono. A la brillante luz de una lámpara exquisitamente perfumada
los dos hombres parecían elegantes devotos de Baco y de Venus cuando
se sentaron, ligeros de ropa, después de una suntuosa colación. En
cuanto a Bella, estaba por así decirlo excedida en belleza.
Vistiendo un encantador ‘negligie’, medio descubría y medio
ocultaba aquellos encantos en flor de que tan orgullosa podía
mostrarse. Sus brazos, admirablemente bien torneados, sus suaves
piernas revestidas de seda, el seno palpitante, por el que asomaban
dos manzanitas blancas, exquisitamente redondeadas y rematadas en
otras tantas fresas, las bien formadas caderas, y unos diminutos pies
aprisionados en ajustados zapatitos, eran encantos que, sumados a
otros muchos, formaban un delicado y delicioso conjunto con el que se
hubieran intoxicado las deidades mismas, y en las que iban a
complacerse los dos lascivos mortales. Se necesitaba, empero, un
pequeño incentivo más para aumentar la excitación de los infames y
anormales deseos de aquellos dos hombres que en dicho momento, con
ojos inyectados por la lujuria, contemplaban a su antojo el
despliegue de los tesoros que estaba a su alcance. Seguros de que no
habían de ser interrumpidos, se disponían ambos a hacer los
lascivos attouchements que darían satisfacción al deseo de
solazarse con lo que tenían a la vista. Incapaz de contener su
ansiedad, el sensual tío extendió su mano, y atrayendo hacia sí a
su sobrina, deslizó sus dedos entre sus piernas a modo de sondeo.
Por su parte el sacerdote se posesionó de sus dulces senos, para
sumir su cara en ellos. Ninguno de los dos se detuvo en
consideraciones de pudor que interfirieran con su placer, así que
los miembros de los dos robustos hombres fueron exhibidos luego en
toda su extensión, y permanecieron excitados y erectos, con las
cabezas ardientes por efecto de la presión sanguínea y la tensión
muscular. - ¡Oh, qué forma de tocarme! - murmuró Bella, abriendo
voluntariamente sus muslos a las temblorosas manos de su tío,
mientras Ambrosio casi la ahogaba al prodigarle deliciosos besos con
sus gruesos labios, En un momento determinado la complaciente mano de
Bella apresó en el interior de su cálida palma el rígido miembro
del vigoroso sacerdote. - ¿Qué, amorcito, no es grande? ¿Y no
arde en deseos de expeler su jugo dentro de ti? ¡Oh, cómo me
excitas, hija mía! Tu mano. .. tu dulce mano. .. ¡Ay! ¡Me muero
por insertarlo en tu suave vientre! ¡Bésame, Bella! ¡Verbouc, vea
en qué forma me excita su sobrina! - ¡Madre santa, qué carajo!
¡Ve, Bella, qué cabeza la suya! ¡Cómo brilla! ¡Qué tronco tan
largo y tan blanco! ¡Y observa cómo se encorva cual si fuera una
serpiente en acecho de su víctima! ¡Ya asoma una gota en la punta!
¡Mira, Bella! - ¡Oh, cuán dura es! ¡Cómo vibra! ¡Cómo
acomete! ¡Apenas puedo abarcarla! ¡ Me matáis con estos besos, me
sorbéis la vida! El señor Verbouc hizo un movimiento hacia
adelante, y en el mismo momento puso al descubierto su propia arma,
erecta y al rojo vivo, desnuda y húmeda la cabeza. Los ojos de Bella
se iluminaron ante el prospecto. - Tenemos que establecer un orden
para nuestros placeres, Bella - dijo su tío- . Debemos prolongar
lo más que nos sea posible nuestros éxtasis. Ambrosio es
desenfrenado. ¡Qué espléndido animal es! ¡Hay que ver qué
miembro! ¡Está dotado como un garañón! ¡Ah, sobrinita mía, mi
criatura, con eso va a dilatar tu rendija. La hundirá hasta tus
entrañas, y tras de una buena carrera descargará un torrente de
leche para placer tuyo! - ¡Qué gusto! - murmuró Bella- . Anhelo
recibirlo hasta mi cintura. Sí, sí. No apresuremos el delicioso
final; trabajemos todos para ello. Hubiera dicho algo más, pero en
aquel momento la roja punta del rígido miembro del señor Verbouc
entró en su boca. Con la mayor avidez Bella recibió el duro y
palpitante objeto entre sus labios de coral, y admitió tanto como
pudo de ella. Comenzó a lamer alrededor con su lengua, y hasta trató
de introducirla en la roja abertura de la extremidad. Estaba excitada
hasta el frenesí. Sus mejillas ardían, su respiración iba y venía
con ansiedad espasmódica. Se aferró más aún al miembro del
lúbrico sacerdote, y su juvenil estrecho coño palpitaba de placer
anticipado. Hubiera querido continuar cosquilleando, frotando y
excitando el henchido tronco del lascivo Ambrosio, pero el fornido
sacerdote le hizo seña de que se detuviera. - Aguarda un momento,
Bella - suspiró- , vas a hacer que me venga. Bella soltó el
enorme dardo blanco y se echó hacia atrás, de manera que su tío
pudo accionar despaciosamente hacia dentro y hacia fuera de su boca,
sin que la mirada de ella dejara por un solo momento de prestar
ansiosamente atención a las extraordinarias dimensiones del miembro
de Ambrosio. Nunca había gustado Bella con tanto deleite de un pene,
corno ahora estaba disfrutando el respetable miembro de su tío. Por
tal razón aplicó sus labios al mismo con la mayor fruición,
sorbiendo morbosamente la secreción que de vez en cuando exudaba la
punta. El señor Verbouc estaba arrobado con sus atentos servicios. A
continuación el cura se arrodilló, y pasando la rasurada cabeza por
entre las piernas de Verbouc, que estaba de pie ante su sobrina,
abrió los rollizos muslos de ésta para apartar después con sus
dedos los rojos labios de su vulva, e introducir su lengua hacia
dentro, al tiempo que con sus gruesos labios cubría sus juveniles y
excitadas partes. Bella se estremecía de placer. Su tío se puso aún
más rígido, y empujó fuertemente dentro de la bella boca de la
muchacha, la cual tomó sus testículos entre sus manos para
estrujarlos con suavidad. Retiró hacía atrás la piel del ardiente
tronco, y reanudó su succión con evidente deleite. - Vente ya!
- dijo Bella, abandonando por un momento la viscosa cabeza con
objeto de poder hablar y tomar aliento- . ¡Vente, tío! ¡Me agrada
tanto saborearlo! - Podrás hacerlo, queridita, pero todavía no. No
debemos ir tan aprisa. - ¡Oh, cómo me mama! ¡Cómo me lame su
lengua! ¡Estoy ardiendo! ¡Me mata! - ¡Ah, Bella! Ahora no sientes
más que placer: te has reconciliado con los goces de nuestros
contactos incestuosos. - De veras que sí, querido tío. Ponme tu
carajo de nuevo en la boca. - Todavía no, Bella, amor mío.
- No
me hagas aguardar demasiado. Me estáis enloqueciendo. ¡Padre!
¡Padre! ¡Oh, ya viene hacia mí, se prepara para joderme! ¡Dios
santo, qué carajo! ¡Piedad! ¡Me partirá en dos! Entretanto
Ambrosio, enardecido por el delicioso jugueteo con el que estuvo
entretenido, devino demasiado excitado para permanecer como estaba, y
aprovechando la oportunidad de una momentánea retirada de Verbouc,
se puso de píe y tumbó sobre sus espaldas, en el blando sofá, a la
hermosa muchacha. Verbouc tomó en su mano el formidable pene del
santo padre, le dio un par de sacudidas preliminares, retiro la piel
que rodeaba su cabeza en forma de huevo, y encaminando la punta
anchurosa y ardiente hacia la rosada hendidura, la empujó
vigorosamente dentro del vientre de ella. La humedad que lubricaba
las partes nobles de la criatura facilitó la entrada de la cabeza y
la parte delantera, y el arma del sacerdote pronto quedó sumida.
Siguieron fuertes embestidas, y con brutal lujuria reflejada en el
rostro, y escasa piedad por la juventud de su víctima, Ambrosio la
ensartó. La excitación de Bella superaba el dolor, por lo que se
abrió de piernas hasta donde le fue posible para permitirle
regodearse según su deseo en la posesión de su belleza. Un ahogado
lamento escapó de los entreabiertos labios de Bella cuando sintió
aquella gran arma, dura como el hierro, presionando su matriz, y
dilatándola con su gran tamaño. El señor Verbouc no perdía
detalle del lujurioso espectáculo que se ofrecía a su vista, y se
mantuvo al efecto cerca de la excitada pareja. En un momento dado
depositó su poco menos vigoroso miembro en la mano convulsa de su
sobrina. Ambrosio, tan pronto como se sintió firmemente alojado en
el lindo cuerpo que estaba debajo de él, refrenó su ansiedad.
Llamando en auxilio suyo el extraordinario poder de autocontrol con
el que estaba dotado, pasó sus manos temblorosas sobre las caderas
de la muchacha, y apartando sus ropas descubrió su velludo vientre,
con el que a cada sacudida frotaba el mullido monte de ella. De
pronto el sacerdote aceleró su trabajo. Con poderosas y rítmicas
embestidas se enterraba en el tierno cuerpo que yacía debajo de él.
Apretó fuertemente hacia adelante, y Bella enlazó sus blancos
brazos en torno a su musculoso cuello. Sus testículos golpeaban las
rechonchas posaderas de ella, su instrumento había penetrado hasta
los pelos que, negros y rizados, cubrían por completo el sexo de
ella. - Ahora lo tiene. Observa, Verbouc, a tu sobrina. Ve cómo
disfruta los ritos eclesiásticos. ¡Ah, qué placer! ¡Cómo me
mordisquen con su estrecho coñito! - ¡Oh, querido, querido...!
¡Oh, buen padre, jodedme! Me estoy viniendo. ¡Empujad! ¡Empujad!
Matadme con él, si gustáis, pero no dejéis de moveros! ¡Así!
¡Oh! ¡Cielos! ¡Ah! ¡Ah! ¡Cuán grande es! ¡Cómo se adentra en
mí! El canapé crujía a causa de sus rápidas sacudidas. - ¡Oh.
Dios! - gritó Bella- . ¡Me está matando.., realmente es
demasiado... Me muero... Me estoy viniendo! Y dejando escapar un
grito abogado, la muchacha se vino, inundando el grueso miembro que
tan deliciosamente la estaba jodiendo. El largo pene engruesó y se
enardeció todavía más. También la bola que lo remataba se hinchó,
y todo el tremendo aparato parecía que iba a estallar de lujuria. La
joven Bella susurraba frases incoherentes, de las que sólo se
entendía la palabra joder. Ambrosio, también completamente
enardecido, y sintiendo su enorme verga atrapada en las juveniles
carnes de la muchacha, no pudo aguantar más, y agarrando las nalgas
de Bella con ambas manos, empujó hacia el interior toda la tremenda
longitud de su miembro y descargó, arrojando los espesos chorros de
su fluido, uno tras otro, muy adentro de su compañera de juego. Un
bramido como de bestia salvaje escapó de su pecho a medida que
arrojaba su cálida leche. - ¡Oh, ya viene! ¡Me está inundando!
¡La siento! ¡Ah, qué delicia! Mientras tanto el carajo del
sacerdote, bien hundido en el cuerpo de Bella, seguía emitiendo por
su henchida cabeza el semen perlino que inundaba la juvenil matriz de
ella. - ¡Ah, qué cantidad me estáis dando! - comentó Bella,
mientras se bamboleaba sobre sus pies, y sentía correr en todas
direcciones, piernas abajo, el cálido fluido- . ¡Cuán blanco y
viscoso es! Esta era exactamente la situación que más ansiosamente
esperaba el tío, y por lo tanto procedió sosegadamente a
aprovecharla. Miró sus lindas medias de seda empapadas, metió sus
dedos entre los rojos labios de su coño, embarró el semen exudado
sobre su lampiño sexo. Seguidamente, colocando a su sobrina
adecuadamente frente a él, Verbouc exhibió una vez más su tieso y
peludo campeón, y excitado por las excepcionales escenas que tanto
le habían deleitado, contempló con ansioso celo las tiernas partes
de la joven Bella, completamente cubiertas como estaban por las
descargas del sacerdote, y exudando todavía espesas y copiosas gotas
de su prolífico fluido. Bella, obedeciendo a sus deseos, abrió lo
más posible sus piernas. Su tío colocó ansiosamente su desnuda
persona entre los rollizos muslos de la joven. - Estate quieta, mi
querida sobrina. Mí carajo no es tan gordo ni tan largo como el del
padre Ambrosio, pero sé muy bien cómo joder, y podrás comprobar sí
la leche de tu tío no es tan espesa y pungente como la de cualquier
eclesiástico. Ve cómo estoy de envarado. ..- ¡Y cómo me haces
esperar! - dijo Bella- . Veo tu querida verga aguardando turno.
¡Cuán roja se ve! ¡Empújame, querido tío! Ya estoy lista de
nuevo, y el buen padre Ambrosio te ha aceitado bien el camino. El
duro miembro tocó con su enrojecida cabeza los abiertos labios,
todavía completamente resbalosos, y su punta se afianzó con
firmeza. Luego comenzó a penetrar el miembro propiamente dicho, y
tras unas cuantas embestidas firmes aquel ejemplar pariente se había
adentrado hasta los testículos en el vientre de su sobrina,
solazándose lujuriosamente entre el tufo que evidenciaba sus
anteriores e impías venidas con el padre. - Querido tío - exclamó
la muchacha- . Acuérdate de quién estás jodiendo. No se trata de
una extraña, es la hija de tu hermano, tu propia sobrina. Jódeme
bien, entonces, tío. Entrégame todo el poder de tu vigoroso carajo.
¡Jódeme! ¡Jódeme hasta que tu incestuosa leche se derrame en mi
interior! ¡Ah! ¡Oh! ¡Oh! Y sin poderse contener ante el conjuro de
sus propias ideas lujuriosas, Bella se entregó a la más
desenfrenada sensualidad, con gran deleite de su tío. El vigoroso
hombre, gozando la satisfacción de su lujuria preferida, se dedicó
a efectuar una serie de rápidas y poderosas embestidas. No obstante
lo anegada que se encontraba, la vulva de su linda oponente era de
por sí pequeña, y lo bastante estrecha para pellizcarle
deliciosamente en la abertura, y provocar así que su placer
aumentara rápidamente. Verbouc se alzó para lanzarse con rabia
dentro del cuerpo de ella, y la hermosa joven se asió con el apremio
de una lujuria todavía no saciada. Su verga engrosó y se endureció
todavía más. El cosquilleo se hizo pronto casi insoportable. Bella
se entregó por entero al placer del acto incestuoso, hasta que el
señor Verbouc, dejando escapar un suspiro, se vino dentro de su
sobrina, inundando de nuevo la matriz de ella con su cálido fluido.
Bella llegó también al éxtasis, y al propio tiempo que recibía la
poderosa inyección, placenteramente acogida, derramaba una no menos
ardiente prueba de su goce. Habiéndose así completado el acto, se
le dio tiempo a Bella para hacer sus abluciones, y después, tras de
apurar un tonificante vaso lleno de vino hasta los bordes, se
sentaron los tres para concertar un diabólico plan para la violación
y el goce de la bella Julia Delmont. Bella confesó que el señor
Delmont la deseaba, y que evidentemente estaba en espera de la
oportunidad para encaminar las cosas hacia la satisfacción de su
capricho. Por su parte, el padre Ambrosio confesó que su miembro se
enderezaba a la sola mención del nombre de la muchacha. La había
confesado, y admitió jocosamente que durante la ceremonia no había
podido controlar sus manos, ya que su simple aliento despertaba en él
ansías sensuales incontenibles. El señor Verbouc declaró que
estaba igualmente ansioso de proporcionarse solaz en sus dulces
encantos, cuya sola descripción lo enloquecía. Pero el problema
estaba en cómo poner en marcha el plan. - Si la violara sin
preparación, la destrozaría - exclamó el padre Ambrosio,
exhibiendo una vez más su rubicunda máquina, todavía rezumando las
pruebas de su último goce, que aún no había enjugado. - Yo no
puedo gozarla primero. Necesito la excitación de una copulación
previa - objetó Verbouc. - Me gustaría ver a la muchacha bien
violada - dijo Bella- . Observaría la operación con deleite, y
cuando el padre Ambrosio hubiese introducido su enorme cosa en el
interior de ella, tú podrías hacer lo mismo conmigo para
compensarme el obsequio que le haríamos a la linda Julia. - Sí,
esa combinación podría resultar deliciosa. - ¿Qué habrá que
hacer? - inquirió Bella- . ¡Madre santa, cuán tiesa está de
nuevo vuestra verga, querido padre Ambrosio! - Se me ocurre una idea
que sólo de pensar en ella me provoca una violenta erección. Puesta
en práctica sería el colmo de la lujuria, y por lo tanto del
placer. - Veamos de qué se trata - exclamaron los otros dos al
Unísono. - Aguardad un poco - dijo el santo varón, mientras Bella
desnudaba la roja cabeza de su instrumento para cosquillear en el
húmedo orificio con la punta de su lengua. - Escuchadme bien - dijo
Ambrosio- . El señor Delmont está enamorado de Bella. Nosotros lo
estamos de su hija, y a esta criatura que ahora me está chupando la
verga, le gustaría ver a la tierna Julia ensartada en él hasta lo
más hondo de sus órganos vitales, con el único y lujurioso afán
de proporcionarse una dosis extra de placer. Hasta aquí todos
estamos de acuerdo. Ahora prestadme atención, y tú, Bella, deja en
paz mí instrumento. He aquí mi plan: me consta que la pequeña
Julia no es insensible a sus instintos animales. En efecto, ese
diablito siente ya la comezón de la carne. Un poco de persuasión y
Otro poco de astucia pueden hacer el resto. Julia accederá a que se
le alivien esas angustias del apetito carnal. Bella debe alentaría
al efecto. Entretanto la misma Bella inducirá al señor Delmont a
ser más atrevido. Le permitirá que se le declare, si así lo desea
él. En realidad, ello es indispensable para que el plan resulte. Ese
será el momento en que debo intervenir yo. Le sugeriré a Delmont
que el señor Verbouc es un hombre por encima de los prejuicios
vulgares, y que por cierta suma de dinero estará conforme en
entregarle a su hermosa y virginal sobrina para que sacie sus
apetitos. - No alcanzo a entenderlo bien - comentó Bella. - No
veo el objeto - intervino Verbouc- . Ello no nos aproximará más a
la consumación de nuestro plan. - Aguardad un momento - continuó
el buen padre- . Hasta este momento todos hemos estado de acuerdo.
Ahora Bella será vendida a Delmont. Se le permitirá que satisfaga
secretamente sus deseos en los hermosos encantos de ella. Pero la
víctima no deberá verlo a él, ni él a ella, a.- fin de guardar
las apariencias. Se le introducirá en una alcoba agradable, podrá
ver el cuerpo totalmente desnudo de una encantadora mujer, se le hará
saber que se trata de su víctima, y que puede gozarla. - ¿Yo?
- interrumpió Bella- . ¿Para qué todo este misterio? El padre
Ambrosio sonrió malévolamente. - Ya lo sabrás, Bella, ten
paciencia. Lo que deseamos es disfrutar de Julia Delmont, y lo que el
señor Delmont quiere es disfrutar de tu persona. Únicamente podemos
alcanzar nuestro objetivo evitando al propio tiempo toda posibilidad
de escándalo. Es preciso que el señor Delmont sea silenciado, pues
de lo contrario podríamos resultar perjudicados por la violación de
su hija. Mi propósito es que el lascivo señor Delmont viole a su
propia hija, en lugar de a Bella, y que una vez que de esta suerte
nos haya abierto el camino, podamos nosotros entregarnos a la
satisfacción de nuestra lujuria. Si Delmont cae en la trampa,
podremos revelarle el incesto cometido, y recompensárselo con la
verdadera posesión de Bella, a cambio de la persona de su hija, o
bien actuar de acuerdo con las circunstancias. - ¡Oh, casi me estoy
viniendo ya! - gritó el señor Verbouc- . ¡Mi arma está que
arde! ¡Qué trampa! ¡Qué espectáculo tan maravilloso! Ambos
hombres se levantaron, y Bella se vio envuelta en sus abrazos. Dos
duros y largos dardos se incrustaban contra su gentil cuerpo a medida
que la trasladaban al canapé. Ambrosio se tumbó sobre sus espaldas,
Bella se le montó encima, y tomó su pene de semental entre las
manos para llevárselo a la vulva. El señor Verbouc contemplaba la
escena. Bella se dejó caer lo bastante para que la enorme arma se
adentrara por completo; luego se acomodó encima del ardiente
sacerdote, y comenzó una deliciosa serie de movimientos
Ondulatorios. El señor Verbouc contemplaba sus hermosas nalgas subir
y bajar, abriéndose y cerrándose a cada sucesiva embestida.
