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domingo, 8 de mayo de 2022

Eustaquio Fernández Navarrete

POETAS PENINSULARES. 

(Parte de REVISTA DE ESPAÑA Y SUS PROVINCIAS DE ULTRAMAR )

Las relaciones que median entre el autor de la composición siguiente D. Eustaquio Fernández Navarrete y el director de esta Revista, no le permiten decir todo lo que pudiera sobre los dotes literarios del primero. Severos en nuestros principios, el propio concepto que del mismo tenemos como hombre de letras, quedaría desvirtuado ante el interés de nuestra afección. Sólo por lo tanto indicaremos aquí, que lejos de la corte y dedicado hace años a trabajos concienzudos sobre historia y crítica literaria, no es el que menos lo ocupa al presente, el grandioso de dar a luz toda la historia de nuestra literatura, trabajo que tiene ya muy adelantado y del que hemos visto agradables muestras. A pesar de todo, más de una vez ha explayado su imaginación en varias composiciones poéticas de las que algunas han visto la luz pública, permaneciendo las demás inéditas. De estas últimas son las siguientes, habiéndose escrito la primera para uno de los pasados concursos, si bien no se llegó a presentar por causas que son ajenas a este lugar. 

¿Cuál punto imperceptible, audaz camina   átomo leve en el espacio inmenso,   entra las ondas que rugiente empina   el atlántico mar en cerco denso?


A COLÓN.

ODA. 


¿Cuál punto imperceptible, audaz camina 

átomo leve en el espacio inmenso, 

entra las ondas que rugiente empina 

el atlántico mar en cerco denso? 


Son las frágiles naves

del inmortal Colón. Su genio osado

a volar las anima

do no se atreven a cruzar las aves

que admiraron el sol en nuestro clima; 

¡que él, de sublime espíritu agitado, 

medita con incógnito hemisferio

duplicar de la tierra el ancho imperio! 


Cien siglos encerrara la natura 

en su seno profundo 

tan esplendente zona al viejo mundo. 

Ceñido de laurel triste gemía 

el macedón guerrero, (Alejandro Magno, macedonio, de Macedonia

al mirar que no había 

tierra bastante a su insaciable acero. 

Mas ora ved ya abiertos 

los senderos del mar. Lo que el ardiente 

valor no pudo del monarca claro, 

de un hombre sabio la inspirada mente 

lógralo en la pobreza y desamparo. 


El mar en vano le presenta horrible 

peñas, bajíos, huracanes y olas; 

todo sucumbe a su ánimo invencible 

ayudado de proras españolas. 


“Allá, do el carro vespertino mueve 

Héspero luminoso, (el sabio dijo 

inspirado cual místico profeta), 

en nuevas tierras dilatarse debe 

zonas caras al sol, nuestro planeta. 

De extraños usos, ceremonias, leyes, 

veo naciones que el poder sujeta 

de prepotentes ignorados reyes; 

allí un suelo feraz brinda un tesoro, 

al que buscarlo intrépido se ofrezca 

de rica especería y piedras y oro. 

¿Será que siempre oculto permanezca

a la humana ambición? ¿Cobarde el hombre 

nunca hollará más suelo,

que el que osado cercara 

de las romanas águilas el vuelo?

¿Para qué su razón relumbra clara?

Para qué le dio el ser que le criara

esa lumbre divina 

con que del sol los círculos describe,

y en cuanto ve su luz sagaz domina?" 


Dijo, y su noble corazón se engríe: 

con su alta idea batallando inquieto 

en pos de auxilio por el orbe vuela, 

que mofador de sus intentos ríe: 

sólo en el grande pecho de Isabela 

su aliento sobrehumano 

encuentra un eco que a su voz responde; 

y consiguiendo estrecha carabela 

marcha, y en manto tenebroso en vano 

la antártica región el cielo esconde. 


En torno del timón montes de espuma 

alza de atlante el mar, y se exagera 

al ver la audacia que por vez primera 

sus espaldas indómitas abruma. 

Huye la tierra de la vista ansiosa 

de la gente, que el héroe osado guía: 

y pasa tardo un día, 

y viene en pos la noche tenebrosa, 

y sólo suena en su asombrado oído 

del leño volador sordo crujido. 


Remueve el eje ardiente 

setenta veces la rosada aurora, 

y su luz solamente 

aguas y cielos con su lumbre dora. 


Las turbas consternadas 

con horror miran la feliz derrota 

que de su patria amada los aleja, 

y al labio ardiente el descontento brota 

en tumultuaria queja. 

"¿Ciegos por siempre víctimas seremos 

de ilusa fantasía? 

Si el viento siempre impele nuestra popa 

hacia occidente próspero, ¿podremos 

volver un día a nuestra amada Europa? 

El soplo mismo que al huir nos guía 

nuestro retorno impedirá constante! 

No más, no más sigamos 

la voz de aventurero delirante; 

arrojémosle al piélago y volvamos 

hacia la margen patria el vuelo errante. 

