211. LOS AMORES DE JUAN EL HERRERO Y LA BELLA HEBREA
(SIGLOS XII-XIII. VERUELA)
La construcción del monasterio de Veruela congregó —como era habitual en casos similares— a una importante multitud de canteros, ebanistas, caleros, vidrieros y conocedores de los más diversos oficios llegados de todos los confines, por lo que no es extraño que fuera a parar allí también el herrero Juan, un extranjero venido al pie del Moncayo de no se sabe qué latitudes, un hombre solitario y huidizo de todos los demás y que, al poco tiempo de llegar, acabó por enamorarse de una joven y bella muchacha judía que vivía con sus padres en el vecino pueblo de Trasmoz.
Aunque jamás llegó a cruzar ni una sola palabra con la muchacha de sus sueños, y menos para declararle el amor que sentía por ella, el hecho de que Juan merodeara constantemente en sus ratos de asueto y por las noches en torno a su casa acabó por alertar al padre, que, sin más dilación, utilizó toda su influencia para conseguir que el capataz responsable de las obras del monasterio le despidiera sin darle ningún tipo de explicaciones.
Coincidió el despido de Juan de la obra con la propagación del rumor de que la joven hebrea iba a casarse con un muchacho de origen francés, así es que el herrero Juan, movido sin duda alguna por los celos, logró alcanzar aquella misma noche la alcoba de su amada con intención de quitarle la vidapara tratar de evitar así que fuera de otro hombre, pero afortunadamente la muchacha ya había abandonado la casa y andaba de camino.
La decepción de Juan fue tal que decidió quitarse la vida allí mismo clavándose en el corazón su propio puñal. Y si el hallazgo de su cuerpo sin vida ya constituyó una auténtica sorpresa, pues nadie podía esperar algo así de un hombre tan retraído y pacífico, mayor asombro causó todavía el hecho de que de su cuerpo sin vida no saliera ni una sola gota de sangre.
El cadáver de Juan, el herrero de Veruela, un hombre solitario y huidizo, que murió por amar a una muchacha judía, fue enterrado fuera del terreno sagrado del monasterio, al pie de uno de los torreones del recinto murado que se estaba levantando entonces. Y su alma en pena gime lastimeramente todavía con cada tormenta que rasga el cielo de Veruela en las noches sin luna.
[Serrano Dolader, Alberto, El Moncayo..., págs. 56-57.]
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