Ambrosio se había adentrado hasta la raíz, esto era evidente. Sus
grandes testículos estaban pegados debajo de ella, y los gruesos
labios de Bella llegaban a ellos cada vez que la muchacha se dejaba
caer. El espectáculo le sentó muy bien a Verbouc. El virtuoso tío
se subió al canapé, dirigió su largo y henchido pene hacia el
trasero de Bella, y sin gran dificultad consiguió enterrarlo por
completo hasta sus entrañas. El culito de su sobrina era ancho y
suave como un guante, y la piel de las nalgas blanca como el
alabastro. Verbouc, empero, no prestaba la menor atención a estos
detalles. Su miembro estaba dentro, y sentía la estrecha compresión
del músculo del pequeño orificio de entrada como algo exquisito.
Los dos carajos se frotaban mutuamente, sólo separados por una tenue
membrana. Bella experimentaba los enloquecedores efectos de este
doble deleite. Tras una terrible excitación llegaron los transportes
finales conducentes al alivio, y chorros de leche inundaron a la
grácil Bella. Después Ambrosio descargó por dos veces en la boca
de Bella, en la que también vertió luego su tío su incestuoso
fluido, y asi terminó la sesión. La forma en que Bella realizó sus
funciones fue tal, que mereció sinceros encomios de sus dos
compañeros. Sentada en el canto de una silla, se colocó frente a
ambos de manera que los tiesos miembros de uno y otro quedaron a
nivel con sus labios de coral, Luego, tomando entre sus labios el
aterciopelado glande, aplicó ambas manos a frotar, cosquillear y
excitar el falo y sus apéndices. De esta manera puso en acción en
todo el poder nervioso de los miembros de sus compañeros de juego,
que, con sus miembros distendidos a su máximo, pudieron gozar del
lascivo cosquilleo hasta que los toquecitos de Bella se hicieron
irresistibles, y entre suspiros de éxtasis su boca y su garganta
fueron inundadas con chorros de semen. La pequeña glotona los bebió
por completo. Y lo mismo habría hecho con los de una docena, si
hubiera tenido oportunidad para ello.
VIII
BELLA
SEGUIA PROPORCIONANDOME EL MÁS delicioso de los alimentos. Sus
juveniles miembros nunca echaron de menos las sangrías carmesí
provocadas por mis piquetes, los que, muy a pesar mío, me veía
obligada a dar para obtener mi sustento. Determiné, por
consiguiente, continuar con ella, no obstante que, a decir verdad, su
conducta en los últimos tiempos había devenido discutible y
ligeramente irregular.
Una
cosa manifiestamente cierta era que había perdido todo sentido de la
delicadeza y del recato propio de una doncella, y vivía sólo para
dar satisfacción a sus deleites sexuales. Pronto pudo verse que la
jovencita no había desperdiciado ninguna de las instrucciones que se
le dieron sobre la parte que tenía que desempeñar en la
conspiración urdida. Ahora me propongo relatar en qué forma
desempeñó su papel. No tardó mucho en encontrarse Bella en la
mansión del señor Delmont, y tal vez por azar, o quizás más bien
porque así lo había preparado aquel respetable ciudadano, a solas
con él. El señor Delmont advirtió su oportunidad y cual
inteligente general, se dispuso al asalto. Se encontró con que su
linda compañera, o estaba en el limbo en cuanto a sus intenciones, o
estaba bien dispuesta a alentarlas. El señor Delmont había ya
colocado sus brazos en torno a la cintura de Bella y, como por
accidente la suave mano derecha de ésta comprimía ya bajo su
nerviosa palma el varonil miembro de él. Lo que Bella podía palpar
puso de manifiesto la violencia de su emoción. Un espasmo recorrió
el duro objeto de referencia a todo lo largo, y Bella no dejó de
experimentar otro similar de placer sensual. El enamorado señor
Delmont la atrajo suavemente hacia sí, y abrazó su cuerpo
complaciente. Rápidamente estampó un cálido beso en su mejilla y
le susurró palabras halagüeñas para apartar su atención de sus
maniobras. Intentó algo más: frotó la mano de Bella sobre el duro
objeto, lo que le permitió a la jovencita advertir que la excitación
podría ser demasiado rápida. Bella se atuvo estrictamente a su
papel en todo momento: era una muchacha inocente y recatada. El señor
Delmont, alentado por la falta de resistencia de parte de su joven
amiga, dio otros pasos todavía más decididos. Su inquieta mano vagó
por entre los ligeros vestidos de Bella, y acarició sus
complacientes pantorrillas. Luego, de repente, al tiempo que besaba
con verdadera pasión sus rojos labios, pasó sus temblorosos dedos
por debajo para tentar su rollizo muslo. Bella lo rechazó. En
cualquier otro momento se hubiera acostado sobre sus espaldas y le
hubiera permitido hacer lo peor, pero recordaba la lección, y
desempeñó su papel perfectamente. - ¡Oh, qué atrevimiento el de
usted! - gritó la jovencita- . ¡Qué groserías son éstas! ¡No
puedo permitírselas! Mi tío dice que no debo consentir que nadie me
toque ahí. En todo caso nunca antes de... Bella dudó, se detuvo, y
su rostro adquirió una expresión boba. El señor Delmont era tan
curioso como enamoradizo. - ¿Antes de qué, Bella? - ¡Oh, no debo
explicárselo! No debí decir nada al respecto. Sólo sus rudos
modales me lo han hecho olvidar. - ¿Olvidar qué? - Algo de lo que
me ha hablado a menudo mi tío - contestó sencillamente Bella.
- ¿Pero qué es? ¡Dímelo! - No me atrevo. Además, no entiendo
lo que significa. - Te lo explicaré si me dices de qué se trata.
- ¿Me promete no contarlo?
-
Desde luego. - Bien. Pues lo que él dice es que nunca tengo que
permitir que me pongan las manos ahí, y que sí alguien quiere
hacerlo tiene que pagar mucho por ello. ~¿Dijo eso, realmente? - Sí,
claro que sí. Dijo que puedo proporcionarle una buena suma de
dinero, y que hay muchos caballeros ricos que pagarían por lo que
usted quiere hacerme, y dijo también que no era tan estúpido como
para dejar perder semejante oportunidad. - Realmente, Bella, tu tío
es un perfecto hombre de negocios, pero no creí que fuera un hombre
de esa clase. - Pues sí que lo es - gritó Bella- . Está
engreído con el dinero, ¿sabe usted?, y yo apenas si sé lo que
ello significa, pero a veces dice que va a vender mi doncellez. - ¿Es
posible? - pensó Delmont- . ¡Qué tipo debe ser ése! ¡Qué buen
ojo para los negocios ha de tener! Cuanto más pensaba el señor
Delmont acerca de ello, más convencido estaba de la verdad que
encerraba la ingenua explicación dada por Bella. Estaba en venta, y
él iba a comprarla. Era mejor seguir este camino que arriesgarse a
ser descubierto y castigado por sus relaciones secretas. Antes,
empero, de que pudiera terminar de hacerse estas prudentes
reflexiones, se produjo una interrupción provocada por la llegada de
su hija Julia. Aunque renuentemente, tuvo que dejar la compañía de
Bella y componer sus ropas debidamente. Bella dio pronto una excusa y
regresó a su hogar, dejando que los acontecimientos siguieran su
curso. El camino emprendido por la linda muchachita pasaba a través
de praderas, y era un camino de carretas que salía al camino real
muy cerca de la residencia de su tío. En esta ocasión había caído
ya la tarde, y el tiempo era apacible. El sendero tenía varias
curvas pronunciadas, y a medida que Bella seguía camino adelante se
entretenía en contemplar el ganado que pastaba en los alrededores.
Llegó a un punto en el que el camino estaba bordeado por árboles, y
donde una serie de troncos en línea recta separaba la carretera
propiamente dicha del sendero para peatones. En las praderas próximas
vio a varios hombres que cultivaban el campo, y un poco más lejos a
un grupo de mujeres que descansaba un momento de las labores de la
siembra, entretenidas en interesantes coloquios. Al otro lado del
camino había una cerca de setos, y como se le ocurriera mirar hacia
allá, vio algo que la asombró. En la pradera había dos animales,
un garañón y una yegua. Evidentemente el primero se había dedicado
a perseguir a la segunda, hasta que consiguió darle alcance no lejos
de donde se encontraba Bella. Pero lo que más sorprendió y espantó
a ésta fue el maravilloso espectáculo del gran miembro parduzco
que, erecto por la excitación, colgaba del vientre del semental, y
que de vez en cuando se encorvaba en impaciente búsqueda del cuerpo
de la hembra. Esta debía haber advertido también aquel miembro
palpitante, puesto que se había detenido y permanecía tranquila,
ofreciendo su parte trasera al agresor. El macho estaba demasiado
urgido por sus instintos amorosos para perder mucho tiempo con
requiebros, y ante los maravillados ojos de la jovencita montó sobre
la hembra y trató de introducir su instrumento. Bella contemplaba el
espectáculo con el aliento contenido, y pudo ver cómo, por fin, el
largo y henchido miembro del caballo desaparecía por entero en las
partes posteriores de la hembra. Decir que sus sentimientos sexuales
se excitaron no sería más que expresar el resultado natural del
lúbrico espectáculo. En realidad estaba más que excitada; sus
instintos libidinosos se habían desatado. Mesándose las manos clavó
la mirada para observar con todo interés el lascivo espectáculo, y
cuando, tras una carrera rápida y furiosa, el animal retiró su
goteante pene, Bella dirigió a éste una golosa mirada, concibiendo
la locura de apoderarse de él para darse gusto a sí misma.
Obsesionada con tal idea, Bella comprendió que tenía que hacer algo
para borrar de su mente la poderosa influencia que la oprimía.
Sacando fuerzas de flaqueza apartó los ojos y reanudó su camino,
pero apenas había avanzado una docena de pasos cuando su mirada
tropezó con algo que ciertamente no iba a aliviar su pasión.
Precisamente frente a ella se encontraba un joven rústico de unos
dieciocho años, de facciones bellas, aunque de expresión
bobalicona, con la mirada puesta en los amorosos corceles entregados
a su pasatiempo. Una brecha entre los matorrales que bordeaban el
camino le proporcionaba un excelente ángulo de vista, y estaba
entregado a la contemplación del espectáculo con un interés tan
evidente como el de Bella. Pero lo que encadenó la atención de ésta
en el muchacho fue el estado en que aparecía su vestimenta, y la
aparición de un tremendo miembro, de roja y bien desarrollada cabeza
que, desnudo y exhibiéndose en su totalidad, se erguía impúdico.
No cabía duda sobre el efecto que el espectáculo desarrollado en la
pradera había causado en el muchacho, puesto que éste se había
desabrochado los bastos calzones para apresar entre sus nerviosas
manos un arma de la que se hubiera enorgullecido un carmelita. Con
ojos ansiosos devoraba la escena que se desarrollaba en la pradera,
mientras que con la mano derecha desnudaba la firme columna para
friccionaría vigorosamente hacia arriba y hacía abajo,
completamente ajeno al hecho de que un espíritu afín era testigo de
sus actos. Una exclamación de sobresalto que involuntariamente se le
escapó a Bella motivó que él mirara en derredor suyo y descubriera
frente a él a la hermosa muchacha, en el momento en que su lujurioso
miembro estaba completamente expuesto en toda su gloriosa erección.
- ¡Por Dios! - exclamó Bella tan pronto como pudo recobrar el
habla- . ¡Qué visión tan espantosa! ¡Muchacho desvergonzado!
¿Qué estás haciendo con esta cosa roja? El mozo, humillado, trató
de introducir nuevamente en su bragueta el objeto que había motivado
la pregunta, pero su evidente confusión y la rigidez adquirida por
el miembro hacían difícil la operación, por no decir que enfadosa.
Bella acudió solícita en su auxilio. - ¿Qué es esto? Deja que te
ayude. ¿Cómo se salió? ¡Cuán grande y dura es! ¡Y qué larga!
¡A fe mía que es tremenda tu cosa, muchacho travieso! Uniendo la
acción a las palabras, la jovencita posó su pequeña mano en el
erecto pene del muchacho, y estrujándolo en su cálida palma hizo
más difícil aún la posibilidad de poder regresarlo a su escondite.
Entretanto
el muchacho, que gradualmente recobraba su estólida presencia de
ánimo, y advertía la inocencia de su nueva desconocida, se abstuvo
de hacer nada en ayuda de sus loables propósitos de esconder el
rígido y ofensivo miembro. En realidad se hizo imposible, aun cuando
hubiera puesto algo de SU parte, ya que tan pronto corno su mano lo
asió adquirió proporciones todavía mayores, al mismo tiempo que la
hinchada y roja cabeza brillaba como una ciruela madura. - ¡Ah,
muchacho travieso! - observó Bella- . ¿Qué debo hacer? - siguió
diciendo, al tiempo que dirigía una mirada de enojo a la hermosa faz
del rústico muchacho. - ¡Ah, cuán divertido es! - suspiró el
mozuelo- . ¿Quién hubiera podido decir que usted estaba tan cerca
de mí cuando me sentí tan mal, y comenzó a palpitar y engrosar
hasta ponerse como está ahora? - Esto es incorrecto - observó la
damita-, apretando más aún y sintiendo que las llamas de la lujuria
crecían cada vez más dentro de ella- . Esto es terriblemente
incorrecto, pícaruelo. - ¿Vio usted lo que hacían los caballos en
la pradera? - preguntó el muchacho, mirando con aire interrogativo
a Bella, cuya belleza parecía proyectarse sobre su embotada mente
como el sol se cuela al través de un paisaje lluvioso. - Sí, lo
vi. - replicó la muchacha con aire inocente- . ¿Qué estaban
haciendo? ¿Qué significaba aquello? - Estaban jodiendo - repuso
el muchacho con una sonrisa de lujuria- . Él deseaba a la hembra y
la hembra deseaba al semental, así es que se juntaron y se dedicaron
a joder. - ¡Vaya, qué curioso! - contestó la joven, contemplando
con la más infantil sencillez el gran objeto que todavía estaba
entre sus manos, ante el desconcierto del mozuelo. - De veras que
fue divertido, ¿verdad? ¡Y qué instrumento el suyo! ¿Verdad,
señorita? - Inmenso - murmuró Bella sin dejar de pensar un solo
momento en la cosa que estaba frotando de arriba para abajo con su
mano. - ¡Oh, cómo me cosquillea! - suspiró su compañero- .
¡Qué hermosa es usted! ¡Y qué bien lo frota! Por favor, siga,
señorita. Tengo ganas de venirme. - ¿De veras? - murmuró Bella- .
¿Puedo hacer que te vengas? Bella miró el henchido objeto,
endurecido por efecto del suave cosquilleo que le estaba aplicando; y
cuya cabeza tumefacta parecía que iba a estallar. El prurito de
observar cuál sería el efecto de su interrumpida fricción se
posesionó por completo de ella, por lo que se aplicó con redoblado
empeño a la tarea. - ¡Oh, si, por favor! ¡Siga! ¡Estoy próximo
a venirme! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué bien lo hace! ¡Apriete más. . .,
frote más aprisa. . . pélela bien. . .! Ahora otra vez.. . ¡Oh,
cielos! ¡Oh! El largo y duro instrumento engrosaba y se calentaba
cada vez más a medida que ella lo frotaba de arriba abajo. - ¡Ah!
¡Uf! ¡Ya viene! ¡Uf! ¡Oooh! - exclamó el rústico
entrecortadamente mientras sus rodillas se estremecían y su cuerpo
adquiría rigidez, y entre contorsiones y gritos ahogados su enorme y
poderoso pene expelió un chorro de líquido espeso sobre las
manecitas de Bella, que, ansiosa por bañarlas en el calor del
viscoso fluido, rodeó por completo el enorme dardo, ayudándolo a
emitir hasta la última gota de semen. Bella, sorprendida y gozosa,
bombeó cada gota - que hubiera chupado de haberse atrevido- y
extrajo luego su delicado pañuelo de Holanda para limpiar de sus
manos la espesa y perlina masa. Después el jovenzuelo, humillado y
con aire estúpido, se guardó el desfallecido miembro, y miró a su
compañera con una mezcla de curiosidad y extrañeza. - ¿Dónde
vives? - preguntó al fin, cuando encontró palabras para hablar..
- No muy lejos de aquí - repuso Bella- . Pero no debes seguirme
ni tratar de buscarme, ¿sabes? Si lo haces te iría mal - prosiguió
la damita- , porque nunca más volvería a hacértelo, y encima
serias castigado. - ¿Por qué no jodemos como el semental y la
potranca? - sugirió el joven, cuyo ardor, apenas apaciguado,
comenzaba a manifestarse de nuevo. - Tal vez lo hagamos algún día,
pero ahora, no. Llevo prisa porque estoy retrasada. Tengo que irme
enseguida. - Déjame tentarte por debajo de tus vestidos. Dime,
¿cuándo vendrás de nuevo? - Ahora no - dijo Bella, retirándose
poco a poco- , pero nos encontraremos otra vez. Bella acariciaba la
idea de darse gusto con el formidable objeto que escondía tras sus
calzones. - Dime - preguntó ella- . ¿Alguna vez has. .. has
jodido? - No, pero deseo hacerlo. ¿No me crees? Está bien,
entonces te diré que. .. sí, lo he hecho. - ¡Qué barbaridad!
- comentó la jovencita - A mi padre le gustaría también joderte
- agregó sin titubear ni prestar atención a su movimiento de
retirada. - ¿Tu padre? ¡Qué terrible! ¿Y cómo lo sabes? - Porque
mi padre y yo jodemos a las muchachas juntos. Su instrumento es mayor
que el mío. - Eso dices tú. Pero ¿será cierto que tu padre y tú
hacéis estas horribles cosas juntos? - Sí, claro está que cuando
se nos presenta la oportunidad. Deberías verlo joder. ¡ Uyuy! Y rió
como un idiota. - No pareces un muchacho muy despierto - dijo
Bella. - Mi padre no es tan listo como yo - replicó el jovenzuelo
riendo más todavía, al tiempo que mostraba otra vez la verga
semienhiesta- . Ahora ya sé cómo joderte, aunque sólo lo haya
hecho una vez. Deberías yerme joder. Lo que Bella pudo ver fue el
gran instrumento del muchacho, palpitante y erguido. - ¿Con quién
lo hiciste, malvado muchacho? - Con una jovencita de catorce años.
Ambos la jodimos, mi padre y yo nos la dividimos. - ¿Quién fue el
primero? - inquirió Bella. - Yo, y mi padre me sorprendió.
Entonces él quiso hacerlo también y me hizo sujetarla. Lo hubieras
visto joder... ¡Uyuy! Unos minutos después Bella había reanudado
su camino, y llegó a su hogar sin posteriores aventuras.