Arrojémosle al mar," claman. La grita 

va por las naves cóncavas cundiendo, 

y contra el héroe el vulgo precipita 

sus ciegos pasos con feroz estruendo. 


Con firme rostro y corazón sereno 

hacia la airada turba se adelanta 

el caudillo inmortal y en voz de trueno 

de su furor los ímpetus quebranta. 

"Insensatos, qué hacéis? sólo a mí es dado 

poder volveros a los patrios lares; 

herid mi pecho, herid; vuestro atentado

con muerte cierta vengarán los mares.

El ánimo esforzad”, en pos les dice

con más templado acento,

"y si el tercero día

tierra no alumbra con albor felice,

inmóleme cruel vuestro ardimiento." 


Dice y torna al timón: al cielo mira, 

pidiendo amparo a sus cuidados graves, 

y su azorado corazón respira 

al contemplar que por el aire gira 

ansiado nuncio de vecina tierra 

tropa ligera de pintadas aves, 

que abate el vuelo a saludar las naves. 

La vista vuelve a la cerúlea espalda 

del mar inmenso que a su gente aterra, 

y cual nítida faja de esmeralda 

ve de yerba flotante luenga cinta 

que en su verde color las hondas pinta. 


Ya es suyo el triunfo! la tiniebla aleve 

en vano trae en sus siniestras alas 

a su inquieto afanar retardo breve. 

¡Tierra! exclama el marino 

del nuevo día al resplandor incierto 

sirviéndoles los mástiles de escalas 

para gozar su aspecto peregrino, 

y en playa nunca vista encuentra puerto. 

Cae de hinojos; en plegarias puras 

la chusma alborozada 

con ánimo devoto 

rinde gracias al Dios de las alturas: 

y por primera vez del mundo ignoto 

los ecos tronadores 

repiten por su playa dilatada 

del verdadero Dios santos loores. 


¿Qué guirnalda, Colón, premio bastante 

a tu empresa será? Mas ay! no esperes 

de tu siglo justicia. Negra envidia 

que con lengua insultante 

por oprimirte lidia 

en tu contra sus víboras desata; 

y en pago a un mundo que a sus plantas pones, 

la nueva patria, que adoptaste ingrata, 

ofrecerá a tus pies viles prisiones. 

Esfuerza el pecho y su furor desdeña; 

anima tus valientes; 

y una vez y otra vez torna animoso 

a tremolar la castellana enseña 

más allá de los trópicos ardientes. 


En pos de ti con inmortal anhelo 

a imitar sus afanes 

los héroes volarán de nuestro suelo, 

Córdova, Hojeda, Ponce, Magallanes. 

Allá cabe el gran seno mejicano, 

el alto solio, de entre blanda pluma 

y aromas gratos con orgullo insano 

se recostara el muelle Motezuma, 

caerá al esfuerzo de Cortés bizarro. 

Allá do el rico Potosí se eleva 

doblará su cerviz el inca débil 

al férreo brazo del audaz Pizarro, 

que muerte y destrucción en torno lleva. 


Tú entre todos empero, 

brillarás, oh Colón, cual sol radiante 

entre los claros astros el primero. 

Cuando el indio salvaje, 

por tu gran obra a la razón tornado, 

no haciendo ya con sus inmundos ritos 

a la sagrada humanidad ultraje, 

los frutos goce de feliz cultura; 

cuando al Dios tantos siglos ignorado, 

en sacros templos rinda 

con puro corazón ofrenda pura; 

y el europeo culto 

enriquecido por tu heroica mano 

con los dones que América le brinda, 

de unirse en lazo fraternal se asombre 

al antes vil y torpe americano, 

ambos a dos bendecirán tu nombre; 

y te dirán su bienhechor sublime 

con respeto profundo 

el mundo antiguo y el moderno mundo. 




SONETOS. 

I. 

La vida humana. 


Rauda nave es la vida que despliega 

la hinchada lona al mar, desde la cuna, 

y a las revueltas olas de fortuna 

inexperta y confiada el casco entrega. 


Ya en honda sima el piélago la anega, 

que el viento al agua silbador se aúna; 

ya sobre el cerco de la blanca luna 

en la ancha espalda de las ondas llega. 


Así corre veloz agua infinita; 

y ora tropieza en sirtes, ora amenas 

playas en torno dilatarse advierte, 


sin que puerto tomar se le permita 

hasta que ya sin mástil, sin antenas, 

arriba al triste puerto de la muerte. 



II.


A la muerte de un niño. 


De unas montañas en la humilde falda, 

ya en la arena jugando, ya riendo, 

ve límpido arroyuelo discurriendo 

sobre luciente alfombra de esmeralda. 


Forma a su margen bella una guirnalda, 

flores de vario esmalte entretejiendo, 

que tiñe el fresco humor, que va esparciendo, 

de oro, de azul, de colorado y gualda. 


Mas ay! que cuando corre más dichoso 

trágase su raudal caverna oculta, 

triste dejando y árido el terreno. 


Tu vida es ese arroyo, niño hermoso; 

la muerte es la honda sima, que sepulta 

para siempre tus gracias en su seno.