IX
CUANDO
BELLA RELATO EL RESULTADO DE su entrevista de aquella tarde con el
señor Delmont, unas ahogadas risitas de deleite escaparon de los
labios de los otros dos conspiradores. No habló, sin embargo, del
rústico jovenzuelo con quien había tropezado por el camino. De
aquella parte de sus aventuras del día consideró del todo
innecesario informar al astuto padre Ambrosio o a su no menos sagaz
pariente. El complot estaba evidentemente a punto de tener éxito. La
semilla tan discretamente sembrada tenía que fructificar
necesariamente, y cuando el padre Ambrosio pensaba en el delicioso
agasajo que algún día iba a darse en la persona de la hermosa Julia
Delmont, se alegraban por igual su espíritu y sus pasiones animales,
solazándose por anticipado con las tiernas exquisiteces próximas a
ser suyas, con el ostensible resultado de que se produjera una gran
distensión de su miembro y que su modo de proceder denunciara la
profunda excitación que se había apoderado de él. Tampoco el señor
Verbouc permanecía impasible. Sensual en grado extremo, se prometía
un estupendo agasajo con los encantos de la hija de su vecino, y el
sólo pensamiento de este convite producía los correspondientes
efectos en su temperamento nerviosa. Empero, quedaban algunos
detalles por solucionar. Estaba claro que el simple del señor
Delmont daría los pasos necesarios para averiguar lo que había de
cierto en la afirmación de Bella de que su tío estaba dispuesto a
vender su virginidad. El padre Ambrosio, cuyo conocimiento del hombre
le había hecho concebir tal idea, sabia perfectamente con quién
estaba tratando. En efecto, ¿quién, en el sagrado sacramento de la
confesión, no ha revelado lo más intimo de su ser al pío varón
que ha tenido el privilegio de ser su confesor? El padre Ambrosio era
discreto; guardaba al pie de la letra el silencio que le ordenaba su
religión. Pero no tenía empacho en valerse de los hechos de los que
tenía conocimiento por este camino para sus propios fines, y cuáles
eran ellos ya los sabe nuestro lector a estas alturas. El plan quedó,
pues, ultimado. Cierto día, a convenir de común acuerdo, Bella
invitaría a Julia a pasar el día en casa de su tío, y se acordó
asimismo que el señor Delmont seria invitado a pasar a recogerla en
dicha ocasión. Después de cierto lapso de inocente coqueteo por
parte de Bella, ateniéndose a lo que previamente se le habría
explicado, ella se retiraría, y bajo el pretexto de que había que
tomar algunas precauciones para evitar un posible escándalo, le
seria presentada en una habitación idónea, acostada sobre un sofá,
en el que quedarían a merced suya sus encantos personales. si bien
la cabeza permanecería oculta tras una cortina cuidadosamente
corrida. De esta manera el señor Delmont ansioso de tener el tierno
encuentro, podría arrebatar la codiciada joya que tanto apetecía de
su adorable víctima, mientras que ella, ignorante de quién pudiera
ser el agresor, nunca podría acusarlo posteriormente de violación,
ni tampoco avergonzarse delante de él. A Delmont tenía que
explicársele todo esto, y se daba por seguro su consentimiento. Una
sola cosa tenía que ocultársele: el que su propia hija iba a
sustituir a Bella. Esto no debía saberlo hasta que fuera demasiado
tarde. Mientras tanto Julia tendría que ser preparada gradualmente y
en secreto sobre lo que iba a ocurrir, sin mencionar, naturalmente,
el final catastrófico y la persona que en realidad consumaría el
acto. En este aspecto, el padre Ambrosio se sentía en su elemento, y
por medio de preguntas bien encaminadas y de gran número de
explicaciones en el confesionario, en realidad innecesarias, había
ya puesto a la muchacha en antecedentes de cosas en las que nunca
antes había soñado, todo lo cual Bella se habría apresurado a
explicar y confirmar. Todos los detalles fueron acordados finalmente
en una reunión conjunta, y la consideración del caso despertó por
anticipado apetitos tan violentos en ambos hombres, que se
dispusieron a celebrar su buena suerte entregándose a la posesión
de la linda y joven Bella con una pasión nunca alcanzada hasta aquel
entonces. La damita, por su parte, tampoco estaba renuente a
prestarse a las fantasías, y como quiera que en aquellos momentos
estaba tendida sobre el blando sofá con un endurecido miembro en
cada mano, sus emociones subieron de intensidad, y se mostraba
ansiosa de entregarse a los vigorosos brazos que sabía estaban a
punto de reclamaría. Como de costumbre, el padre Ambrosio fue el
primero. La volteó boca abajo, haciéndola que exhibiera sus
rollizas nalgas lo más posible. Permaneció unos momentos extasiado
en la contemplación de la deliciosa prospectiva, y de la pequeña y
delicada rendija apenas visible debajo de ellas. Su arma, temible y
bien aprovisionada de esencia, se enderezó bravamente, amenazando
las dos encantadoras entradas del amor. El señor Verbouc, como en
otras ocasiones, se aprestaba a ser testigo del desproporcionado
asalto, con el evidente objeto de desempeñar a continuación su
papel favorito. El padre Ambrosio contempló con expresión lasciva
los blancos y redondeados promontorios que tenía enfrente. Las
tendencias clericales de su educación lo invitaban a la comisión de
un acto de infidelidad a la diosa, pero sabedor de lo que esperaba de
él su amigo y patrono, se contuvo por el momento. - Las dilaciones
son peligrosas - dijo- . Mis testículos están repletos, la
querida niña debe recibir su contenido, y usted, amigo mío, tiene
que deleitarse con la abundante lubricación que puedo
proporcionarle. Esta vez, cuando menos, Ambrosio no había dicho sino
la verdad. Su poderosa arma, en cuya cima aparecía la chata y roja
cabeza de amplias proporciones, y que daba la impresión de un
hermoso fruto en sazón, se erguía frente a su vientre, y sus
inmensos testículos, pesados y redondos, se veían sobrecargados del
venenoso licor que se aprestaban a descargar. Una espesa y opaca gota
- un adelanto del chorro que había de seguir- asomó a la roma
punta de su pene cuando, ardiendo en lujuria el sátiro se aproximaba
a su víctima. Inclinando rápidamente su enorme dardo, Ambrosio
llevó la gran nuez de su extremidad junto a los labios da la tierna
vulva de Bella, y comenzó a empujar hacia adentro. - ¡Oh, qué
dura! ¡Cuán grande es! - comentó Bella- . ¡Me hacéis daño!
¡Entra demasiado aprisa! ¡Oh, detenéos! Igual hubiera sido que
Bella implorara a los vientos. Una rápida sucesión de sacudidas,
unas cuantas pausas entre ellas, más esfuerzos, y Bella quedó
empalada. - ¡Ah! - exclamó el violador, volviéndose con aire
triunfal hacia su coadjutor, con los ojos centelleantes y sus
lujuriosos labios babeando de gusto- . ¡Ah, esto es verdaderamente
sabroso. Cuán estrecha es y, sin embargo, lo tiene todo adentro.
Estoy en su interior hasta los testículos! El señor Verbouc
practicó un detenido examen. Ambrosio estaba en lo cierto. Nada de
sus órganos genitales, aparte de sus grandes bolas, quedaba a la
vista, y éstas estaban apretadas contra las piernas de Bella.
Mientras tanto Bella sentía el calor del invasor en su vientre.
Podía darse cuenta de cómo el inmenso miembro que tenía adentro se
descubría y se volvía a cubrir, y acometida en el acto por un
acceso de lujuria se vino profusamente, al tiempo que dejaba escapar
un grito desmayado. El señor Verbouc estaba encantado. - ¡Empuja,
empuja! - decía- . Ahora le da gusto. Dáselo todo... ¡Empuja!
Ambrosio no necesitaba mayores incentivos, y tomando a Bella por las
caderas se enterraba hasta lo más hondo a cada embestida. El goce
llegó pronto; se hizo atrás hasta retirar todo el pene, salvo la
punta, para lanzarse luego a fondo y emitir un sordo gruñido
mientras arrojaba un verdadero diluvio de caliente fluido en el
interior del delicado cuerpo de Bella. La muchacha sintió el cálido
y cosquilléante chorro disparado a toda violencia en su interior, y
una vez más rindió su tributo. Los grandes chorros que a intervalos
inundaban sus órganos vitales, procedentes de las poderosas reservas
del padre Ambrosio - cuyo singular don al respecto expusimos ya
anteriormente- le causaban a Bella las más deliciosas sensaciones,
y elevaban su placer al máximo durante las descargas. Apenas se hubo
retirado Ambrosio cuando se posesionó de su sobrina el señor
Verbouc, y comenzó un lento disfrute de sus más secretos encantos.
Un lapso de veinte minutos bien contados transcurrió desde el
momento en que el lujurioso tío inició su goce, hasta que dio
completa satisfacción a su lascivia con una copiosa descarga, la que
Bella recibió con estremecimientos de deleite sólo capaces de ser
imaginados por una mente enferma. - Me pregunto - dijo el señor
Verbouc después de haber recobrado el aliento, y de reanimarse con
un buen trago de vino- , me pregunto por qué es que esta querida
chiquilla me inspira tan completo arrobo. En sus brazos me olvido de
mí y del mundo entero. Arrastrado por la embriaguez del momento me
transporto hasta el límite del éxtasis. La observación del tío - o
reflexión, llámenle ustedes como gusten- iba en parte dirigida al
buen padre, y en parte era producto de elucubraciones espirituales
interiores que afloraban involuntariamente convertidas en palabras.
- Creo poder decírtelo - repuso Ambrosio sentenciosamente- . Sólo
que tal vez no quieras seguir mi razonamiento. - De todos modos
puedes exponérmelo - replicó Verbouc- . Soy todo oídos, y me
interesa mucho saber cuál es la razón, según tú. - Mí razón, o
quizá debiera decir mis razones - observó el padre Ambrosio- te
resultarán evidentes cuando conozcas mi hipótesis. Después,
tomando un poco de rapé - lo cual era un hábito suyo cuando estaba
entregado a alguna reflexión importante- prosiguió: - El placer
sensual debe estar siempre en proporción a las circunstancias que se
supone lo producen. Y esto resulta paradójico, ya que cuando más
nos adentramos en la sensualidad y cuanto más voluptuosos se hacen
nuestros gustos, mayor necesidad hay de introducir variación en
dichas circunstancias. Hay que entender bien lo que quiero decir, y
por ello trataré de explicarme más claramente. ¿Por qué tiene que
cometer un hombre una violación, cuando está rodeado de mujeres
deseosas de facilitarle el uso de su cuerpo? Simplemente porque no le
satisface estar de acuerdo con la parte opuesta en la satisfacción
de sus apetitos. Precisamente es en la falta de Consentimiento donde
encuentra el placer. No cabe duda de que en ciertos momentos un
hombre de mente cruel, que busca sólo su satisfacción sensual y no
encuentra una mujer que se preste a saciar sus apetitos, viola a una
mujer o una niña, sin mayor motivo que la inmediata satisfacción de
los deseos que lo enloquecen; pero escudriña en los anales de tales
delitos, y encontrarás que la mayor parte de ellos son el resultado
de designios deliberados, planeados y ejecutados en circunstancias
que implican el acceso legal y fácil de medios de satisfacción. La
oposición al goce proyectado sirve para abrir el apetito sexual, y
añadir al acto características de delito, o de violencia que
agregan un deleite que de otro modo no existiría. Es malo, está
prohibido, luego vale la pena perseguirlo; se convierte en una
verdadera obsesión poder alcanzarlo. - ¿Por qué, también - siguió
diciendo- un hombre de constitución vigorosa y capaz de
proporcionar satisfacción a una mujer adulta prefiere una criatura
de apenas catorce años? Contestó: porque el deleite lo encuentra en
lo anormal de la situación, que proporciona placer a su imaginación,
y constituye una exacta adaptación a las circunstancias de que
hablaba. En efecto, lo que trabaja es, desde luego, la imaginación.
La ley de los contrastes opera lo mismo en este caso como en todos
los demás. La simple diferencia de sexos no le basta al sibarita; le
es necesario añadir otros contrastes especiales para perfeccionar la
idea que ha concebido. Las variantes son infinitas, pero todas están
regidas por la misma norma; los hombres altos prefieren las mujeres
pequeñas; los bien parecidos, las mujeres feas; los fuertes
seleccionan a las mujeres tiernas y endebles, y éstas, a la inversa,
anhelan compañeros robustos y vigorosos. Los dardos de Cupido llevan
la incompatibilidad en sus puntas, y su plumaje es el de las más
increíbles incongruencias. Nadie, salvo los animales inferiores, los
verdaderos brutos, se entregan a la cópula indiscriminada con el
sexo opuesto, e incluso éstos manifiestan a veces preferencias y
deseos tan irregulares como los de los hombres. ¿Quién no ha visto
el comportamiento fuera de lo común de una pareja de perros
callejeros, o no se ha reído de los apuros de la vieja vaca que,
llevada al mercado con su rebaño, desahoga sus instintos sexuales
montándose sobre el lomo de su vecina más próxima? - De esta
manera contesto a tus preguntas - terminó diciendo- y explico tus
preferencias por tu sobrina, tu dulce pero prohibida compañera de
juegos, cuyas deliciosas piernas estoy acariciando en estos momentos.
Cuando el padre Ambrosio hubo concluido su disertación, dirigió una
fugaz mirada a la linda muchacha, cosa que bastó para hacer que su
gran arma adquiriera sus mayores dimensiones. - Ven, mi fruto
prohibido - dijo él- . Déjame que te joda; déjame disfrutar de
tu persona a plena satisfacción. Ese es mi mayor placer, mi éxtasis,
mi delirante disfrute. Te inundaré de semen, te poseeré a pesar de
los dictados de la sociedad. Eres mía ¡ven! Bella echó una mirada
al enrojecido y rígido miembro de su confesor, y pudo observar la
mirada de él fija en su cuerpo juvenil. Sabedora de sus intenciones,
se dispuso a darles satisfacción. Como ya su majestuoso pene había
entrado con frecuencia en su cuerpo en toda su extensión, el dolor
de la distensión había ya cedido su lugar al placer, y su juvenil y
elástica carne se abrió para recibir aquella gigantesca columna con
dificultad apenas limitada a tener que efectuar la introducción
cautelosamente. El buen hombre se detuvo por unos momentos a
contemplar el buen prospecto que tenía ante sí; luego,
adelantándose, separó los rojos labios de la vulva de Bella, y
metió entre ellos la lisa bellota que coronaba su gran arma. Bella
la recibió con un estremecimiento de emoción. Ambrosio siguió
penetrando hasta que, tras de unas cuantas embestidas furiosas,
hundió toda la longitud del miembro en el estrecho cuerpo juvenil
que lo recibió hasta los testículos. Siguieron una serie de
embestidas, de vigorosas contorsiones de parte de uno, y de sollozos
espasmódicos y gritos ahogados de la otra. Si el placer del hombre
pío era intenso, el de su joven compañera de juego era por igual
inefable, y el duro miembro estaba ya bien lubricado como
consecuencia de las anteriores descargas. Dejando escapar un quejido
de intensa emoción logró una vez más la satisfacción de su
apetito, y Bella sintió los chorros de semen abrasándole
violentamente las entrañas. - ¡Ah, cómo me habéis inundado los
dos! - dijo Bella. Y mientras hablaba podía observarse un abundante
escurrimiento que, procedente de la conjunción de los muslos, corría
por sus piernas basta llegar al suelo. Antes de que ninguno de los
dos pudiera contestar a la observación, llegó a la tranquila alcoba
un griterío procedente del exterior. que acabó por atraer la
atención de todos los presentes, no obstante que cada vez se
debilitaba mas. Llegando a este momento debo poner a mis lectores en
antecedentes de una o dos cosas que hasta ahora, dadas mis
dificultades de desplazamiento, no consideré del caso mencionar. El
hecho es que las pulgas, aunque miembros ágiles de la sociedad, no
pueden llegar a todas partes de inmediato, aunque pueden superar esta
desventaja con el despliegue de una rara agilidad, no común en otros
insectos. Debería haber explicado, como cualquier novelista, aunque
tal vez con más veracidad, que la tía de Bella, la señora Verbouc,
que ya presenté a mis lectores someramente en el capítulo inicial
de mi historia, ocupaba una habitación en una de las alas de la
casa, donde, al igual que la señora Delmont, pasaba la mayor parte
del tiempo entregada a quehaceres devotos, y totalmente despreocupada
de los asuntos mundanos, ya que acostumbraba dejar en manos de su
sobrina el manejo de los asuntos domésticos de la casa. El señor
Verbouc había ya alcanzado el estado de indiferencia ante los
requiebros de su cara mitad, y rara vez visitaba su alcoba, o
perturbaba su descanso con objeto de ejercitar sus derechos
maritales. La señora Verbouc, sin embargo, era todavía joven
- treinta y dos primaveras habían transcurrido sobre su devota y
piadosa cabeza- era hermosa, y había aportado a su esposo una
considerable fortuna. No obstante sus píos sentimientos, la señora
Verbouc apetecía a veces el consuelo más terrenal de los brazos de
su esposo. y saboreaba con verdadero deleite el ejercicio de sus
derechos en las ocasionales visitas que él hacía a su recámara. En
esta ocasión la señora Verbouc se había retirado a la temprana
hora en que acostumbraba hacerlo, y la presente disgresión se hace
indispensable para poder explicar lo que sigue. Dejemos a esta amable
señora entregada a los deberes de la toilette, que ni siquiera una
pulga osa profanar, y hablemos de otro y no menos importante
personaje, cuyo comportamiento será también necesario que
analicemos. Sucedió, pues, que el padre Clemente, cuyas proezas en
el campo de la diosa del amor hemos ya tenido ocasión de relatar,
estaba resentido por la retirada de la joven Bella de la Sociedad de
la Sacristía, y sabiendo bien quién era ella y dónde podía
encontrarla, rondó durante varios días la residencia del señor
Verbouc, a fin de recobrar la posesión de la deliciosa prenda que el
marrullero padre Ambrosio les había escamoteado a sus confreres Le
ayudó en la empresa el Superior, que lamentaba asimismo amargamente
la pérdida sufrida, aunque no sospechaba el papel que en la misma
había desempeñado el padre Ambrosio. Aquella tarde el padre
Clemente se había apostado en las proximidades de la casa, y. en
busca de una oportunidad, se aproximó a una ventana para atisbar al
través de ella, seguro de que era la que daba a la habitación de
Bella. ¡Cuán vanos son, empero, los cálculos humanos! Cuando el
desdichado Clemente, a quien le habían sido arrebatados sus
placeres, estaba observando la habitación sin perder detalle, el
objeto de sus cuitas estaba entregado en otra habitación a la
satisfacción de su lujuria, en brazos de sus rivales. Mientras, la
noche avanzaba, y observando Clemente que todo estaba tranquilo,
logró empinarse hasta alcanzar el nivel de la ventana. Una débil
luz iluminaba la habitación en la que el ansioso cure pudo descubrir
una dama entregada al pleno disfrute de un sueño profundo. Sin dudar
que sería capaz de ganarse una vez más los favores de Bella con
sólo poder hacer que escuchara sus palabras, y recordando la
felicidad que representó el haber disfrutado de sus encantos, el
audaz pícaro abrió furtivamente la ventana y se adentró en el
dormitorio. Bien envuelto en el holgado hábito monacal, y
escondiendo su faz bajo la cogulla, se deslizó dentro de la cama
mientras su gigantesco miembro. ya despierto al placer que se le
prometía, se erguía contra su hirsuto vientre. La señora Verbouc,
despertada de un sueño placentero, y sin siquiera poder sospechar
que fuera otro y no su fiel esposo quien la abrazara tan cálidamente,
se volvió con amor hacia el intruso, y. nada renuente, abrió por
propia voluntad sus muslos para facilitar el ataque. Clemente, por su
parte, seguro de que era la joven Bella a quien tenía entre sus
brazos, con mayor motivo dado que no oponía resistencia a sus
caricias, apresuró los preliminares, trepando con la mayor celeridad
sobre las piernas de la señora para llevar su enorme pene a los
labios de una vulva bien humedecida. Plenamente sabedor de las
dificultades que esperaba encontrar en una muchacha tan joven, empujó
con fuerza hacia el interior. Hubo un movimiento: dio otro empujón
hacia abajo, se oyó un quejido de la dama, y lentamente, pero de
modo seguro, la gigantesca masa de carne endurecida se fue sumiendo,
hasta que quedó completamente enterrada. Entonces, mientras,
entraba, la señora Verbouc advirtió por vez primera la
extraordinaria diferencia: aquel pene era por lo menos de doble
tamaño que el de su esposo. A la duda siguió la certeza. En la
penumbra alzó la cabeza, y pudo ver encima de ella el excitado
rostro del feroz padre Clemente. Instantáneamente se produjo una
lucha, un violento alboroto, y una vana tentativa por parte de la
dama para librarse del fuerte abrazo con que la sujetaba su
asaltante. Pero pasara lo que pasara. Clemente estaba en completa
posesión y goce de su persona. No hizo pausa alguna: por el
contrario, sordo a los gritos, hundió el miembro en toda su
longitud, y se dio gran prisa en consumar su horrible victoria. Ciego
de ira y de lujuria no advirtió siquiera la apertura de la puerta de
la habitación, ni la lluvia de golpes que caía sobre sus posaderas,
hasta que, con los dientes apretados y el sordo bramido de un toro,
le llegó la crisis, y arrojó un torrente de semen en la renuente
matriz de su víctima. Sólo entonces despertó a la realidad y,
temeroso de las consecuencias de su ultraje, se levantó a toda
prisa, escondió su húmeda arma, y se deslizó fuera de la cama por
el lado opuesto a aquel en que se encontraba su asaltante. Esquivando
lo mejor que pudo los golpes del señor Verbouc, y manteniendo los
vuelos de su sayo por encima de la cabeza, a fin de evitar ser
reconocido, corrió hacia la ventana por la cual había entrado, para
dar desde ella un gran brinco. Al fin consiguió desaparecer
rápidamente en la oscuridad, seguido por las imprecaciones del
enfurecido marido. Ya antes habíamos dicho que la señora Verbouc
estaba inválida, o por lo menos así lo creía ella, y ya podrá
imaginar el lector el efecto que sobre una persona de nervios
desquiciados y de maneras recatadas había de causar el ultraje
inferido. Las enormes proporciones del hombre, su fuerza y su furia
casi la habían matado, y yacía inconsciente sobre el lecho que fue
mudo testigo de su violación. El señor Verbouc no estaba dotado por
la naturaleza con asombrosos atributos de valor personal, y cuando
vio que el asaltante de su esposa se alzaba satisfecho de su proeza,
lo dejó escapar pacíficamente. Mientras, el padre Ambrosio y Bella,
que siguieron al marido ultrajado desde una prudente distancia,
presenciaron desde la puerta entreabierta el desenlace de la extraña
escena, Tan pronto como el violador se levantó tanto Bella como
Ambrosio lo reconocieron. La primera desde luego tenía buenas
razones, que ya le constan al lector, para recordar el enorme miembro
oscilante que le colgaba entre las piernas. Mutuamente interesados en
guardar el secreto, fue bastante el intercambio de una mirada para
indicar la necesidad de mantener la reserva, y se retiraron del
aposento antes de que cualquier movimiento de parte de la ultrajada
pudiera denunciar su proximidad. Tuvieron que transcurrir varios días
antes de que la pobre señora Verbouc se recuperara y pudiera
abandonar la cama. El choque nervioso había sido espantoso, y sólo
la conciliatoria actitud de su esposo pudo hacerle levantar cabeza.
El señor Verbouc tenía sus propios motivos para dejar que el asunto
se olvidara, y no se detuvo en miramientos para aligerarse del peso
del mismo. Al día siguiente de la catástrofe que acabo de relatar,
el señor Verbouc recibió la visita de su querido amigo y vecino, el
señor Delmont, y después de haber permanecido encerrado con él
durante una hora, se separaron con amplias sonrisas en los labios y
los más extravagantes cumplidos. Uno había vendido a su sobrina, y
el otro creyó haber comprado esa preciosa joya llamada doncellez.
Cuando por la noche el tío de Bella anunció que la venta había
sido convenida, y que el asunto estaba arreglado, reinó gran
regocijo entre los confabulados. El padre Ambrosio tomó
inmediatamente posesión de la supuesta doncellez, e introduciendo en
el interior de la muchacha toda la longitud de su miembro, procedió,
según sus propias palabras, a mantener el calor en aquel hogar. El
señor Verbouc, que como de costumbre se reservó para entrar en
acción después de que hubiere terminado su confrere. atacó en
seguida la misma húmeda fortaleza, como la nombraba él jocosamente,
simplemente para aceitarle el paso a su amigo. Después se ultimó
hasta el postrer detalle, y la reunión se levantó, confiados todos
en el éxito de su estratagema.
X
DESDE
SU ENCUENTRO CON EL RÚSTICO MOZUELO cuya simpleza tanto le había
interesado, en la rústica vereda que la conducía a su casa, Bella
no dejó de pensar en los términos en los que aquél se había
expresado, y en la extraña confesión que el jovenzuelo le había
hecho sobre la complicidad de su padre en sus actos sexuales. Estaba
claro que su amante era tan simple que se acercaba a la idiotez, y, a
juzgar por su observación de que "mi padre no es tan listo como
yo" suponía que el defecto era congénito. Y lo que ella se
preguntaba era si el padre de aquel simplón poseía - tal como lo
declaró el muchacho- un miembro de proporciones todavía mayores
que las del hijo. Dado su hábito de pensar casi siempre en voz alta,
yo sabía a la perfección que a Bella no le importaba la opinión de
su tío, ni le temía ya al padre Ambrosio. Sin duda alguna estaba
resuelta a seguir su propio camino, pasare lo que pasare, y por lo
tanto no me admiré lo más mínimo cuando al día siguiente,
aproximadamente a la misma hora, la vi encaminarse hacia la pradera.
En un campo muy próximo al punto en que observó el encuentro sexual
entre el caballo y la yegua, Bella descubrió al mozo entregado a una
sencilla labor agrícola. Junto a él se encontraba una persona alta
y notablemente morena, de unos cuarenta y cinco años. Casi al mismo
tiempo que ella divisó a los individuos, el jovenzuelo la advirtió
a ella, y corrió a su encuentro, después de que, al parecer, le
dijera una palabra de explicación a su compañero, mostrando su
alegría con una amplia sonrisa de satisfacción. - Este es mi padre
- dijo, señalando al que se encontraba a sus espaldas- , ven y
pélasela. - ¡Qué desvergüenza es esta, picaruelo! - repuso
Bella más inclinada a reírse que a enojarse- . ¿Cómo te atreves
a usar ese lenguaje? - ¿A qué viniste? - preguntó el muchacho- .
¿No fue para joder? En ese momento habían llegado al punto donde se
encontraba el hombre, el cual clavó su azadón en el suelo, y le
sonrió a la muchacha en forma muy parecida a como lo hacía el
chico. Era fuerte y bien formado, y. a juzgar por las apariencias,
Bella pudo comprobar que si poseía los atributos de que su hijo le
habló en su primera entrevista. - Mira a mi padre, ¿no es como te
dije? - observó el jovenzuelo- . ¡Deberías verlo joder! No cabía
disimulo. Se entendían entre ellos a la perfección, y sus sonrisas
eran más amplias que nunca. El hombre pareció aceptar las palabras
del hijo como un cumplido, y posó su mirada sobre la delicada
jovencita. Probablemente nunca se había tropezado con una de su
clase, y resultaba imposible no advertir en sus ojos una sensualidad
que se reflejaba en el brillo de sus ojazos negros. Bella comenzó a
pensar que hubiera sido mejor no haber ido nunca a aquel lugar. - Me
gustaría enseñarte la macana que tiene mi padre - dijo el
jovenzuelo, y, dicho y hecho, comenzó a desabrochar los pantalones
de su respetable progenitor. Bella se cubrió los ojos e hizo ademán
de marcharse. En el acto el hijo le interceptó el paso, cortándole
el acceso al camino. - Me gustaría joderte - exclamó el padre con
voz ronca- . A Tim también le gustaría joderte, de manera que no
debes irte. Quédate y serás jodida. Bella estaba realmente
asustada. - No puedo -dijo- . De veras, debéis dejarme marchar. No
podéis sujetarme así. No me arrastréis. ¡Soltadme! ¿A dónde me
lleváis? Había una casita en un rincón del campo, y se encontraban
ya a las puertas de la misma. Un segundo después la pareja la había
empujado hacia dentro, cerrando la puerta detrás de ellos, y
asegurándola luego con una gran tranca de madera. Bella echó una
mirada en derredor, y pudo ver que el lugar estaba limpio y lleno de
pacas de heno. También pudo darse cuenta de que era inútil
resistir. Sería mejor estarse quieta, y tal vez a fin de cuentas la
pareja aquella no le haría daño. Advirtió, empero, las
protuberancias en las partes delanteras de los pantalones de ambos, y
no tuvo la menor duda de que sus ideas andaban de acuerdo con aquella
excitación. - Quiero que veas la verga de mi padre ¡y también
tienes que ver sus bolas! Y siguió desabrochando los botones de la
bragueta de su progenitor. Asomó el faldón de la camisa, con algo
debajo que abultaba de manera singular. ~¡Oh!, estate ya quieto,
padre - susurró el hijo- . Déjale ver a la señorita tu macana.
Dicho esto alzó la camisa, y exhibió a la vista de Bella un miembro
tremendamente erecto, con una cabeza ancha como una ciruela, muy roja
y gruesa, pero no de tamaño muy fuera de lo común. Se encorvaba
considerablemente hacia arriba, y la cabeza, dividida en su mitad por
la tirantez del frenillo, se inclinaba mucho más hacia su velludo
vientre. El arma era sumamente gruesa, bastante aplastada y
tremendamente hinchada. La joven sintió el hormigueo de la sangre a
la vista de aquel miembro. La nuez era tan grande como un huevo,
regordeta, de color púrpura, y despedía un fuerte olor. El muchacho
hizo que se acercara, y que con su blanca manecita lo apretara. - ¿No
le dije que era mayor que el mío? -siguió diciendo el jovenzuelo- .
Véalo, el mío ni siquiera se aproxima en tamaño al de mi padre.
Bella se volvió. El muchacho había abierto sus pantalones para
dejar totalmente a la vista su formidable pene. Estaba en lo cierto:
no podía compararse en tamaño con el del padre. El mayor de los dos
agarró a Bella por la cintura. También Tim intentó hacerlo, así
como meter sus manos por debajo de sus ropas. Entrambos la
zarandearon de un lado a otro, hasta que un repentino empujón la
hizo caer sobre el heno. Su falda no tardó en volar hacia arriba. El
vestido de Bella era ligero y amplio, y la muchacha no llevaba
calzones. Tan pronto vio la pareja de hombres sus bien torneadas y
blancas piernas, que dando un resoplido se arrojaron ambos a un
tiempo sobre ella. Siguió una lucha en la que el padre, de más peso
y más fuerte que el muchacho, llevó la ventaja. Sus calzones
estaban caídos hasta los talones y su grande y grueso carajo llegaba
muy cerca del ombligo de Bella. Esta se abrió de piernas, ansiosa de
probarlo. Pasó su mano por debajo y lo encontró caliente como la
lumbre, y tan duro como una barra de hierro. El hombre, que
malinterpretó sus propósitos, apartó con rudeza su mano, y sin
ayuda colocó la punta de su pene sobre los rojos labios del sexo de
Bella. Esta abrió lo más que pudo sus juveniles miembros, y el
campesino consiguió con varias estocadas alojarlo hasta la mitad.
Llegado este momento se vio abrumado por la excitación y dejó
escapar un terrible torrente de fluido sumamente espeso. Descargó
con violencia y, al tiempo de hacerlo, se introdujo dentro de ella
hasta que la gran cabeza dio contra su matriz, en el interior de la
cual virtió parte de su semen. Me estás matando! - gritó la
muchacha, medio sofocada- . ¿Qué es esto que derramas en mi
interior? - Es la leche, eso es lo que es - observó Tim, que se
había agachado para deleitarse con la contemplación del
espectáculo- . ¿No te dije que era bueno para joder? Bella pensó
que el hombre la soltaría, y que le permitiría levantarse, pero
estaba equivocada. El largo miembro, que en aquellos momentos se
insertaba hasta lo más hondo de su ser, engrosaba y se envaraba
mucho más que antes. El campesino empezó a moverse hacia adelante y
hacía atrás, empujando sin piedad en las partes íntimas de Bella a
cada nueva embestida. Su gozo parecía ser infinito. La descarga
anterior hacía que el miembro se deslizara sin dificultades en los
movimientos de avance y retroceso, y que con la brusquedad de los
mismos alcanzara las regiones más blandas. Poco a poco Bella llegó
a un grado extremo de excitación. Se entreabrió su boca, pasó sus
piernas sobre las espaldas de el y se asió a las mismas
convulsivamente. De esta manera pudo favorecer cualquier movimiento
suyo, y se deleitaba al sentir las fieras sacudidas con que el
sensual sujeto hundía su ardiente arma en sus entrañas. Por espacio
de un cuarto de hora se libró una batalla entre ambos. Bella se
había venido con frecuencia, y estaba a punto de hacerlo de nuevo,
cuando una furiosa cascada de semen surgió del miembro del hombre e
inundó sus entrañas. El individuo se levantó después, y retirando
su carajo, que todavía exudaba las últimas gotas de su abundante
eyaculación, se quedó contemplando pensativamente el jadeante
cuerpo que acababa de abandonar. Su miembro todavía se alzaba
amenazador frente a ella, vaporizante aún por efecto del calor de la
vaina. Tim, con verdadera devoción filial, procedió a secarlo y a
devolverlo, hinchado todavía por la excitación a que estuvo
sometido, a la bragueta del pantalón de su padre. Hecho esto el
joven comenzó a ver con ojos de carnero a Bella, que seguía
acostada en el heno, recuperándose poco a poco. Sin encontrar
resistencia, se fue sobre ella y comenzó a hurgar con sus dedos en
las partes intimas de la muchacha. Esta vez fue el padre quien acudió
en su auxilio. Tomó en su mano el arma del hijo y comenzó a
pelarla, con movimientos de avance y retroceso, hasta que adquirió
rigidez. Era una formidable masa de carne que se bamboleaba frente al
rostro de Bella. - ¡Que los cielos me amparen! Espero que no vayas
a introducir eso dentro de mí - murmuró Bella. - Claro que si
- contestó el muchacho con una de sus estúpidas sonrisas. Papá me
la frota y me da gusto, y ahora voy a joderte a ti. El padre conducía
en aquellos momentos el taladro hacia los muslos de la muchacha. Su
vulva, todavía inundada con las eyaculaciones que el campesino había
vertido en su interior, recibió rápidamente la roja cabeza. Tim
empujó, y doblándose sobre ella introdujo el aparato hasta que sus
pelos rozaron la piel de Bella. - ¡Oh, es terriblemente larga!
- gritó ella- . Lo tienes demasiado grande, muchachito tonto. No
seas tan violento. ¡Oh, me matas! ¡Cómo empujas! ¡No puedes ir
más adentro ya!
¡Con
suavidad, por favor! Está totalmente dentro. Lo siento en la
cintura. ¡Oh, Tim! ¡Muchacho horrible! - Dáselo - murmuró el
padre, al mismo tiempo que le cosquilleaba los testículos y las
piernas- . Tiene que caberle entero, Tim. ¿No es una belleza? ¡Qué
coñito tan apretado tiene! ¿no es así muchachito? - ¡Uf! No
hables, padre, así no puedo joder. Durante unos minutos se hizo el
silencio. No se oía mas ruido que el que hacían los dos cuerpos en
la lucha entablada sobre el heno. Al cabo, el muchacho se detuvo. Su
cara jo, aunque duro como el hierro, y firme como la cera, no había
expelido una sola gota, al parecer. Lo extrajo completamente
enhiesto, vaporoso y reluciente por la humedad. - No puedo venirme
- dijo, apesadumbrado. - Es la masturbación - explicó el padre.
- Se la hago tan a menudo que ahora la extraña. Bella yacía
jadeante y en completa exhibición. Entonces el hombre llevó su mano
a la verga de Tim, y comenzó a frotarla vigorosamente hacia atrás y
hacia adelante. La muchacha esperaba a cada momento que se viniera
sobre su cara. Después de un rato de esta sobreexcitación del hijo,
el padre llevó de repente la ardiente cabeza de la verga a la vulva
de Bella, y cuando la introducía un verdadero diluvio de esperma
salió de ella, para anegar el interior de la muchacha. Tim empezó a
retorcerse y a luchar, y terminó por mordería en el brazo. Cuando
hubo terminado por completo esta descarga, y el enorme miembro del
muchacho dejó de estremerse, el jovenzuelo lo retiró lentamente del
cuerpo de Bella, y ésta pudo levantarse. Sin embargo, ellos no
tenían intención de dejarla marchar, ya que, después de abrir la
puerta, el muchacho miró cautelosamente en torno, y luego, volviendo
a colocar la tranca, se volvió hacia Bella para decirle: - Fue
divertido, ¿no? - observó- , le dije que mi padre era bueno para
esto. - Si, me lo dijiste, pero ahora tienes que dejarme marchar.
Anda, sé bueno. Una mueca a modo de sonrisa fue su única respuesta.
Bella miró hacia el hombre y quedó aterrorizada al verlo
completamente desnudo, desprovisto de toda prenda de vestir,
excepción hecha de su camisa y sus zapatos, y en un estado de
erección que hacía temer otro asalto contra sus encantos, todavía
más terrible que los anteriores. Su miembro estaba literalmente
lívido por efecto de la tensión, y se erguía hasta tocar su
velludo vientre. La cabeza había engrosado enormemente por efecto de
la irritación previa, y de su punta pendía una gota reluciente.
~¿Me dejarás que te joda de nuevo? - preguntó el hombre, al
tiempo que agarraba a la damita por la cintura y llevaba la mano de
ella a su instrumento. - Haré lo posible - murmuró Bella. Y
viendo que no podía contar con ayuda alguna, sugirió que él se
sentara sobre el heno para montarse ella a caballo sobre sus rodillas
y tratar de insertarse la masa de carne pardusca. Tras de algunas
arremetidas y retrocesos entró el miembro, y comenzó una segunda
batalla no menos violenta que la primera. Transcurrió un cuarto de
hora completo. Al parecer, era el de mayor edad el que ahora no podía
lograr la eyaculación. ¡Cuán fastidiosos son!, pensó Bella.
- Frótamelo, querida - dijo el hombre, extrayendo su miembro del
interior del cuerpo de ella, todavía más duro que antes. Bella lo
agarró con sus manecitas y lo frotó hacia arriba y hacia abajo.
Tras un rato de esta clase de excitación, se detuvo al observar que
el enorme pomo exudaba un chorrito de semen. Apenas lo había
encajado de nuevo en su interior, cuando un torrente de leche
irrumpió en su seno. Alzándose y dejándose caer sobre él
alternativamente, Bella bombeó hasta que él hubo terminado por
completo, después de lo cual la dejaron irse.
Al
fin llegó el día; despuntó la mañana fatídica en la que la
hermosa Julia Delmont había de perder el codiciado tesoro que con
tanta avidez se solicita por una parte, y tan irreflexivamente se
pierde por otra. Era todavía temprano cuando Bella oyó sus pasos en
las escaleras, y no bien estuvieron juntas cuando un millar de
agradables temas de charla dieron pábulo a tina conversación
animada, hasta que Julia advirtió que habla algo que Bella se
reservaba. En efecto, su hablar animoso no era sino una mas-cara quc
escondía algo que se mostraba renuente a confiar a su compañera.
- Adivino que tienes algo qué decirme, Bella; algo que todavía no
me dices, aunque deseas hacerlo. ¿De qué se trata. Bella? - ¿No
lo adivinas? - preguntó ésta, con una maliciosa sonrisa que
jugueteaba alrededor de los hoyuelos que se formaban junto a las
comisuras de sus rojos labios. - ¿Será algo relacionado con el
padre Ambrosio? - preguntó Julia- . ¡Oh, me siento tan
terriblemente culpable y apenada cuando le veo ahora, no obstante que
él me dijo que no había malicia en lo que hizo! - No la había, de
eso puedes estar segura. Pero, ¿qué fue lo que hizo? - ¡Oh, si te
contara! Me dijo unas cosas.., y luego pasó su brazo en torno a mi
cintura y me besó hasta casi quitarme el aliento. - ¿Y luego?
- preguntó Bella. - ¡Qué quieres que te diga, querida! Dijo e
hizo mil cosas, ¡hasta llequé a pensar que iba a perder la razón!
- Dime algunas de ellas, cuando menos. - Bueno, pues después de
haberme besado tan fuertemente, metió sus manos por debajo de mis
ropas y jugueteó con mis pies y con mis medias.., y luego deslizó
su mano más arriba.., hasta que creí que me iba a desvanecer. -
¡Ah, picaruela! Estoy segura que en todo momento te gustaron sus
caricias. - Claro que si. ¿Cómo podría ser de otro modo? Me hizo
sentir lo que nunca antes había sentido en toda mi vida. - Vamos,
Julia, eso no fue todo. No se detuvo ahí, tú lo sabes. - ¡Oh, no,
claro que no! Pero no puedo hablarte de lo que hizo después.
- ¡Déjate de niñerías! - exclamó Bella, simulando estar
molesta por la reticencia de su amiga- . ¿Por qué no me lo
confiesas todo? - Supongo que no tiene remedio, pero parecía tan
escandaloso, y era todo tan nuevo para mí, y sin embargo tan sin
malicia... Después de haberme hecho sentir que moría por efecto de
un delicioso estremecimiento provocado con sus dedos, de repente tomó
mi mano con la suya y la posó sobre algo que tenía él, y que
parecía como el brazo de un niño. Me invitó a agarrarlo
estrechamente. Hice lo que me indicaba, y luego miré hacía abajo y
vi una cosa roja, de piel completamente blanca y con venas azules,
con una curiosa punta redonda color púrpura, parecida a una ciruela.
Después me di cuenta de que aquella cosa salía entre sus piernas, y
que estaba cubierta en su base por una gran mata de pelo negro y
rizado. Julia dudó un instante. - Sigue - le dijo Bella,
alentándola. - Pues bien; mantuvo mi mano sobre ella e hizo que la
frotara una y otra vez. ¡Era tan larga, estaba tan rígida y tan
caliente! No cabía dudarlo, sometida como estaba a la excitación
por parte de aquella pequeña beldad. - Después tomó mi otra mano
y las puso ambas sobre aquel objeto peludo. Me espanté al ver el
brillo que adquirían sus ojos, y que su respiración se aceleraba,
pero él me tranquilizó. Me llamó querida niña, y, levantándose,
me pidió que acariciara aquella cosa dura con mis senos. Me la
mostró muy cerca de mi cara. - ¿Fue todo? -preguntó Bella, en
tono persuasivo. - No, no. Desde luego, no fue todo; ¡pero siento
tanta vergüenza...! ¿Debo continuar? ¿Será correcto que divulgue
estas cosas? Bien. Después de haber cobijado aquel monstruo en mí
seno por algún tiempo, durante el cual latía y me presionaba
ardiente y deliciosamente, me pidió que lo besara. Lo complací en
el acto. Cuando puse mis labios sobre él, sentí que exhalaba un
aroma sensual. A petición suya seguí besándolo. Me pidió que
abriera mis labios y que frotara la punta de aquella cosa entre
ellos. Enseguida percibí una humedad en mi lengua y unos instantes
después un espeso chorro de cálido fluido se derramó sobre mi boca
y bañó luego mi cara y mis manos. Todavía estaba jugando con
aquella cosa, cuando el ruido de una puerta que se abría en el otro
extremo de la iglesia obligó al buen padre a esconder lo que me
había confiado, porque - dijo- la gente vulgar no debe saber lo
que tú sabes, ni hacer lo que yo te he permitido hacer". Sus
modales eran tan gentiles y corteses, que me hicieron sentir que yo
era completamente distinta a todas las demás muchachas. Pero dime
querida Bella, ¿cuáles eran las misteriosas noticias que querías
comunicarme? Me muero por saberlas. - Primero quiero saber si el
buen padre Ambrosio te habló o no de los goces... o placeres que
proporciona el objeto con el que estuviste jugueteando, y si te
explicó alguna de las maneras por medio de las cuales tales deleites
pueden alcanzarse sin pecar. - Claro que sí. Me dijo que en
determinados casos el entregarse a ellos constituía un mérito.
- Supongo que después de casarse, por ejemplo. - No dijo nada al
respecto, salvo que a veces el matrimonio trae consigo muchas
calamidades, y que en ocasiones es hasta conveniente la ruptura de la
promesa matrimonial. Bella sonrió. Recordó haber oído algo del
mismo tenor de los sensuales labios del cura. - Entonces, ¿en qué
circunstancias, según él, estarían permitidos estos goces? - Sólo
cuando la razón se encuentra frente a justos motivos, aparte de los
de complacencia, y esto sólo sucede cuando alguna jovencita,
seleccionada por los demás por sus cualidades anímicas, es dedicada
a dar alivio a los servidores de la religión. - Ya veo - comenté
Bella- . Sigue. - Entonces me hizo ver lo buena que era yo, y lo
muy meritorio que sería para mí el ejercicio del privilegio que me
concedía, y que me entregara al alivio de sus sentidos y de los de
aquellos otros a quienes sus votos les prohibían casarse, o la
satisfacción por otros medios de las necesidades que la naturaleza
ha dado a todo ser viviente. Pero Bella, tú tienes algo qué
decirme, estoy segura de ello. - Está bien, puesto que debo
decirlo, lo diré; supongo que no hay más remedio. Debes saber,
entonces, que el buen padre Ambrosio decidió que lo mejor para ti
sería que te iniciaras luego, y ha tomado medidas para que ello
ocurra hoy. - ¡No me digas! ¡Ay de mí! ¡Me dará tanta
vergüenza! ¡Soy tan terriblemente tímida! ~¡Oh, no, querida! Se
ha pensado en todo ello. Sólo un hombre tan piadoso y considerado
como nuestro querido confesor hubiera podido disponerlo todo en la
forma como la ha hecho. Ha arreglado las cosas de modo que el buen
padre podrá disfrutar de todas las bellezas que tu encantadora
persona puede ofrecerle sin que tú lo veas a él, ni él te vea a
ti. ~¿Cómo? ¿Será en la oscuridad, entonces? - De ninguna
manera; eso impediría darle satisfacción al sentido de la vista, y
perderse el gran gusto de contemplar los deliciosos encantos en cuya
posesión tiene puesta su ilusión el querido padre Ambrosio. - Tus
lisonjas me hacen sonrojarme, Bella. Pero entonces, ¿cómo sucederán
las cosas? - A plena luz - explicó Bella en el tono en que una
madre se dirige a su hija- . Será en una linda habitación de mi
casa; se te acostará sobre un diván adecuado, y tu cabeza quedará
oculta tras una cortina, la que hará las veces de puerta de una
habitación más interior, de modo que únicamente tu cuerpo,
totalmente desnudo, quede a disposición de tu asaltante. - ¡Desnuda!
¡Qué vergüenza! - ¡Ah, Julia. mi dulce y tierna Julia! - murmuró
Bella- , al mismo tiempo que un estremecimiento de éxtasis recorría
su cuerpo- . ¡ Pronto gozarás grandes delicias! ¡ Despertarás
los goces exquisitos reservados para los inmortales, y te darás así
cuenta de que te estás aproximando al periodo llamado pubertad,
cuyos goces estoy segura de que ya necesitas! - ¡Por favor, Bella,
no digas eso! - Y cuando al fin - siguió diciendo su compañera,
cuya imaginación la había conducido ya a sueños carnales que
exigían imperiosamente su satisfacción- , termine la lucha, llegue
el espasmo, y la gran cosa palpitante dispare su viscoso torrente de
líquido enloquecedor. . . ¡Oh! entonces ella sentirá el éxtasis,
y hará entrega de su propia ofrenda. - ¿Qué es lo que murmuras?
Bella se levantó. - Estaba pensando - dijo con aire soñador- en
las delicias de eso de lo que tan mal te expresas tú. Siguió una
conversación en torno a minucias, y mientras la misma se
desarrollaba, encontré oportunidad para oír otro diálogo. no menos
interesante para mí, y del cual, sin embargo, no daré más que un
extracto a mis lectores. Sucedió en la biblioteca, y eran los
interlocutores los señores Delmont y Verbouc. Era evidente que había
versado, por increible que ello pudiera parecer, sobre la entrega de
la persona de Bella al señor Delmont, previo pago de determinada
cantidad, la cual posteriormente sería invertida por el complaciente
señor Verbouc para provecho de ‘su querida sobrina No obstante lo
bribón y sensual que aquel hombre era, no podía dejar de sobornar
de algún modo su propia conciencia por el infame trato convenido.
- Sí - decía el complaciente y bondadoso tío- , los intereses
de mi sobrina están por encima de todo, estimado señor. No es que
sea imposible un matrimonio en el futuro, pero el pequeño favor que
usted pide creo que queda compensado por parte nuestra - como
hombres de mundo que somos, usted me entiende, puramente como hombres
de mundo- por el pago de una suma suficiente para compensaría por
la pérdida de tan frágil pertenencia. En este momento dejó escapar
la risa, principalmente porque su obtuso interlocutor no pudo
entenderle. Al fin se llegó a un acuerdo, y quedaron por arreglarse
Únicamente los actos preliminares. El señor Delmont quedó
encantado, saliendo de su torpe y estólida indiferencia cuando se le
informó que la venta debía efectuarse en el acto, y que por
consiguiente tenía que posesionarse de inmediato de la deliciosa
virginidad que durante tanto tiempo anheló conquistar. En el
ínterin, el bueno y generoso de nuestro querido padre Ambrosio hacia
ya algún tiempo que se encontraba en aquella mansión, y tenía
lista la habitación donde estaba prevista la consumación del
sacrificio. Llegado este momento, después de un festín a título de
desayuno, el señor Delmont se encontró con que sólo existía una
puerta entre él y la víctima de su lujuria. De lo que no tenía la
más remota idea era de quién iba a ser en realidad su víctima. No
pensaba más que en Bella. Seguidamente dio vuelta a la cerradura y
entró en la habitación, cuyo suave calor templó los estimulados
instintos sexuales que estaban a punto de entrar en acción, ¡Qué
maravillosa visión se ofreció a sus ojos extasiados! Frente a él,
recostado sobre un diván y totalmente desnudo, estaba el cuerpo de
una jovencita. Una simple ojeada era suficiente para revelar que era
una belleza, pero se hubieran necesitado varios minutos para
describirla en detalle, después de descubrir por separado cada una
de sus deliciosas partes sus bien torneadas extremidades, de
proporciones infantiles; con Unos senos formados por dos de las más
selectas y blancas colinas de suave carne, coronadas con dos rosáceos
botones; las venas azules que corrían serpenteando aquí y allá,
que se veían al través de una superficie nacarada como riachuelos
de fluido sanguíneo, y que daban mayor realce a la deslumbrante
blancura de la piel. Y además, ¡oh! además el punto central por el
que suspiran los hombres: los sonrosados y apretados labios en los
que la naturaleza gusta de solozarse, de la que ella nace y a la que
vuelve: ¡la source! Allí estaba, a la vista, en casi toda su
infantil perfección. Todo estaba allí menos.., la cabeza. Esta
importante parte se hacia notar por su ausencia, y las suaves
ondulaciones de la hermosa virgen evidenciaban que para ella no era
inconveniente que no estuviera a la vista. El señor Delmont no se
asombró ante aquel fenómeno, ya que había sido preparado para él,
así como para guardar silencio. Se dedicó, en consecuencia, a
observar con deleite los encantos que habían sido preparados para
solaz suyo. No bien se hubo repuesto de la sorpresa y la emoción
causadas por su primera visión de la beldad desnuda, comenzó a
sentir los efectos provocados por el espectáculo en los órganos
sexuales que responden bien pronto en hombre de su temperamento a las
emociones que normalmente deben causarlos. Su miembro, duro y
henchido, se destacaba en su bragueta, y amenazaba con salir de su
confinamiento. Por lo tanto lo liberé permitiéndole a la gigantesca
arma que apareciera sin obstáculos, y a su roja punta que se
irguiera en presencia de su presa. Lector: yo no soy más que una
pulga, y por lo tanto mis facultades de percepción son limitadas.
Por lo mismo carezco de capacidad para describir los pasos lentos y
la forma cautelosa en que el embelesado violador se fue aproximando
gradualmente a su víctima. Sintiéndose seguro y disfrutando esta
confianza, el señor Delmont recorrió con sus ojos y con sus manos
todo el cuerpo. Sus dedos abrieron la vulva, en la que apenas había
florecido un ligero vello, en tanto que la muchacha se estremeció y
contorsionaba al sentir el intruso en sus partes más intimas, para
evitar el manoseo lujurioso, con el recato propio de las
circunstancias. Luego la atrajo hacia si, y posó sus cálidos labios
en el bajo vientre y en los tiernos y sensibles pezones de sus
juveniles senos. Con mano ansiosa la tomó por sus ampulosas caderas,
y atrayéndola más hacia él le abrió las blancas piernas y se
colocó en medio de ellas. Lector: acabo de recordarte que no soy más
que una pulga. Pero aun las pulgas tenemos sentimientos, y no trataré
de explicarte cuáles fueron los míos cuando contemplé aquel
excitado miembro aproximarse a los prominentes labios de la húmeda
vulva de Julia. Cerré los ojos. Los instintos sexuales de la pulga
macho despertaron en mi, y hubiera deseado - si, lo hubiera deseado
ardientemente- estar en el lugar del señor Delmont. Mientras
tanto, con firmeza y sin miramientos, él se dio a la tarea
demoledora. Dando un repentino brinco trató de adentrarse en las
partes vírgenes de la joven Julia, falló el golpe. Lo intentó de
nuevo, y otra vez el frustrado aparato quedó tieso y jadeante sobre
el palpitante vientre de su víctima. Durante este periodo de prueba
Julia hubiera podido sin duda echar a rodar el complot gritando más
o menos fuerte, de no haber sido por las precauciones tomadas por el
prudente corruptor y sacerdote, el padre Ambrosio.
Julia
estaba narcotizada. Una vez más Delmont se lanzó al ataque. Empujó
con fuerza hacia adelante, afianzó sus pies en el piso, se
enfureció, echó espumarajos y... ¡por fin! la elástica y suave
barrera cedió, permitiéndole entrar. Dentro, con una sensación de
éxtasis triunfal. Dentro, de modo que el placer de la estrecha y
húmeda compresión arrancó a sus labios sellados un gemido de
placer. Dentro, basta que su arma, enterrada hasta los pelos de su
bajo vientre, quedó instalada, palpitante y engruesando por momentos
en la funda de ella, ajustada como un guante. Siguió entonces una
lucha que ninguna pulga sería capaz de describir. Gemidos de dicha y
de sensaciones de arrobo escaparon de sus labios babeantes. Empujó y
se inclinó hacia adelante con los ojos extraviados y los labios
entreabiertos, e incapaz de impedir la rápida consumación de su
libidinoso placer, aquel hombrón entregó su alma, y con ella un
torrente de fluido seminal que, disparado con fuerza hacia adentro,
bañó la matriz de su propia hija. De todo ello fue testigo
Ambrosio, que se escondió para presenciar el lujurioso drama,
mientras Bella, al otro lado de la cortina, estaba lista para impedir
cualquier comunicación hablada de parte de su joven visitante. Esta
precaución fue, empero, completamente innecesaria, ya que Julia, lo
bastante recobrada de los efectos del narcótico para poder sentir el
dolor, se había desmayado.
XI
TAN
PRONTO COMO HUBO ACABADO EL COMBATE, y el vencedor, levantándose del
tembloroso cuerpo de la muchacha, Comenzó a recobrarse del éxtasis
provocado por tan delicioso encuentro, se corrió repentinamente la
cortina, y apareció la propia Bella detrás de la misma. Si de
repente una bala de cañón hubiera pasado junto al atónito señor
Delmont, no le habría causado ni la mitad de la consternación que
sintió cuando, sin dar completo crédito a sus ojos, se quedó
boquiabierto contemplando, alternativamente, el cuerpo postrado de su
víctima y la aparición de la que creía que acababa de poseer.
Bella, cuyo encantador "negligée" destacaba a la
perfección sus juveniles encantos, aparentó estar igualmente
estupefacta, pero, simulando haberse recuperado, dio un paso atrás
con una perfectamente bien estudiada expresión de alarma. - ¿Qué...
qué es todo esto? - preguntó Delmont, cuyo estado de agitación le
impidió incluso advertir que todavía no había puesto orden en su
ropa, y que aún colgaba entre sus piernas el muy importante
instrumento con el que acababa de dar satisfacción a sus impulsos
sexuales, todavía abotagado y goteante, plenamente expuesto entre
sus piernas. - ¡Cielos! ¿Será posible que haya cometido yo un
error tan espantoso? - exclamó Bella, echando miradas furtivas a lo
que constituía una atractiva invitación.
- Por
piedad, dime de qué error se trata, y quién está ahí - clamó el
tembloroso violador, señalando mientras hablaba la desnuda persona
recostada frente a él. - ¡Oh, retírese! ¡Váyase! - gritó
Bella, dirigiéndose rápidamente hacia la muerta seguida por el
señor Delmont, ansioso de que se le explicara el misterio. Bella se
encaminó a un tocador adjunto, cerró la puerta, asegurándola bien,
y se dejó caer sobre un lujoso diván, de manera que quedaran a la
vista sus encantos, al mismo tiempo que simulaba estar tan
sobrecogida de horror, que no se daba cuenta de la indecencia de su
postura. - ¡Oh! ¿Qué he hecho? ¿Qué he hecho? - sollozaba, con
el rostro escondido entre sus manos, aparentemente angustiada. Una
terrible sospecha cruzó como rayo por la mente de su acompañante,
quien jadeante y semiahogado por la emoción, indagó: - ¡Habla!
¿Quién era...? ¿Quién? - No tuve la culpa. No podía saber que
era usted el que habían traído para mí... y no sabiéndolo.., puse
a Julia en mi lugar. El señor Delmont se fue para atrás,
tambaleándose. Una sensación todavía confusa de que algo horrible
había sucedido se apoderó de su ser; un vértigo nubló su vista, y
luego, gradualmente, fue despertando a la realidad. Sin embargo,
antes de que pudiera articular una sola palabra, Bella - bien
adiestrada sobre la forma en que tenía que actuar- se apresuró a
impedirle que tuviera tiempo de pensar. - ¡Chist! Ella no sabe
nada. Ha sido un error, un espantoso error, y nada más. Si está
decepcionado es por culpa mía, no suya. Jamás me pasó por el
pensamiento que pudiera ser usted. Creo - añadió haciendo un lindo
puchero, sin dejar por ello de lanzar una significativa mirada de
reojo al todavía protuberante miembro- que fue muy poco amable de
ellos no haberme dicho que se trataba de usted. El señor Delmont
tenía frente a él a la hermosa muchacha. Lo cierto era que,
independientemente del placer que hubiere encontrado en el incesto
involuntario, se había visto frustrado en su intención original,
perdiendo algo por lo que había pagado muy buen precio. ~¡Oh, si
ellos descubrieran lo que he hecho! - murmuró Bella, modificando
ligeramente su postura para dejar a la vista una de sus piernas hasta
la altura de la rodilla. Los ojos de Delmont centellearon. A despecho
suyo volvía a sentirse calmado; sus pasiones animales afloraban de
nuevo. - ¡Si ellos lo descubrieran! - gimió otra vez Bella. Al
tiempo que lo decía, se medio incorporó para pasar sus lindos
brazos en torno al cuello del engañado padre. El señor Delmont la
estrechó en un firme abrazo. - ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es esto?
- susurró Bella, que con una mano había asido el pegajoso dardo de
su acompañante, y se entretenía en estrujarlo y moldearlo con su
cálida mano. El cuitado hombre, sensible a sus toques y a todos sus
encantos, y enardecido de nuevo por la lujuria, consideró que lo
mejor que le deparaba su sino era gozar su juvenil doncellez. - Si
tengo que ceder - dijo Bella- , tráteme con blandura. ¡Oh, qué
manera de tocarme ¡Oh, quite de ahí esa mano! ¡Cielos! ¿Qué hace
usted? No tuvo tiempo más que para echar un vistazo a su miembro de
cabeza enrojecida, rígido y más hinchado que nunca, y unos momentos
después estaba ya sobre ella. Bella no ofreció resistencia, y
enardecido por su ansia amorosa, el señor Delmont encontró
enseguida el punto exacto. Aprovechándose de su posición ventajosa
empujó violentamente con su pene todavía lubricado hacia el
interior de las tiernas y juveniles partes íntimas de la muchacha.
Bella gimió. Poco a poco el dardo caliente se fue introduciendo más
y más adentro, hasta que se juntaron sus vientres, y estuvo él
metido hasta los testículos. Seguidamente dio comienzo una violenta
y deliciosa batalla, en la que Bella desempeñó a la perfección el
papel que le estaba asignado, y excitada por el nuevo instrumento de
placer, se abandonó a un verdadero torrente de deleites. El señor
Delmont siguió pronto su ejemplo, y descargó en el interior de
Bella una copiosa corriente de su prolífica esperma. Durante algunos
momentos permanecieron ambos ausentes, bañados en la exudación de
sus mutuos raptos, y jadeantes por el esfuerzo realizado, hasta que
un ligero ruido les devolvió la noción del mundo. Y antes de que
pudieran siquiera intentar una retirada, o un cambio en la inequívoca
postura en que se encontraban, se abrió la puerta del tocador y
aparecieron, casi simultáneamente, tres personas. Estas eran el
padre Ambrosio, el señor Verbouc y la gentil Julia Delmont. Entre
los dos hombres sostenían el semidesvanecido cuerpo de la muchacha,
cuya cabeza se inclinaba lánguidamente a un lado, reposando sobre el
robusto hombro del padre, mientras Verbouc, no menos favorecido por
la proximidad de la muchacha, sostenía el liviano cuerpo de ésta
con un brazo nervioso, y contemplaba su cara con mirada de lujuria
insatisfecha, que sólo podría igualar la reencarnación del diablo.
Ambos hombres iban en desabillé apenas decente, y la infortunada
Julia estaba desnuda, tal como, apenas un cuarto de hora antes, había
sido violentamente mancillada por su propio padre. - ¡Chist!
- susurró Bella, poniendo su mano sobre los labios de su amoroso
compañero- . Por el amor de Dios, no se culpe a si mismo. Ellos no
pueden saber quién hizo esto. Sométase a todo antes que confesar
tan espantoso hecho. No tendría piedad. Estése atento a no
desbaratar sus planes. El señor Delmont pudo ver de inmediato cuán
ciertos eran los augurios de Bella. - ¡Ve, hombre lujurioso!
- exclamó el piadoso padre Ambrosio- . ¡Contempla el estado en
que hemos encontrado a esta pobre criatura! Y posando su manaza sobre
el lampiño monte de Venus de la joven Julia, exhibió impúdicamente
a los otros sus dedos escurriendo la descarga paternal. - ¡Espantoso!
- comentó Verbouc- . ¡Y si llegara a quedar embarazada!
- ¡Abominable! - gritó el padre Ambrosio- . Desde luego tenemos
que impedirlo. Delmont gemiro Mientras tanto., Ambrosio y su
coadjutor introdujeron a su joven víctima en la habitación, y
comenzaron a tentar y a acariciar todo su cuerpo, y a dedicarse a
ejecutar todos los actos lascivos que preceden a la desenfrenada
entrega a la posesión lujuriosa. Julia, aún bajo los efectos del
sedante que le habían administrado, y totalmente confundida por el
proceder de aquella virtuosa pareja, apenas se daba cuenta de la
presencia de su digno padre. que todavía se encontraba sujeto por
los blancos brazos de Bella, y con su miembro empotrado aún en su
dulce vientre. ~¡Vean cómo corre la leche piernas abajo! - exclamó
Verbouc, introduciendo nerviosamente su mano entre los muslos de
Julia- . ¡Qué vergüenza! - Ha escurrido hasta sus lindos
píececítos - observó Ambrosio, alzándole una de sus bien
torneadas piernas, con la pretensión de proceder al examen de sus
finas botas de cabritilla, sobre las que se podía ver más de una
gota de líquido seminal, al mismo tiempo que con ojos de fuego
exploraba con avidez la rosada grieta que de aquella manera quedó
expuesta a su mirada. Delmont gimió de nuevo. - ¡Oh. Dios qué
belleza! - gritó Verbouc, dando una palmada en sus redondas
nalgas- . Ambrosio: proceda para evitar cualquier posible
consecuencia de un hecho tan fuera de lo común. Únicamente la
emisión de un hombre vigoroso puede remediar una situación
semejante. - Sí, es cierto, hay que administrársela - murmuró
Ambrosio, cuyo estado de excitación durante este intervalo puede ser
mejor imaginado que descrito. Su sotana se alzaba manifiestamente por
la parte delantera, y todo su comportamiento delataba sus violentas
emociones. Ambrosio se despojó de su sotana y dejó en libertad su
enorme miembro, cuya rubicunda e hinchada cabeza parecía amenazar a
los cielos. Julia, terriblemente asustada, inició un débil
movimiento de huida mientras el señor Verbouc, gozoso, la sostenía
exhibiéndola en su totalidad. Julia contempló por segunda vez el
miembro terriblemente erecto de su confesor, y. adivinando sus
intenciones por razón de la experiencia de iniciación por la que
acababa de pasar, casi se desvaneció de pánico. Ambrosio, como sí
tratara de ofender los sentimientos de ambos - padre e hija- dejó
totalmente expuestos sus tremendos órganos genitales, y agitó el
gigantesco pene en sus rostros. Delmont, presa del terror, y
sintiéndose en manos de los dos complotados, contuvo la respiración
y se refugió tras de Bella, la que, plenamente satisfecha por el
éxito de la trama, se dedicó a aconsejarle que no hiciera nada y
les permitiese hacer su voluntad. Verbouc, que había estado tentando
con sus dedos las húmedas partes íntimas de la pequeña Julia,
cedió la muchacha a la furiosa lujuria de su amigo, disponiéndose a
gozar de su pasatiempo favorito de contemplar la violación. El
sacerdote, fuera de sí a causa de la lujuria que lo embargaba, se
quitó las prendas de vestir más íntimas, sin que por ello perdiera
rigidez su miembro durante la operación y procedió a la deliciosa
tarea que le esperaba, "Al fin es mía". murmuro. Ambrosio
se apoderó en el acto de su presa, pasó sus brazos en torno a su
cuerpo, y la levantó en vilo para llevar a la temblorosa muchacha al
sofá próximo y lanzarse sobre su cuerpo desnudo. Y se entregó en
cuerpo y alma a darse satisfacción. Su monstruosa arma, dura como el
acero, tocaba ya la rajita rosada, la que, si bien había sido
lubricada por el semen del señor Delmont, no era una funda cómoda
para el gigantesco pene que la amenazaba ahora. Ambrosio proseguía
sus esfuerzos, y el señor Delmont sólo podía ver, mientras lz~
figura del cura se retorcía sobre el cuerpo de su hijita, una
ondulante masa negra y sedosa. Con sobrada experiencia para verse
obstaculizado durante mucho rato, Ambrosio iba ganando terreno, y era
también lo bastante dueño de sí para no dejarse arrastrar
demasiado pronto por el placer, venció toda oposición, y un grito
desgarrador de Julia anunció la penetración del inmenso ariete.
Grito tras grito se fueron sucediendo hasta que Ambrosio, al fin
firmemente enterrado en el interior de la jovencita, advirtió que no
podía ahondar más, y comenzó los deliciosos movimientos de bombeo
que habían de poner término a su placer, a la vez que a la tortura
de su víctima. Entretanto Verbouc, cuya lujuria había despertado
con violencia a la vista de la escena entre el señor Delmont y su
hija, y la que subsecuentemente protagonizaron aquel insensato hombre
y su sobrina, corrió hacia Bella y, apartándola del abrazo en que
la tenía su desdichado amigo, le abrió de inmediato las piernas,
dirigió una mirada a su orificio, y de un solo empujón hundió su
pene en su cuerpo, para disfrutar de las más intensas emociones, en
una vulva ya bien lubricada por la abundancia de semen que había
recibido. Ambas parejas estaban en aquel momento entregadas a su
delirante copulación, en un silencio sólo alterado por los quejidos
de la semiconsciente Julia, el estertor de la respiración del
bárbaro Ambrosio, y los gemidos y sollozos del señor Verbouc. La
carrera se hizo más rápida y deliciosa. Ambrosio, que a la fuerza
había adentrado en la estrecha rendija de la jovencita su gigantesco
pene, hasta la mata de pelos negros y rizados que cubrían su raíz,
estaba lívido de lujuria. Empujaba. impelía y embestía con la
fuerza de un toro, y de no haber sido porque al fin la naturaleza la
favoreció llevando su éxtasis a su culminación, hubiera sucumbido
a los efectos de tan tremenda excitación, para caer presa de un
ataque que probablemente hubiera imposibilitado para siempre la
repetición de una escena semejante. Un fuerte grito se escapó de la
garganta de Ambrosio. Verbouc sabía bien lo que ello representaba:
se estaba viniendo. Su éxtasis sirvió para apresurar a la otra
pareja, y un aullido de lujuria llenó el ámbito mientras los dos
monstruos inundaban a sus víctimas de líquido seminal. Pero no
bastó una, sino que fueron precisas tres descargas de la prolífica
esencia del cura en la matriz de la tierna joven, para que se
apaciguara la fiebre de deseo que había hecho presa de él. Decir
simplemente que Ambrosio había descargado, no daría una idea real
de los hechos. Lo que en realidad hizo fue arrojar verdaderos
borbotones de semen en el interior de Julia, en espesos y fuertes
chorros, al tiempo que no cesaba de lanzar gemidos de éxtasis cada
vez que una de aquellas viscosas inyecciones corría a lo largo de su
enorme uretra, y fluían en torrentes en el interior del dilatado
receptáculo. Transcurrieron algunos minutos antes de que todo
terminara, y el brutal cura abandonara su ensangrentada y desgarrada
víctima. Al propio tiempo el señor Verbouc dejaba expuestos los
abiertos muslos y la embadurnada vulva de su sobrina, la cual yacía
todavía en el soñoliento trance que sigue al deleite intenso,
despreocupada de la espesa exudación que, gota a gota, iba formando
un charco en el suelo, entre sus piernas enfundadas en seda.
- ¡Ah,
qué delicia! - exclamó Verbouc- . Después de todo, se encuentra
deleite en el cumplimiento del deber, ¿no es asi, Delmont? Y
volviéndose hacia el anhelado sujeto, continuó: - Si el padre
Ambrosio y yo mismo no hubiéramos mezclado nuestras humildes
ofrendas con la prolífica esencia que al parecer aprovecha usted tan
bien, nadie hubiera podido predecir qué entuerto habría acontecido.
¡Oh, sí!, no hay nada como hacer las cosas debidamente, ¿no es
cierto, Delmont? - No lo sé; me siento enfermo, estoy como en un
sueño, sin que por ello sea insensible a sensaciones que me provocan
un renovado deleite. No puedo dudar de su amistad.., de que sabrán
mantener el secreto. He gozado mucho, y sin embargo, sigo excitado.
No sabría decir lo que deseo. ¿Qué será, amigos míos? El padre
Ambrosio se aproximó, y posando su manaza sobre el hombro del pobre
hombre, le dio aliento con unas cuantas palabras susurradas en tono
reconfortante. Como una pulga que soy, no puedo permitirme la
libertad de mencionar cuáles fueron dichas palabras, pero surtieron
el efecto de disipar pronto las nubes de horror que obscurecían la
vida del señor Delmont. Se sentó, y poco a poco fue recobrando la
calma. Julia, también recuperada ya, tomó asiento junto al fornido
sacerdote, que al otro lado tenía a Bella. Hacía ya tiempo que
ambas muchachas se sentían más o menos a gusto. El santo varón les
hablaba como un padre bondadoso, y consiguió que el señor Delmont
abandonara su actitud retraída, y que este honorable hombre, tras
una copiosa libación de vino, comen-zara asimismo a sentirse a sus
anchas en el medio en que se encontraba, Pronto los vigorizantes
vapores del vino surtieron su efecto en el señor Delmont, que empezó
a lanzar ávidas miradas hacia su hija. Su excitación era evidente,
y se manifestaba en el bulto que se advertía balo sus ropas.
Ambrosio se dio cuenta de su deseo y lo alentó. Lo llevó junto a
Julia. la que, todavía desnuda, no tenía manera de ocultar sus
encantos. Su padre la miró con ojos en los que predominaba la
lujuria. Una segunda vez ya no sería tan pecaminosa, pensó.
Ambrosio asintió con la cabeza para alentarlo, mientras Bella
desabrochaba sus pantalones para apoderarse de su rígido pene, y
apretarlo dulcemente entre sus manos. El señor Delmont entendió la
posición, y pocos instantes después estaba encima de su hija. Bella
condujo el incestuoso miembro a los rojos labios del sexo de Julia, y
tras unos empujones más, el semienloquecido padre había penetrado
por completo en el interior del cuerpo de su linda hija. La lucha que
siguió se vio intensificada por las circunstancias de aquella
horrible conexión. Tras de un brutal y rápido galope el señor
Delmont descargó, y su hija recibió en lo más recóndito de su
juvenil matriz las culpables emisiones de su desnaturalizado padre.
El padre Ambrosio, en quien predominaba el instinto sexual, tenía
otra debilidad más, que era la de predicar. Lo hizo por espacío de
una hora, no tanto sobre temas religiosos, sino refiriéndose a otras
cuestiones más mundanas, y que desde luego no suelen ser sancionadas
por la santa madre iglesia. En esta ocasión pronunció un discurso
que me fue imposible seguir, por lo que decidí echarme a dormir en
la axila de Bella. Ignoro cuánto tiempo más hubiera durado su
disertación, pero como en aquel punto la gentil Bella se posesionó
de su enorme colgajo entre sus manecitas y comenzó a cosquillearlo,
el buen hombre se vio obligado a hacer una pausa, justificada por las
sensaciones despertadas por ella, Verbouc, por su parte, que según
se recordará lo único que codiciaba era un coño bien lubricado,
sólo se preocupaba por lo bien aceitadas que estaban las deliciosas
partes íntimas de la recién ganada para la causa, Julia. Además,
la presencia del padre contribuía a aumentar el apetito, en lugar de
constituir un impedimento para que aquellos dos libidinosos hombres
se abstuvieran de gozar de los encantos de su hija. Y Bella, que
todavía sentía escurrir el semen de su cálida vulva, era presa de
anhelos que las batallas anteriores no habían conseguido apaciguar
del todo. Verbouc comenzó a ocuparse de nuevo de los infantiles
encantos de Julia aplicándoles lascivos toquecitos, pasando
impúdicamente sus manos sobre las redondeces de sus nalgas, y
deslizando de vez en cuando sus dedos entre las colinas. El padre
Ambrosio, no menos activo, había pasado su brazo en torno a la
cintura de Bella, y acercando a él su semidesnudo cuerpo depositaba
en sus lindos labios ardientes besos. A medida que ambos hombres se
entregaban a estos jugueteos, el deseo se comunicaba en sus armas,
enrojecidas e inflamadas por efecto de los anteriores escarceos, y
firmemente alzadas con la amenazadora mira puesta en las jóvenes
criaturas que estaban en su poder. Ambrosio, cuya lujuria nunca
requería de grandes incentivos, se apoderé bien pronto de Bella.
Esta se dejó ser acostada sobre el sofá que ya había sido testigo
de dos encuentros anteriores, donde, nada renuente, siguió por el
contrario estimulando el desnudo y llameante carajo. para permitirle
después introducirse entre sus muslos, favoreciendo el
desproporcionado ataque lo más que le fue posible, hasta enterrar
por entero en su húmeda hendidura el terrible instrumento. El
espectáculo excité de tal modo los sentimientos del señor Delmont,
que se hizo evidente que no necesitaba ya de mayor estímulo para
intentar un segundo coup una vez que el cura hubiese terminado su
asalto. El señor Verbouc, que durante algún tiempo estuvo lanzando
lascivas miradas a la hija del señor Delmont, estaba también en
condiciones de gozar una vez más. Reflexionaba que las repetidas
violaciones que ya había experimentado ella de parte de su padre y
del sacerdote, la habrían dejado preparada para la clase de trabajo
que le gustaba realizar, y se daba cuenta, tanto por la vista como
por el tacto, de que sus partes intimas estaban suficientemente
lubricadas para dar satisfacción a sus más caros antojos, debido a
las violentas descargas que habían recibido. Verbouc lanzó una
mirada en dirección al cura, que en aquellos momentos estaba
entretenido en gozar de su sobrina, y acercándose después a la
bella Julia la colocó sobre un canapé en postura idónea para poder
hundir hasta los testículos su rígido miembro en el delicado cuerpo
de ella, lo que consiguió, aunque con considerable esfuerzo. Este
nuevo e intenso goce llevó a Verbouc a los bordes de la enajenación;
presionando contra la apretada vulva de la jovencita, que le ajustaba
como un guante, se estremecía de gozo de pies a cabeza. - ¡Oh,
esto es el mismo cielo! - murmuró, mientras hundía su qran miembro
hasta los testículos pegados a la base del mismo. ~- ¡Dios mío,
qué estrechez! ¡Qué lúbrico deleite! Y otra firme embestida le
arrancó un quejido a la pobre Julia. Entretanto el padre Ambrosio,
con los ojos semicerrados, los labios entreabiertos y las ventanas de
la nariz dilatadas, no cesaba de batirse contra las hermosas partes
íntimas de la joven Bella, cuya satisfacción sexual denunciaban sus
lamentos de placer. - ¡Oh, Dios mío! ¡Es... es demasiado
grande... enorme vuestra inmensa cosa! ¡Ay de mi, me llega hasta la
cintura! ¡Oh! ¡Oh! ¡Es demasiado; no tan recio, querido padre!
¡Cómo empujáis! ¡Me mataréis! Suavemente.., más despacio. . .
Siento vuestras grandes bolas contra mis nalgas. - ¡Detente un
momento! - gritó Ambrosio, cuyo placer era ya incontenible, y cuya
leche estaba a punto de vertirse- . Hagamos una pausa. ¿Cambiamos
de pareja, amigo mío? Creo que la idea es atractiva. - ¡No, oh,
no! ¡Ya no puedo más! Tengo que seguir. Esta hermosa criatura es la
delicia en persona. - Estate quieta, querida Bella, o harás que me
venga. No oprimas mi arma tan arrebatadoramente. - No puedo
evitarlo, me matas de placer. Anda, sigue, pero suavemente. ¡Oh, no
tan bruscamente! No empujes tan brutalmente. ¡Cielos, va a venirse!
Sus ojos se cierran, sus labios se abren... ¡Dios mío! Me estáis
matando, me descuartizáis con esa enorme cosa. ¡Ah! ¡Oh! ¡Veníos,
entonces! Veníos querido.., padre... Ambrosio. Dadme vuestra
ardiente leche... ¡Oh! ¡Empujad ahora! ¡Más fuerte.., más..,
matadme si así lo deseáis! Bella pasó sus blancos brazos en torno
al bronceado cuello de él, abrió lo más que pudo sus blandos y
hermosos muslos, y engulló totalmente el enorme instrumento, hasta
confundir y restregar su vello con el de su monte de Venus. Ambrosio
sintió que estaba a punto de lanzar una gran emisión directamente a
los órganos vitales de la criatura que se encontraba debajo de él.
- ¡Empujad,
empujad ahora! - gritó Bella, olvidando todo sentido de recato, y
arrojando su propia descarga entre espasmos de placer- . ¡Empujad...
empujad... metedlo bien adentro...! ¡Oh, sí de esa manera! ¡Dios
mío, qué tamaño, qué longitud! Me estáis partiendo en dos, bruto
mío. ¡Oh, oh! ¡Os estáis viniendo. . . lo siento...! ¡Dios .....
. qué leche! iOh, qué chorros! Ambrosio descargaba furiosamente,
como el semental que era, embistiendo con todas sus fuerzas el cálido
vientre que estaba debajo de él. Al fin se levantó de mala gana de
encima de Bella, la cual, libre de sus tenazas, se volteó para ver a
la otra pareja. Su tío estaba administrando una rápida serie de
cortas embestidas a su amiguita, y era evidente que estaba próximo
al éxtasis. Julia, por su parte, cuya reciente violación y el
tremendo trato que recibió después a manos del bruto de Ambrosio la
habían lastimado y enervado, no experimentaba el menor gusto, pero
dejaba hacer, como una masa inerte en brazos de su asaltante. Cuando
al fin, tras algunos empujones más, Verbouc cayó hacia adelante al
momento de hacer su voluptuosa descarga, de lo único que ella se dio
cuenta fue de que algo caliente era inyectado con fuerza en su
interior, sin que experimentara más sensaciones que las de languidez
y fatiga. Siguió otra pausa tras de este tercer ultraje, durante la
cual el señor Delmont se desplomó en un rincón, y aparentemente se
quedó dormido. Comenzó entonces una serie de actividades eróticas.
Ambrosio se recostó sobre el canapé, e hizo que Bella se
arrodillara sobre él con el fin de aplicar sus labios sobre su
húmeda vulva, para llenarla de besos y toques de lo más lascivo y
depravado que imaginarse pueda. El señor Verbouc, no queriendo ser
menos que su compañero, jugueteó de manera igualmente libidinosa
con la inocente Julia. Después la tendieron sobre el sofá, y
prodigaron toda clase de caricias a sus encantos, no ocultando su
admiración por su lampiño monte de Venus, y los rojos labios de su
coño juvenil. No tardaron en verse evidenciados sus deseos por el
enderezamiento de dos rígidos miembros, otra vez ansiosos de gustar
placeres tan selectos y extáticos como los gozados anteriormente.
Sin embargo, en aquel momento se puso en ejecución un nuevo
programa. Ambrosio fue el primero en proponerlo. - Ya nos hemos
hartado de sus coños - dijo crudamente, volviéndose hacia Verbouc,
que estaba jugueteando con los pezones de Bella- . Ahora veamos de
qué están hechos sus traseros. Esta adorable criatura sería un
bocado digno del propio Papa, y Bella tiene nalgas de terciopelo, y
un culo digno de que un emperador se venga dentro de él. La idea fue
aceptada enseguida, y se procedió a asegurar a las víctimas para
poder llevarla a cabo. Resultaba monstruoso. y parecía imposible el
poderlo consumar, a la vista de la desproporción existente. El
enorme miembro del cura quedó apuntando al pequeño orificio
posterior de Julia, en tanto que Verbouc amenazaba a su sobrina en la
misma dirección. Un cuarto de hora se consumió en los preparativos,
y después de una espantosa escena de lujuria y libertinaje, ambas
jóvenes recibieron en sus entrañas los cálidos chorros de las
impías descargas. Al fin la calma sucedió a las violentas emociones
que habían hecho presa en los actores de tan monstruosa escena, y la
atención se fijó de nuevo en el señor Delmont. Aquel digno
ciudadano, como ya señalé anteriormente, se había retirado a un
rincón apartado, quedando al parecer vencido por el sueño, o
embriagado por el vino, o tal vez por ambas cosas. - Está muy
tranquilo - observó Verbouc. - Una conciencia diabólica es mala
compañía - observó el padre Ambrosio, con su atención
concentrada en el lavado de su oscilante instrumento. - Vamos,
amigo, llegó tu turno. He aquí un regalo para ti - siguió
diciendo Verbouc, al tiempo que mostraba en todo su esplendor, para
darle el adecuado ambiente a sus palabras, los encantos más íntimos
de la casi insensible Julia- . Levántate y disfrútalos. ¿Pero,
qué ocurre con este hombre? ¡Cielos!, que... ¿qué es esto?
Verbouc dio un paso atrás. El padre Ambrosio se inclinó sobre el
desdichado Delmont para auscultar su corazón. - Está muerto - dijo
tranquilamente. Efectivamente, había fallecido.
XII
LA
MUERTE REPENTINA ES UN SUCESO COMUN, especialmente los casos de
personas cuyos antecedentes han hecho suponer la existencia de algún
trastorno funcional, de manera que la sorpresa pronto cede su lugar a
los habituales testimonios de condolencia, y luego a un estado de
resignación a un suceso que nada tiene de extraño.
La
transición puede expresarse de la siguiente manera: - ¿Quién iba
a creerlo? - ¿Es posible? - Siempre lo sospeché. - ¡Pobre
amigo! - Nadie debe sorprenderse. Esta interesante fórmula fue
debidamente aplicada cuando el infeliz señor Delmont rindió su
tributo a la madre tierra, como dice la frase común. Una quincena
después que el infortunado caballero hubo abandonado esta vida,
todos sus amigos estuvieron acordes en que desde hacia tiempo habían
descubierto síntomas que más tarde o más temprano tenían que
resultar fatales. Casi se enorgullecían de su perspicacia, aun
cuando admitían reverentemente los inescrutables designios de la
providencia. Por lo que hace a mí, seguía mi vida más o menos como
de ordinario, salvo que se me figuró que las piernas de Julia debían
tener un saborcillo más picante que las de Bella, y en consecuencia
las sangré regularmente para mi sustento, por la mañana y por la
noche. Nada más natural que Julia pasara la mayor parte de su tiempo
junto a su querida amiga Bella, y que el sensual padre Ambrosio y su
protector, el libidinoso pariente de mi querida Bella, trataran de
encontrar el momento oportuno para repetir las anteriores
experiencias con la joven y dócil muchacha. Que asi fue puedo
atestiguarlo bien, ya que mis noches fueron de lo más desagradables
e incómodas, siempre expuesta a interrupciones en mi reposo por las
incursiones de largos y peludos miembros por los vericuetos de las
ingles en que me había refugiado yo temporalmente, y siempre en
peligro de yerme arrastrada por los horriblemente espesos torrentes
de viscoso semen animal. En resumen, la joven e impresionable Julia
estaba completamente ahormada, y Ambrosio y su amigo disfrutaban a
sus anchas poseyéndola. Ellos habían alcanzado sus objetivos. ¿Qué
les importaban los sacrificios de ellos? Mientras tanto, otros y muy
distintos eran los pensamientos de Bella, a la que yo había
abandonado. Pero a la larga, sintiéndome hasta cierto punto asqueada
por la demasiada frecuencia con que me entregaba a la nueva dieta,
resolví abandonar las medias de la linda Julia, y retornar - revenir
a mon mouton, como dicen los franceses- a la dulce y suculenta
alimentación de la salaz Bella. Así lo hice, y voici le resultat:
Una noche Bella se acostó bastante más temprano que de costumbre.
El padre Ambrosio estaba ausente por haber sido enviado en misión a
una apartada parroquia, y su querido y complaciente tío padecía un
fuerte ataque de gota, padecimiento que en los últimos tiempos lo
aquejaba con relativa frecuencia. La muchacha se había ya arreglado
el cabello para pasar la noche, y se había también desprovisto de
algunas de sus ropas. Se estaba quitando su camisa de noche, la que
tenía que pasar por la cabeza, y en el curso de esta operación
inadvertidamente se le cayeron los calzones, dejando al descubierto,
frente al espejo, las hermosas protuberancias y la exquisita suavidad
y transparencia de la piel de sus nalgas. Tanta belleza hubiera
enardecido a un anacoreta, pero ¡ay! no había en aquel momento
ningún asceta a la vista susceptible de enardecerse. En cuanto a mí,
poco faltó para que me quebrara la más larga de mis antenas, y me
torciera mi pata derecha en sus contorsiones por extraer la prenda
por encima de su cabeza. Llegados a este punto debo explicar que
desde que el astuto padre Clemente se había visto privado de gozar
los encantos de Bella, renovó el bestial y nada piadoso juramento de
que, aunque fuere por sorpresa, se apoderaría de nuevo de la
fortaleza que ya una vez había sido suya. El recuerdo de su
felicidad arrancaba lágrimas a sus sensuales ojitos, al tiempo que,
por reflejo, se distendía su enorme miembro. Clemente formuló el
terrible juramento de que jodería a Bella en estado natural, según
sus propias y brutales palabras, y yo, que no soy más que una pulga,
las oí y comprendí su alcance. La noche era oscura y llovía.
Ambrosio estaba ausente y Verbouc enfermo y desamparado. Era forzoso
que Bella estuviera sola. Todas estas circunstancias las conocía
bien Clemente, y obró en consecuencia. Alentado por sus recientes
experiencias sobre la geografía de la vecindad, se encaminó
directamente a la ventana de la habitación de Bella, y habiéndola
encontrado como esperaba, sin correr el pestillo y. por lo tanto,
abierta, entró con toda tranquilidad y gateó hasta meterse debajo
de la cama. Desde este punto de vista Clemente contempló con pulso
palpitante la toilette de la hermosa Bella, hasta el momento en que
comenzó a quitarse la camisa en la forma que ya he descrito.
Entonces pudo Clemente gozar de la vista de la muchacha en toda su
espléndida desnudez, y mugió ahogadamente como un toro. En la
posición yacente en que se encontraba no tenía dificultad alguna
para ver de cintura abajo la totalidad del cuerpo de ella y sus ojos
se solazaban en la contemplación de los globos gemelos que formaban
sus nalgas, abriéndose y cerrándose a medida que la muchacha
retorcía su elástico cuerpo en el esfuerzo por pasar la camisa por
encima de su cabeza. Clemente no pudo aguantar más tiempo; su deseo
alcanzó el punto de ebullición, y sin ruido pero prontamente, se
deslizó fuera de su escondite para alzarse frente a ella, y sin
pérdida de tiempo abrazó el desnudo cuerpo con una de sus manos,
mientras colocaba la otra sobre sus rojos labios. El primer impulso
de Bella fue el de gritar, pero este recurso femenino le estaba
vedado. Su segunda idea fue desmayarse, y es por la que hubiera
optado de no haber mediado cierta circunstancia. Esta circunstancia
era el hecho de que mientras el audaz asaltante la mantenía
firmemente sujeta junto a él, algo duro, largo y caliente presionaba
de modo insistente entre sus suaves nalgas, y yacía palpitante entre
la separación de ellas y a lo largo de su espalda. En ese crítico
momento los ojos de Bella tropezaron con la imagen de él en el
espejo de la cómoda, y reconocieron a sus espaldas el feo y
abotagado rostro del sensual sacerdote, coronado por un círculo de
rebelde cabello rojo. Bella comprendió la situación en un abrir y
cerrar de ojos. Hacia ya casi una semana que se había desprendido de
los abrazos de Ambrosio y su tío, y tal hecho tuvo mucho que ver,
desde luego, en lo que siguió. Lo que hizo a partir de aquel momento
fue puro disimulo de la lasciva muchacha. Se dejó caer suavemente de
espaldas sobre la vigorosa figura del padre Clemente, y creyendo este
feliz individuo que realmente se desmayaba, al mismo tiempo que
retiraba la mano con que le cerraba la boca empleó ambos brazos para
sostenerla. La irresistible belleza de la persona que sostenía entre
sus brazos llevó la excitación de Clemente casi hasta la locura.
Bella estaba prácticamente desnuda, y él deslizó sus manos sobre
su pulida piel, mientras su inmensa arma, ya rígida y distendida por
efecto de la impaciencia, palpitaba vigorosamente al contacto con la
hermosa que tenía abrazada. Tembloroso, Clemente acercó su rostro
al de ella, e imprimió un largo y voluptuoso beso sobre sus dulces
labios. Bella se estremeció y abrió los ojos. Clemente renovó sus
caricias. - ¡Oh! - exclamó lánguidamente- . ¿Cómo osáis
venir aquí? ¡Por favor, soltadme en el acto! ¡Es vergonzoso!
Clemente sonrió con aire de satisfacción. Siempre había sido feo,
pero en aquel momento resultaba verdaderamente odioso por su terrible
lujuria. - Así es - dijo- . Es una vergüenza tratar de esta
manera a una muchacha tan linda, ¡pero es tan delicioso, vida mía!
Bella suspiró. Más besos y un deslizamiento de manos sobre su
desnudo cuerpo. Una mano grande y tosca se posó sobre su monte de
Venus, y un atrevido dedo, separando los húmedos labios, se
introdujo en el interior de la cálida rendija para tocar el sensible
clítoris. Bella cerró los ojos y dejó escapar otro suspiro, al
propio tiempo que aquel sensible órgano comenzaba a su vez a
distenderse. En el caso de mi joven amiga no era en modo alguno un
órgano diminuto, ya que a causa del lascivo masaje del feo Clemente
se alzó, se puso rígido, y se asomó partiendo casi los labios por
sí solo. Bella estaba ardiendo, y el brillo del deseo se asomaba a
sus ojos. Se había contagiado, y lanzando una mirada a su seductor
pudo ver la terrible mirada de lascivia retratada en su rostro
mientras jugueteaba con sus secretos encantos. La muchacha se agitaba
temblorosa; un ardiente deseo del placer del coito se posesionó de
ella, e incapaz de controlar por más tiempo sus afanes, llevó con
rapidez su mano derecha hacia atrás para asir la inmensa arma que
amenazaba sus nalgas, aunque no pudo hacerlo en toda su envergadura.
Se encontraron las miradas de ambos; la lujuria ardía en ellas.
Bella sonrió, Clemente repitió su beso sensual, e introdujo en la
boca de ella su inquieta lengua. La muchacha no tardó en secundar
sus lascivas caricias, y dejó el campo libre tanto a sus inquietas
manos como a sus cálidos besos. Poco a poco la atrajo hacia una
silla, en la que se sentó Bella en impaciente espera de lo que el
sacerdote quisiera hacer después. Clemente se quedó de pie frente a
ella. Su sotana de seda negra, que le llegaba hasta los talones, se
alzaba prominente en la parte delantera; sus mejillas, al rojo vivo
por la violencia de sus deseos, sólo encontraban rival en sus
encendidos labios, y su respiración era agitada, como anticipo del
éxtasis. Sabía que no tenía nada que temer y mucho que gozar.
- Esto es demasiado - murmuró Bella- , ¡idos! - Imposible,
después de haberme tomado la molestia de entrar. - Pero podéis ser
descubierto, y entonces mi reputación estará arruinada. - No es
probable. Sabes que estamos completamente solos, y que no hay
probabilidad alguna de que nos molesten. Además, eres tan deliciosa,
chiquilla mía, tan fresca, tan juvenil y tan hermosa, que. .. no
retires la pierna; únicamente ponía mi mano sobre tu suave muslo.
El hecho es que quiero joderte, querida. Bella pudo ver cómo el
enorme bulto se enderezaba más. - ¡Qué obsceno sois! ¡Qué
palabras empleáis! - ¿Lo crees así, mi niñita mimada? - dijo
Clemente, tomando de nuevo el sensible clítoris entre sus dedos
pulgar e índice, para masajearlo convenientemente- . Me nacen por
el placer de sentir este coñito entreabierto que trata astutamente
de esquivar mis toques. - ¡Vergüenza debería daros! - exclamó
Bella, riendo, empero, a su pesar. Clemente se aproximó para
inclinarse hacia ella y tomar su lindo rostro entre sus manos. Al
hacerlo, Bella pudo advertir que la sotana, casi levantada por la
fuerza de los deseos comunicados al miembro del padre, se encontraba
a escasos centímetros del pecho de ella, de modo que podía percibir
los latidos que hacían que la prenda de seda negra subiera y bajara
alternativamente.
La
tentación resultaba irresistible, y acabó por pasar su delicada
manecíta por debajo de las ropas del cura y subirla lo bastante más
arriba para agarrar una gran masa peluda de la que pendían dos bolas
tan grandes como huevos de gallina. - ¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa
tan enorme! - murmuró la muchacha. - Toda llena de preciosa leche
espesa - suspiró Clemente, mientras jugueteaba con los dos lindos
senos tan próximos a él. Bella se acomodó mejor, y de nuevo atrapó
con ambas manos el duro y tieso tronco del enorme pene. - ¡Qué
espanto! ¡Este es un monstruo! - exclamó la lasciva muchacha- .
¡De veras que es grande! ¡Qué tamaño el suyo! - Si; ¿no es un
buen carajo? - observó Clemente, adelantándose y alzando la sotana
para poder mostrar mejor el gigantesco miembro. Bella no pudo
resistir la tentación, y alzando todavía más las ropas del cura
dejó el pene en completa libertad y expuesto en toda su longitud.
Las pulgas no sabemos mucho de medidas de espacio y de tiempo, y por
ello no puedo daros las dimensiones exactas del arma en la que la
muchacha tenía en aquellos momentos puestos los ojos. Era, sin
embargo, de proporciones gigantescas. Tenía una gran cabeza roma y
roja que emergía en el extremo de un largo tronco parduzco. El
agujero que se veía en su cima, que habitualmente es tan pequeño,
era en el caso que consideramos una verdadera grieta humedecida por
el fluido seminal acumulado ahí. A todo lo largo de aquel tronco
corrían gruesas venas azules, y al pie del mismo crecía una
verdadera maraña de hirsutos pelos rojos. Dos grandes testículos
colgaban debajo. - ¡Cielos! ¡Madre santa! - murmuró Bella,
cerrando sus ojos al tiempo que les daba un ligero apretón. La ancha
y roma cabeza, hinchada y enrojecida por efecto del exquisito
cosquilleo de la muchacha, se encontraba en aquel momento totalmente
desnuda, y emergía tiesa, libre de los pliegues de la piel que Bella
restiraba hacia atrás de la gran columna blanca. Ella jugueteaba
gozosa con su adquisición, y cada vez retiraba más atrás la
aterciopelada piel del objeto que tenía entre sus manos. Clemente
suspiró. - ¡Qué deliciosa criatura eres! - dijo, mirándola con
ojos centelleantes- . Tengo que joderte enseguida o lo arrojaré
todo sobre ti. - ¡No, no debéis desperdiciar ni una gota! - exclamó
Bella- . Debéis estar muy urgido para querer veniros tan pronto.
- No puedo evitarlo. Por favor estate quieta un momento me vendré.
- ¡Qué cosa tan grande! ¿Cuánta leche dará? Clemente se detuvo
y susurró al oído de la muchacha algo que no pude oír. -
¡Verdaderamente delicioso, pero es increíble! - Es cierto, dame
una oportunidad de probártelo. Estoy ansioso de hacerlo, lindura.
¡Míralo! ¡Tengo que joderte! Blandió su monstruoso pene
colocándolo frente a ella. Después lo inclinó hacia abajo, para
después soltarlo de repente. Saltó hacia arriba como un resorte, y
al hacerlo se descubrió espontáneamente, dejando paso a la roja
nuez, que exudaba una gota de semen por la uretra.
Todo
esto sucedió cerca de la cara de Bella, que sintió un sensual
olorcillo emanado del miembro, el que vino a incrementar el trastorno
de sus sentidos. Continuó jugando con el pene, y acariciándolo.
- Basta, te lo ruego, querida, o lo desperdiciaré todo en el aire.
Bella se estuvo quieta unos segundos, aunque asida con toda la fuerza
de su mano al carajo de Clemente. Entretanto él se divertía en
moldear con una de sus manos los juveniles senos de la muchacha,
mientras con los dedos de la otra recorría en toda su extensión su
húmedo coño. El jugueteo la enloqueció. Su clítoris se hinchó y
devino caliente, se aceleró su respiración, y las llamas del deseo
encendieron su lindo rostro. La nuez se endurecía cada vez más:
brillaba ya como fruta en sazón. Al observar a hurtadillas el feo y
desnudo vientre del hombre, lleno de pelos rojos, y sus parduscos
muslos, velludos como los de un mono, Bella devino carmesí de
lujuria. El gran pene, cada vez más grueso, amenazaba los cielos y
provocaba en su ser las más indescriptibles emociones. Excitada
sobremanera, enlazó con sus brazos el vigoroso cuerpo del gran bruto
y lo cubrió de sensuales besos. Su misma fealdad incrementaba sus
sensaciones libidinosas. - No, no debéis desperdiciarlo; no
permitiré que lo desperdiciéis.
Después,
deteniéndose por un instante, gimió con un peculiar acento de
placer, y bajando su complaciente cabeza abrió sus rosados labios
para recibir de inmediato lo más que pudo del lascivo manjar. - ¡Oh,
qué delicia! ¡Cómo cosquilleas! ¡Qué... qué gusto me das! - No
os permitiré desperdiciarlo: beberé hasta la última gota - susurró
Bella apartando por un momento su cabeza de la reluciente nuez.
Después, bajándola de nuevo, posó sus labios, proyectados hacia
adelante, sobre la gran cabeza, y abriéndolos con delicadeza recibió
entre ellos el orificio de la ancha uretra. - ¡Madre santa¡
- exclamó Clemente- . ¡Esto es el cielo! ¡Cómo voy a venirme! ¡
Dios mío, cómo lames y chupas! Bella aplicó su puntiaguda lengua
al orificio, y dio de lengüetazas a todos sus contornos. ~¡Qué
bien sabe! Tenéis que darme todavía una o dos gotas mas. - No
puedo seguir, no puedo - murmuraba el sacerdote, empujando hacia
adelante al mismo tiempo que con sus dedos cosquilleaba el endurecido
clítoris de Bella, puesto al alcance de su mano. Después Bella tomó
de nuevo entre sus labios la cabeza de aquella gran verga, mas no
pudo conseguir que la nuez entrara en su boca por completo, tan
monstruosamente ancho era. Lamiendo y succionando, deslizando con
lentos y deliciosos movimientos la piel que rodeaba el rojo y
sensible lomo de la tremenda verga, Bella estaba provocando unos
resultados que ella sabía no iban a dilatar mucho en producirse.
- ¡Ah, madre santa! ¡Casi me estoy viniendo! Siento.,. ¡Oh. chupa
ahora! ¡Vas a recibirlo! Clemente alzó sus brazos al aíre, su
cabeza cayó hacía atrás, abrió las piernas, se retorcieron
convulsivamente sus manos, quedaron en blanco sus ojos, y Bella
sintió que un fuerte espasmo recorría el monstruoso pene. Momentos
después fue casi derribada de espaldas por el chorro continuo que
como un torrente arrojaban los órganos genitales del cura y le
corrían garganta abajo. No obstante todos sus deseos y esfuerzos, la
voraz muchacha no pudo evitar que un chorro escapara por la comisura
de sus labios cuando Clemente, fuera de sí por efecto del placer,
empujaba hacia adelante con sacudidas sucesivas, con cada una de las
cuales enviaba a la garganta de ella un nuevo chorro de leche. Bella
resistió todos sus empellones, y se mantuvo asida al arma de la que
manaban aquellos borbotones, hasta que todo hubo terminado. - ¿Cuánto
dijisteis? - musitó ella- . ¿Una taza de té llena? Fueron dos.
- ¡Adorable criatura! - exclamó Clemente cuando al fin pudo
recuperar el aliento- . ¡Qué placer tan divino me proporcionaste!
Ahora me toca a mí, y tienes que permitirme examinar todas estas
cositas tuyas que tanto adoro. - ¡Ah, qué delicioso fue! Estoy
casi ahogada - comentó Bella- . ¡Cuán viscosa era! ¡Dios mío,
qué cantidad!
- Sí,
lindura. Te la prometí toda, y me excitaste de tal modo que de
seguro recibiste una buena dosis. Fluía a borbotones. - Sí,
efectivamente así fue. - Ahora verás qué buena lamida te doy, y
cuán deliciosa-. mente te joderé después. Uniendo la acción a la
palabra, el sensual cura se colocó entre los muslos de Bella,
blancos como la leche, y adelantando su cara hacia ellos introdujo su
lengua entre los labios de la roja grieta. Después, moviéndola en
torno al endurecido clítoris, la obsequió con un cosquilleo tan
exquisito, que la muchacha difícilmente podía contener sus gritos.
- ¡Oh, Dios mío! ¡Me chupas la vida! ¡Oh...! Estoy... ¡Voy a
venirme! ¡Me. vengo! Y con un repentino movimiento de avance hacia
la activa lengua, Bella se vino abundantemente en el rostro de
Clemente, el que recibió lo más que pudo dentro de su boca, con
epicúreo deleite. Después el cura se alzó. Su enorme pene, que se
había apenas reblandecido, se encontraba otra vez en tensión viril,
y emergía ante él en estado de terrible erección. Literalmente
resoplaba de lujuria a la vista de la bella y bien dispuesta
muchacha. - Ahora tengo que joderte - le dijo al tiempo que la
empujaba hacia la cama- . Tengo que poseerte y darte una probada de
esta verga en tu cuerpecito. ¡Ah, qué jodida te voy a dar!
Despojándose rápidamente de su sotana y sus prendas interiores, el
gran bruto, cuyo cuerpo estaba totalmente cubierto de pelo y de piel
tan morena como la de un mulato, tomó el frágil cuerpo de la
hermosa Bella en sus musculosos brazos y lo depositó suavemente
sobre la cama. Clemente contempló por unos instantes su cuerpo
tendido y palpitante, mitad por efecto del deseo y mitad a causa del
terror que le causaba la furiosa embestida. Luego contempló con aire
satisfecho su tremendo pene, erecto de lujuria, y subiéndose presto
al lecho se arrojó sobre ella y se cubrió con las ropas de la cama.
Bella, medio ahogada debajo del gran bruto peludo, sintió el tieso
pene entre sus piernas, y bajó la mano para tentarlo de nuevo.
- ¡Cielos, qué tamaño! ¡Nunca me cabrá! - Sí, claro que si:
lo tendrás todo: entrará hasta los testículos, sólo que tendrás
que cooperar para que no te lastime. Bella se ahorró la molestia de
contestar, porque enseguida una lengua ansiosa penetró en su boca
hasta casi sofocarla. Después pudo darse cuenta de que el sacerdote
se había levantado poco a poco, y de que la caliente cabeza de su
gigantesco pene estaba tratando de abrirse paso a través de los
húmedos labios de su rosada rendija.
No
puedo seguir adelante con el relato detallado de los actos
preliminares. Se llevaron díez minutos, pero al término de ellos el
torpe Clemente estaba enterrado hasta los testículos en el lindo
cuerpo de la joven, que, con sus suaves piernas enlazadas sobre la
espalda del moreno sacerdote, recibía las caricias de éste, que se
solazaba sobre su víctima, y daba comienzo a los lascivos
movimientos que habían de conducirle a desembarazarse de su ardiente
fluido.
Veinticinco
centímetros, cuando menos, de endurecido músculo habían calado las
partes íntimas de la jovencita, y palpitaban en el interior de
ellas, al propio tiempo que una mata de pelos hirsutos frotaba el
delicado monte de la infeliz Bella.
- ¡Oh,
Dios mío! ¡Cómo me lastimáis! - se quejó ella- . -Cielos! ¡Me
estáis descuartizando! Clemente inició un movimiento. - ¡No lo
puedo aguantar! ¡Realmente está demasiado grande! ¡Oh! ¡Sacadlo!
¡Ay, qué embestidas! Clemente empujó sin piedad dos o tres veces.
- Aguarda un momento, diablita; sólo hasta que te ahogue con mi
leche. ¡Oh, cuán estrecha eres! ¡Parece que me estás sorbiendo la verga! ¡Al fin! ahora está dentro, ya es todo tuvo. - ¡Piedad,
por favor! Clemente embistió duro y rápido, empujón tras empujón
al mismo tiempo que giraba y se contorsionaba sobre el muelle cuerpo
de la muchacha, y sufría un verdadero ataque de lujuria. Su enorme
pene amenazaba estallar por la intensidad de su placer y el
enloquecedor deleite del momento. - Ahora por fin te estoy jodiendo.
- ¡Jodedme! - Murmuró Bella, abriéndose todavía más de
piernas, a medida que la intensidad de las sensaciones se iban
posesionando de su persona- . ¡Jodedme bien! ¡Más duro!
Y
con un hondo gemido de placer inundó a su brutal violador con una
copiosa descarqa, al propio tiempo que se arrojaba hacia adelante
para recibir una formidable embestida del hombre.
Las
piernas de Bella se flexionaban espasmódicamente cuando Clemente se
lanzó entre ellas, siguió metiendo y sacando su largo y ardiente
miembro entre las mismas, con movimientos lujuriosos. Algunos
suspiros mezclados con besos de los apretados labios del lascivo
invasor; unos quejidos de pacer y las rápidas vibraciones del
armazón de la cama, todo ello denunciaba la excitación de la
escena.
Clemente
no necesitaba incentivos. La eyaculación de su complaciente
compañera le había proporcionado el húmedo medio que deseaba, y se
aprovechó del mismo para iniciar una serie de movimientos de entrada
y salida que causaron a Bella tanto placer como dolor. La muchacha lo
secundó con todas sus fuerzas. Atiborrada por completo, suspiraba
hondo y se estremecía bajo sus firmes embestidas. Su respiración se
convirtió en un estertor; se cerraron sus-ojos por efecto del brutal
placer que experimentaba en un casi ininterrumpido espasmo de la
emisión. Las posaderas de su rudo amante se abrían y cerraban a
cada nuevo esfuerzo que hacia para asestar estocadas en el cuerpo de
la linda chiquilla.
Después
de mucho batallar se detuvo un momento. - Ya no puedo aguantar más,
me voy a venir. Toma mi leche, Bella. Vas a recibir torrentes de
ella, ricura. Bella lo .sabía. Todas las venas de su monstruoso cara
jo estaban henchidas a su máxima tensión. Resultaba
insoportablemente grande. Parecía el gigantesco miembro de un asno.
Clemente empezó a moverse de nuevo. De sus labios caía la saliva.
Con una sensación de éxtasis, Bella esperaba la corriente seminal.
Clemente asestó uno o dos golpes cortos, pero profundos, lanzó un
gemido y se quedó rígido, estremeciéndose sólo ligeramente de
pies a cabeza, y a continuación salió de su verga un tremendo
chorro de semen que inundó la matriz de la jovencita. El gran bruto
enterró su cabeza en las almohadas, hizo un postrer esfuerzo para
adentrarse más en ella, apoyándose con los pies en el pie de la
cama. - ¡Oh, la leche! - chilló Bella- . ¡La siento! ¡Qué
torrente! ¡Oh, dádmela! ¡Padre santo, qué placer! ~¡Ahí está!
¡Tómala! -grító el cura mientras, tras el primer chorro arrojado
en el interior de ella, embestía de nuevo salvajemente hacia
adentro, enviando con cada empujón un nuevo torrente de cálida
leche. ~¡Oh, qué placer! Aun cuando Bella había anticipado lo
peor, no tuvo idea de la inmensa cantidad de semen que aquel hombre
era capaz de emitir. La arrojaba hacia fuera en espesos borbotones
que iban a estrellarse contra su misma matriz. - ¡Oh, me estoy
viniendo otra vez! Y Bella se hundió semidesfallecida bajo el
robusto hombre, mientras su ardiente fluido seguía inundándola con
sus chorros viscosos. Otras cinco veces, aquella misma noche, Bella
recibió el contenido de los grandes testículos de Clemente, y de no
haber sido porque la claridad del día les advirtió que era tiempo
de que él se marchara, hubieran empezado de nuevo.
Cuando
el astuto Clemente abandonó la casa y se apresuró a retirarse a su
humilde celda, amaneciendo ya, se vio forzado a admitir que había
llenado su vientre de satisfacción, de la misma manera que Bella vio
inundadas de leche sus entrañas. Y suerte tuvo la jovencita de que
sus dos protectores estuvieran incapacitados, porque de otra manera
habrían descubierto, por el lastimoso estado en que se encontraban
sus juveniles partes intimas, que un intruso había traspasado los
umbrales de las mismas. La juventud es elástica, todo el mundo lo
sabe. Y Bella era muy joven y muy elástica. Si vosotros hubieseis
visto la inmensa máquina de Clemente, lo habríais aseverado conmigo
Su elasticidad natural le permitió admitir no sólo la introducción
de aquel ariete, sino también dejar de sentir la menor molestia al
cabo de un par de días.
Tres
días después de este interesante episodio regresó el padre
Ambrosio. Una de sus primeras preocupaciones fue buscar a Bella. Al
encontrarla la invitó a entrar en un boudoir.
- ¡Vela!
- gritó, mostrándole su instrumento, inflamado y en actitud de
presentar armas- . No he tenido distracción alguna durante una
semana, y mi verga está que arde, querida Bella.
Dos
minutos después, la cabeza de Bella reposaba sobre la mesa del
departamento mientras que, con la ropa recogida sobre su espalda,
dejaba al descubierto sus turgentes nalgas, las que el lascivo cura
golpeó vigorosamente con su largo miembro, después de haber
solazado su vista en la contemplación de sus rollizas nalgas.
Tras
otro minuto ya su instrumento se había introducido en el coño por
detrás, basta aplastar contra las posaderas el negro y rizado pelo
de la base. Tras sólo unas cuantas embestidas arrojó borbotones de
leche hasta la cintura de ella.
El
buen padre estaba demasiado excitado por la larga abstinencia para
que con sólo esto perdiera rigidez su miembro, por lo que retiró
aquel instrumento propio de un semental, todavía resbaladizo y
vaporoso, para llevarlo al pequeño orificio situado entre el par de
deliciosas nalgas de su amiga. Bella le ayudó y, dado lo bien
aceitado como estaba, se deslizó hacia adentro, para no tardar en
obsequiar a la muchacha con otra tremenda dosis procedente de sus
prolíficos testículos. Bella sintió la ardiente descarga, y
recibió gustosa la cálida leche proyectada contra sus entrañas.
Después la puso de espaldas sobre la mesa y le succionó el clítoris
por espacio de un cuarto de hora, obligándola a venirse dos veces en
su boca. A continuación la jodió en la forma natural. Acto seguido
se retiró Bella a su habitación para lavarse, y tras un ligero
descanso se puso su vestido de calle y se fue.
Aquella
noche se informó que el señor Verbouc había empeorado. El ataque
había alcanzado regiones que fueron motivo de alarma para su médico
de cabecera. Bella le deseó a su tío que pasara una buena noche y
se retiró a su habitación.
Julia
se había instalado en la alcoba de Bella para pasar la noche, y
ambas muchachas, para aquel entonces ya bien enteradas de la
naturaleza y las propiedades del sexo masculino, estaban recostadas
intercambiando ideas y aventuras.
- Pensé
que iba a morir - dijo Julia- cuando el padre Ambrosio introdujo
su cosa grande y fea muy adentro de mi pobre cuerpo, y cuando acabó
creí que le había dado un ataque, y no podía entender qué era
aquella cosa viscosa, aquella sustancia caliente que arrojaba dentro
de mí. ¡Oh! - Entonces, querida, comenzaste a sentir la fricción
en tu sensible cosita, y la caliente leche del padre Ambrosio brotó
a chorros, cubriéndolo todo.
- Si,
así fue, y todavía me siento inundada cuando lo hace. - ¡Silencio!
¿No oíste?
Ambas
muchachas se levantaron y se pusieron a escuchar. Bella, más
habituada a las características de su alcoba de lo que pudiera
estarlo Julia, concentró su atención en la ventana. En el momento
de hacerlo el postigo cedió gradualmente, y apareció la cabeza de
un hombre. Julia descubrió también al aparecido y estuvo a punto de
gritar, pero Bella le hizo una seña para que guardara silencio.
- ¡Chist! No te alarmes - susurró Bella- . No nos quiere comer;
sólo que es indebido molestarle a una de tan cruel manera. - ¿Qué
quiere? - preguntó Julia, semiescondiendo su linda cabeza entre sus
prendas de dormir, pero sin dejar de observar con ojo atento al
intruso. Durante esta breve conversación el hombre se estuvo
preparando para entrar en la alcoba, y habiendo ya abierto lo
bastante la ventana para poder hacerlo, deslizó su amplia humanidad
al través de la abertura. Al poner pie en el piso de la habitación
quedaron al descubierto la voluminosa figura y las feas facciones del
sensual padre Clemente. - ¡Madre santa, un cura! - exclamó la
joven huésped de Bella- . ¡Y bien gordo por cierto! ¡Oh Bella!
¿Qué quiere? - Pronto lo sabremos - susurró la otra. Entretanto
Clemente se había aproximado a la cama. - ¿Qué? ¿Será posible?
¿Un doble agasajo? - exclamó él- . ¡ Encantadora Bella! Es
realmente un placer inesperado. - ¡Qué vergüenza, padre Clemente!
Julia había desaparecido bajo las ropas de la cama. En dos minutos
se despojó el cura de sus vestimentas, y sin esperar a que se le
invitara a hacerlo, se lanzó como rayo sobre la cama. - ¡Oh!
- gritó Julia- . ¡Me está tentando! - ¡Ah, sí! Las dos
seremos bien manoseadas, te lo aseguro - murmuró Bella al sentir la
enorme arma de Clemente presionando su espalda- . ¡Que vergonzoso
comportamiento el de usted, al entrar sin nuestro permiso! - En tal
caso, ¿puedo entrar, preciosidad? - repuso el cura, al tiempo que
ponía en manos de Bella su tieso instrumento. - Puede quedarse,
puesto que ya está dentro. - Gracias - murmuro Clemente, apartando
las piernas de Bella e insertando la enorme cabeza de su pene entre
ellas.
Bella
sintió la estocada, y mecánicamente pasó sus brazos en torno al
dorso de Julia.
Clemente
empujó de nuevo, pero Bella se escabulló de un brinco. Se levantó,
y apartando las ropas de la cama dejó al descubierto el peludo
cuerpo del sacerdote y la gentil figura de su compañera. Julia se
volvió instintivamente y se encontró con que, apuntando en línea
recta a su nariz, se enderezaba el rígido pene del buen padre, que
parecía próximo a estallar a causa de la lujuria despertada en su
poseedor por la compañía en que se encontraba. - Tiéntalo
- susurró Bella. Sin atemorizarse, Julia lo agarró con su blanca
manita. - ¡Cómo late! Se va haciendo cada vez mayor, a fe mía.
Ambas muchachas se bajaron entonces de la cama, y ansiosas por
divertirse comenzaron a estrujar y a frotar el voluminoso pene del
sacerdote, hasta que éste estuvo a punto de venirse.
-
¡
Esto es el cielo! - dijo el padre Clemente con la mirada perdida, y
un ligero movimiento convulsivo en sus dedos que denotaba su placer.
- Basta, querida, de lo contrario se vendrá - observó Bella,
adoptando un aire de persona experimentada, al que creía tener
derecho, según ella, en virtud de sus anteriores relaciones con el
monstruo. Por su parte, el padre Clemente no estaba dispuesto a
desperdiciar sus disparos cuando estaban a su alcance dos objetivos
tan lindos. Permaneció inactivo durante el manoseo al que las
muchachas sometieron su pene, pero ahora había atraído suavemente
hacia si a la joven Julia, para alzarle la camisa y dejar a la vista
todos sus secretos encantos. Deslizó sus ansiosas manos en torno a
los adorables muslos y las nalgas de la muchacha, y con los pulgares
abrió después la rosada vulva, para introducir su lasciva lengua en
su interior, y besarla en forma por demás excitante en la misma
matriz.
Julia
no podía permanecer insensible a este tratamiento y cuando al fin,
tembloroso de deseo y de desenfrenada lujuria, el osado cura la puso
de espaldas sobre la cama, abrió sus juveniles muslos y le permitió
ver los sonrosados bordes de su bien ajustada rendija. Clemente se
metió entre sus piernas, y adelantándose hacia ella mojó la gruesa
punta de su miembro en los húmedos labios del coño. Bella prestó
entonces su ayuda, y tomando entre sus manos el inmenso pene, le
descubrió y encaminó adecuadamente hacia el orificio.
Julia
contuvo el aliento y se mordió los labios. Clemente asestó una
violenta estocada. Julia, brava como una leona, aguantó el golpe, y
la cabeza se introdujo. Más empujones, mayor presión, y en menos
tiempo que toma para escribirlo Julia había engullido totalmente el
enorme pene del sacerdote.
Una
vez cómodamente posesionado de su cuerpo, Clemente inició una serie
de rítmicas embestidas a fondo, y Julia, presa de sensaciones
indescriptibles, echó hacia atrás la cabeza, y se cubrió el rostro
con una mano mientras con la otra se asía de la cintura de Bella.
- ¡Oh, es enorme, pero qué gusto me da! - ¡ Está completamente
dentro! ¡ Se ha enterrado hasta las bolas! - exclamó Bella. - ¡Ah!
¡Qué delicia! ¡Voy a venirme! ¡No puedo aguantar! ¡Su vientre es
como terciopelo! ¡Toma! ¡Toma esto! Aquí siguió una feroz
embestida. - ¡Oh! - exclamó Julia.
En
aquel momento se le ocurrió una fantasía al libidinoso gigante, y
extrayendo el vaporizante miembro de las partes íntimas de Julia. se
lanzó entre las piernas de Bella y lo alojó en el interior de su
deliciosa vulva. El palpitante objeto se metió muy adentro de su
juvenil coño, mientras el propietario del mismo babeaba de gusto por
la tarea a que estaba entregado.
Julia
veía asombrada la aparente facilidad con que el padre hundía su
gran verga en el interior del blanco cuerpo de su amiga.
Tras
de pasar un cuarto de hora en esta erótica postura, tiempo en el
cual Bella oprimió al padre contra su pecho y rindió por dos veces
su cálido tributo sobre la cabeza de la enorme vara, una vez más se
retira Clemente, y buscó calmar el ardor que le consumía derramando
su caliente leche en el interior de la delicada personita de Julia.
Tomó
a la damita entre sus brazos, de nuevo se montó sobre su cuerpo, y
sin gran dificultad, presionando su ardiente verga contra el suave
coño de ella, se dispuso a inundarlo con una lasciva descarga.
Siguió
una furiosa serie de estocadas rápidas pero profundas, al final de
las cuales Clemente, al tiempo que dejaba escapar un hondo suspiro,
empujó hasta lo más hondo de la delicada muchacha, y comenzó a
vomitar en su interior un verdadero diluvio de semen. Chorro tras
chorro brotaba de su pene mientras él, con los ojos en blanco y los
labios temblorosos, llegaba al éxtasis.
La
excitación de Julia había alcanzado su máximo, y se sumó al goce
de su violador en el paroxismo final, a un grado de terrible
enajenación que no hay pulga capaz de describir.
Las
orgías que siguieron en esta lasciva noche fueron algo que excede
también mis capacidades narrativas. Tan pronto como Clemente se hubo
recobrado de su primera eyaculación, anunció con palabras de grueso
calibre su propósito de gozar de Bella. Y, dicho y hecho, puso
inmediatamente manos a la obra.
Durante
un largo cuarto de hora permaneció enterrado hasta los pelos en el
coño de ella, conteniéndose hasta que la naturaleza se impuso, para
que Bella recibiera la descarga en su matriz.
El
padre sacó su pañuelo de Holanda, con el que enjugó los
chorreantes coños de ambas beldades. Entonces las dos muchachas
asieron el miembro del sacerdote, y le aplicaron tantos tiernos y
lascivos toques que excitaron de nuevo el fogoso temperamento del
sacerdote, hasta el punto de lograr infundirle nuevas fuerzas y
virilidad imposibles de describir. Su enorme pene, enrojecido y
engrosado en virtud de los ejercicios anteriores, veía amenazador a
la pareja que lo manoseaba llevándolo ora a un lado, ora a otro.
Varias veces Bella chupó la enardecida cabeza y cosquilleó con la
punta de su lengua el orificio de la uretra. Esta era, por lo visto,
una de las formas favoritas de gozar de Clemente. ya que rápidamente
introdujo lo más que pudo la cabeza de su gran verga en la boca de
la muchacha.
Después
las hizo rodar una y otra vez, desnudas tal como vinieron al mundo,
pegando sus gruesos labios en sus chorreantes coños, una y otra vez.
Besó ruidosamente y manoteó las redondeces de sus nalgas,
introduciendo de vez en cuando uno de sus dedos en los orificios delos culos.
Luego
Clemente y Bella, ambos a una, convencieron a Julia para que le
permitiera al padre meter en su boca la punta de su pene, y tras un
buen rato de cosquillear y excitar al monstruoso carajo, vomitó tal
torrente en la garganta de la muchacha, que casi la ahogó. Siguió
un corto intervalo, y de nuevo el inusitado hecho de poder gozar de
dos muchachas tan tentadoras y espirituales despertó todo el vigor
de Clemente.
Colocándolas
una junto a otra comenzó a introducir su miembro alternativamente en
cada una, y tras de algunas brutales embestidas lo retiraba de un
coño para meterlo en el otro. Después se tumbó sobre su espalda, y
atrayendo a las muchachas sobre él le chupó el coño a una mientras
la otra se enterraba en su verga hasta juntarse los pelos de ambos
cuerpos. Una y otra vez arrojó en el interior de ellas su prolífica
esencia.
Sólo
el alba puso término a aquellas escenas de orgía. Mientras tales
escenas se desarrollaban en aquella casa, otra muy diferente tenía
lugar en la alcoba del señor Verbouc, y cuando tres días más tarde
el padre Ambrosio regresaba de otra de sus ausencias, encontró a su
amigo y protector al borde de la muerte. Unas pocas horas bastaron
para poner término a la vida y aventuras de tan excéntrico caballero.
Después
de su deceso su viuda, que nunca se distinguió por sus luces
intelectuales, comenzó a presentar síntomas de locura, y en el
paroxismo de su desvarío nunca dejaba de llamar al sacerdote. Pero
cuando en cierta ocasión un anciano y respetable padre fue llamado
de urgencia, la buena señora negó indignada que aquel hombre
pudiera ser un sacerdote, y pidió a gritos que se le enviara "el
del gran instrumento". Su lenguaje y su comportamiento fueron
motivo de escándalo general, por lo que se la tuvo que encerrar en
un asilo, en el que sigue delirando en demanda del gran pene.
Bella,
que de esta suerte se quedó sin protectores, bien pronto prestó
oídos a los consejos de su confesor, y aceptó tomar los velos.
Julia, huérfana también, resolvió compartir la suerte de su amiga,
y como quiera que su madre otorgó enseguida su consentimiento, ambas
jóvenes fueron recibidas en los brazos de la Santa Madre Iglesia el
mismo día, y una vez pasado el noviciado hicieron a un tiempo los
votos definitivos. Cómo fueron observados estos votos de castidad no
es cosa que yo, una humilde pulga, deba juzgar. Únicamente puedo
decir que al terminar la ceremonia ambas muchachas fueron trasladadas
privadamente al seminario, en el que las aguardaban catorce curas.
Sin
darles apenas tiempo a las nuevas devotas a desvestirse, los
canallas, enfervorecidos por la perspectiva de tan preciada
recompensa, se lanzaron sobre ellas, y uno tras otro saciaron su
diabólica lujuria. Bella recibió arriba de veinte férvidas
descargas en todas las posturas imaginables, y Julia, apenas menos
vigorosamente asaltada, acabó por desmayarse, exhausta por la rudeza
del trato a que se vio sometida. La habitación estaba bien
asegurada, por lo que no había que temer interrupciones, y la
sensual comunidad, reunida para honrar a las recién admitidas
hermanas, disfrutó de sus encantos a sus anchas. También Ambrosio
estaba allí, ya que hacía tiempo que se había convencido de la
imposibilidad de conservar a Bella para él solo, y a mayor
abundamiento temía la animosidad de sus cofrades Clemente también
formaba parte de su equipo, y su enorme miembro causaba estragos en
los juveniles encantos que atacaba. El Superior tenía asimismo
oportunidad de dar rienda suelta a sus perversos gustos, y ni
siquiera la recién desflorada y débil Julia escapó a la ordalía
de sus ataques. Tuvo que someterse y permitir que, entre
indescriptibles emociones placenteras, arrojara su viscoso semen en
sus entrañas.
Los
gritos de los que se venían, la respiración entrecortada de
aquellos otros que estaban entregados al acto sensual, el chirriar y
crujir del mobiliario, las apagadas voces y las interrumpidas
conversaciones de los observadores, todo tendía a dar mayor magnitud
a la monstruosidad de las libidinosas escenas, y a hacer más
repulsivos los detalles de esta batahola eclesiástica.
Obsesionada
por estas ideas, y disgustada sobremanera por las proporciones de la
orgía, huí, y no me detuve hasta no haber puesto muchos kilómetros
de distancia entre mi ser y los protagonistas de esta odiosa
historia, ni tampoco, desde aquel momento, acaricié la idea de
volver a entrar en relaciones de familiaridad con Bella o con Julia.
Bien sé que ellas vinieron a ser los medios normales de dar
satisfacción a los internados en el seminario. Sin duda la constante
y fuerte excitación sexual que tenían que resentir había de
marchitar en poco tiempo los hermosos encantos juveniles que tanta
admiración me inspiraron. Pero, hasta donde cabe. mi tarea ha
terminado, he cumplido mi promesa y se han terminado mis primeras
memorias. Y si bien no es atributo de una pulga el moralizar, sí
está en su mano escoger su propio alimento.
Hastiada
de aquellas mujercitas sobre las que he disertado, hice lo que hacen
tantos otros que, no obstante no ser pulgas, tal como lo recordé a
mis lectores al comenzar esta primera narración, hacen lo mismo,
chupar la sangre: emigré, con la nueva promesa a mis lectores de un
segundo volumen, en el peregrinar por escoger mi propio alimento.
FIN